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viernes, diciembre 18, 2015

Chapuzas de amor, de Jaime Hernández. La gran novela chicana, en ABC Color

El fin de semana pasado publicamos en el suplemento cultural del ABC Color de Paraguay una reseña dedicada a Chapuzas de amor, de Jaime Hernandez; un trabajo perturbador y conmovedor a partes iguales. Una obra que se integra dentro de las grandes novelas río que estos dos hermanos están construyendo para la posteridad de la narrativa comicográfica. Chapuzas de amor es una novela gráfica de madurez, aglutinadora y completista; una historia que se disfruta sobremanera si conocemos los referentes que la justifican y el contexto narrativo en el que se integra; pero que también admite una lectura aislada, que será un hallazgo para el afortunado recién llegado. De todo ello hablamos en nuestro artículo "La gran novela chicana".
El artículo vino acompañado en el suplemento de un texto contextualizador sobre la obra de los Hernandez Bros, a cargo de Julián Sorel; y, de postre, una interesantísima reflexión sobre "La filosofía de la máscara" en la ficción, de mano de nuestra editora Montserrat Álvarez.
Aquí tienen las planillas de la edición, y nuestro texto extractado justo debajo.
Se menciona con frecuencia la dificultad de enfrentarse a una obra, la de Jaime y Beto Hernandez, en la que, como en la vida misma, todo está interrelacionado y es interdependiente. Durante su carrera como dibujantes de cómics, los dos hermanos han construido sendos cómics-río al estilo de otros grandes autores literarios que han hecho pivotar su narrativa alrededor de un espacio ficcional, eje rector de sus entregas novelescas: el Macondo de Gabriel García Márquez, el condado de Yoknapatawpha en la obra de Faulkner, la Comala mágica y trágica de Juan Rulfo o la ciudad de Santa María en algunos libros de Juan Carlos Onetti. Son, como las llama Luis Mateo Díez, las "geografías de la imaginación", espacios de ficción que funcionan como microcosmos de realidad.
Las historias de Beto Hernandez transcurren en diferentes momentos de la historia de Palomar, un pueblo de la frontera estadounidense-mexicana, como hay miles; Jaime Hernandez sitúa a sus "Locas" en el barrio californiano de Hoppers y luego dentro de un Los Ángeles reconstruido y reinventado. En esos dos escenarios, tan vívidos y llenos de humanidad, los hermanos Hernandez despliegan su muestrario de personajes y les hacen vivir a través del tiempo, en sendas epopeyas fronterizas que, dentro de su componente ficcional (enloquecido, a veces), transpiran verdad y algunas dosis de biografía propia. Realismo mágico.
Con estos datos en mente, enfrentarse a una obra como Chapuzas de amor (como lo fue hacerlo a Penny Century en su día), sin haber leído previamente los diferentes episodios de su serie Locas, puede parecer un ejercicio complejo por la falta de una narrativa contextualizadora; ya que los personajes de Chapuzas de amor, son los mismos que habitan en ese gran cómic-río que Jaime ha ido construyendo a lo largo de su vida artística. Es más, en este cómic, se nos descubren algunos secretos de las historias biográficas de Maggie, Hopey, Reno y compañía; se rellenan huecos de información que explican sus reacciones y comportamientos en diferentes episodios de la saga. Y, pese a todo ello, esta obra, no necesita contextos, ni referentes para emocionar. Como bien señala una de las críticas promocionales en la contraportada del libro:
No es necesario haber leído la historia de los hermanos Hernandez para apreciar la hazaña, pero para los que lo han hecho, es imposible llegar al final sin derramar gruesos lagrimones. Es así de bueno, desgarrador e impresionante, todo en su justa medida.
Así de bueno es Chapuzas de amor, sí, tanto que su lectura conmueve aunque no conozcas a sus protagonistas, aunque te tires de cabeza in media res a bucear entre los fragmentos de vida de sus personajes. Tan bueno es que empuja al lector a querer saber más de las vidas que muestra y le incita a leer con avidez por primera vez, o a releer con interés renovado, las circunstancias existenciales que rodean y contextualizan cada uno de los siete episodios que conforman este libro.
Como sucede siempre en la obra de Jaime Hernandez, los capítulos de Chapuzas de amor no están organizados cronológicamente, ni construyen una línea de relato única. Se trata de siete episodios que esbozan fragmentos de vida, brochazos biográficos, no tanto de la existencia de un solo personaje (aunque Maggie sea la principal protagonista de esta historia), sino de toda una comunidad. Dentro de este uso maestro de la elipsis, la galería de personajes que ha construido Hernandez en su saga aparece explícita o implícitamente representada en cada episodio y acontecimiento, sus acciones tienen efectos inmediatos en la acción directa, pero, al mismo tiempo, funcionan como causas latentes e influencia de acontecimientos futuros (algunos de los cuales ya conocemos como lectores quienes hemos leído los volúmenes de Locas). Interrelación e interdependencia.
Aunque conozcamos mucho acerca del futuro y el pasado de los protagonistas (casi siempre, más que ellos mismos), es imposible no estremecerse hasta la conmoción con "Browtown", el relato de infancia de la familia Chascarrillo el día que tuvieron que abandonar Huerta (Hoppers), para mudarse a Cadezza (Browntown); es fabuloso el manejo del punto de vista en el episodio seis, "Vuelve a mí"; y cómo no emocionarse con el empleo de la elipsis y el sumario narrativo del episodio final, el que da título al libro, "Chapuzas de amor", para conducirnos hasta el presente de Maggie a partir de brochazos biográficos.
No hacen falta excusas para embarcarse en la lectura de una obra maestra, pero en ocasiones un estímulo o acicate es un buen aliado. Si no conocían a Jaime Hernandez o a su hermano Gilbert (Beto), quizás la publicación este año de Chapuzas de amor pueda ser ese empujón definitivo que les ayude a sumergirse en una narrativa gráfica compleja, rica y mágica que supone uno de los momentos cumbres del cómic moderno. Atrévanse.

martes, junio 22, 2010

El viejo Palomar y alrededores.

La evolución de los medios narrativos está condicionada en buena medida por la educación de sus lectores-receptores o, mejor dicho, por su grado de asimilación ante la novedad de las propuestas discursivas que aquellos plantean. Lo que queremos decir es que si les hubieramos soltado a los lectores del XVIII alguna de las obras de Virginia Wolf, éstos no hubieran sabido por donde cogerla. Hace falta tiempo, práctica y conocimiento del código para descifrar a (vamos a poner) un tipo tan crítico como Tarkovski. A nadie se le ocurriría comenzar su inmersión cinematográfica con El espejo, esperamos.
Otro asunto es el grado de maduración de los discursos. A los vehículos literarios se les supone un pasado florido y abundante en propuestas. Cuando los modernistas ingleses (Joyce a la cabeza) plantean sus imaginativas soluciones a comienzos del S. XX, los precendentes garantizaban una recepción halagüeña. Medios más jóvenes como el cine y el cómic recorrieron ese camino de evolución con velocidades diferentes. El séptimo arte se incorpora sin demora a la vanguardia. El cómic la roza tangencialmente. Por eso, cuando llega la Nouvelle Vague al cine, en el cómic las propuestas son mucho más clásicas, eminentemente "populares" (en todos sus sentidos) y aparecen "contaminadas" de otros discursos como el cine clásico.
A las series televisivas les sucedió otro tanto (con más razón, diacrónica): bastante intrascendencia narrativa durante largo tiempo; comedias costumbristas, series de acción y alguna joya esporádica que alude a la continuidad y al cuadro crítico-social detrás de la apariencia de género, como Canción triste de Hill Street. Somos de los que pensamos que hasta la irrupción rupturista, marciana e hipnótica de David Lynch, con su Twin Peaks, la cosa televisiva no vivió su seísmo de elaboración vanguardista. Sin Lynch no entendemos casi nada de lo que vino después, ni esas grandes películas de 50 horas, como son Los Soprano o, sobre todo, The Wire, ni esas series formadas por 40 grandes películas, como Madmen; o las enredaderas interconectadas de Perdidos.
Y aquí queríamos llegar (un post que pretende hablar de Gilbert Hernandez y su Palomar y que, tres párrafos después, ni los ha mencionado aún). El hecho es que comenzar a leer la saga del señor Hernandez a partir de Nuevas historias del viejo Palomar (recientemente publicada por La Cúpula) es tarea tan azarosa y complicada como intentar engancharse a los trucos adictivos de Perdidos a partir de la tercera temporada. Misión improbable.
La aparición de los Hernandez Bros en los 80, con su Love & Rockets y sus diferentes sagas narrativas, fue un pequeño cataclismo para el medio. Tuvo mucho de vanguardia, la verdad, o de postvanguardia o de postmodernidad. Sus historias fragmentarias, sus puntos de vista constantemente cambiantes, su visión dislocada de la realidad y su realismo mágico conectaban la obra de estos dos genios del cómic con la de los autores hispanoamericanos del Boom de los 50-60. Algunos lectores no estábamos preparados, reconozcámoslo, para aquellas entregas fraccionadas y fraccionarias que se nos regalaban en El Víbora. No entendíamos nada, ni reconocíamos a unas Lubas de otras.
Suponemos que esta es la misma causa del estupor que causo hace dos años en algunos lectores la elección sistemática de La educación de Hopey Glass, de Jaime Hernandez, como uno de los mejores tebeos del 2008, por parte de críticos y más críticos. Locas se lee en pequeñas dosis, pero se entiende como un todo. Lo mismo sucede con Palomar. Hace unos años, cuando hablábamos de Beto Hernandez y de su obra magna, señalábamos cuánto se disfruta de su trabajo cuando éste se lee agrupado bajo el formato de novela gráfica. Es lo que les sucede a muchos espectadores contemporáneos con las series televisivas: vistas (gracias a internet) sin pausas publicitarias y con la continuidad que garantizan los medios digitales, el disfrute se multiplica.
No sería de buenos anfitriones recomendarles que abordaran el trabajo de Beto Hernandez a partir de este Nuevas historias del Viejo Palomar, como no lo es tampoco pensar en Luba: En Norteamerica como episodio iniciático. No obstante, si deciden bautizarse en esta gozosa historia-río de familias numerosas, pueblos felizmente miserables y babosas alimenticias, les sugerimos dos itinerarios: si son amantes de los flashbacks audaces, lancense con los dos episodios de Palomar publicados por La Cúpula y completen luego los huecos de la historia con la lectura de Río Veneno; si son ustedes de aquellos de la linealidad con sobresaltos, cambien el orden lector y pasen del Río a los Palomares. Completado el prolegómeno necesario, aventúrense ya sin pudor a devorar este Nuevas historias del viejo Palomar, Luba: En Norteamerica, Luba: El libro de Ofelia o Luba: 3 hijas o cualquier otro de los episodios palomarescos que puedan venir.

Así seguro que sí. Y es que resulta que cada nueva reescritura de las vidas, desventuras y verdaderos milagros de los protagonistas de este Macondo viñetero, respira humanidad, de la de verdad, de la de la ficción verosímil. Episodios como los de Nuevas historias... son las piezas que completan un puzle, aparentemente, lleno de interrogantes y en constante crecimiento. Cada respuesta llama a una nueva incognita. En "Los niños de Palomar" se nos desvela la aparición súbita de Tonantzin y Diana, pero se nos deja desnudos de certezas ante su origen; cuanto más descubrimos de Gato y el resto de adolescentes del lugar (Soledad, Guero, Pintor, etc.), menos entendemos de su devenir vital; las visiones de la Tonantzin adolescente dejan vislumbrar una maternidad imposible, pero apenas revelan nada acerca de esas estatuas totémicas que jalonan los arrabales de Palomar y que tanto tienen que ver, aparentemente, con los misterios del lugar. Luba (la gran matriarca, uno de los personajes femeninos más importantes y fecundos del cómic) queda al margen en esta nueva colección de historias.
Lo que les decimos: ventanas y más ventanas que se abren para dejar entrar aire fresco (y parece imposible después de tantos años) a una historia que cuenta entre sus muchos méritos el de ser uno de los grandes cómics contemporáneos. Ahora sí, recuerden, comiencen por el principio si no quieren llevarse berrinches pecuniarios y llenarnos de reproches recomendatorios. 

lunes, febrero 04, 2008

Beto, un autor "con algo en mente": Luba, el cómic.

Que Love and Rockets, la publicación de los Bros Hernandez, es uno de los hitos del cómic y una de las razones principales de su crecimiento en las últimas décadas como discurso artístico, es indiscutible. Que Palomar, el trabajo de Beto Hernandez, es una obra ambiciosa y compleja, que requiere de lectores igualmente exigentes dispuestos a bucear en ella, tampoco se cuestiona. Del mismo modo que nadie podrá sino alabar la tarea de La Cúpula a la hora de organizar y publicar los materiales de Beto ordenadamente; exigencia básica para un disfrute completo del universo Palomar y sus infinitos afluentes narrativos. Ya hemos hablado de ello en alguna ocasión.
Por eso, porque ya lo hemos contado, ahora vamos a callar y vamos a dejar que Luba en Norteamérica hable por si misma, a través de la voz de Venus, esa infante procaz que filtra en este volumen el mundo extremadamente adulto y poliédrico de Luba y su prole; ese mundo fascinante y magnético creado por Beto. En estos tiempos en que la santidad eclesiástica todo lo ocupa, sólo se me viene un "alabado sea el señor Hernandez" a la cabeza. Lean y miren su declaración de principios, si no:
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miércoles, octubre 10, 2007

Beto Hernández. Río Veneno y Palomar: del amor y otras miserias.

Ahora que la edición de Luba por parte de La Cúpula todavía huele a recién hecha y se mantiene en el "debe" de los "must", nos hemos acordado de una vieja reseña que publicamos en el Culturas (¿se acuerdan los habituales?, el fenecido suplemento del Tribuna de Salamanca). El 29 de enero del 2006, ¡cómo pasa el tiempo! No habíamos ni nacido...
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En España la obra de los Bros Hernandez se ha movido siempre por el limbo de la inconstancia editorial. Que si esta revista (El Víbora, normalmente) publica algunos episodios del Palomar, de Gilbert Hernandez, que luego se edita en un álbum el Mechanics, de Jaime Hernandez, que más tarde La Cúpula (la misma editora de El Víbora, recordemos) en su colección “Brut Comix” decide sacar Locas, también de Jaime Hernandez, o el Río Veneno de Beto en cuatro “cómodas” mini-entregas, etc. Un goteo bienintencionado o un quiero y no puedo interruptus, vaya usted a saber. Dicho de otro modo, los hermanos Hernandez (así, sin tilde) han gozado en nuestro país de más reputación que de lectores; y siempre dentro de los microcírculos que cobijan a este tipo de comics, por supuesto.
La cosa tiene delito porque, desde finales de los 80, no hay antología de comics que se precie de tal cosa, que no sitúe alguna obra de los autores de Love & Rockets (la célebre revista en la que los dos hermanos fueron sacando sus materiales), entre “lo esencial de lo que importa en la lista de los mejores comics de…”. Poco a poco, sin embargo, la cada vez más diligente industria editorial hispana, va completando el puzle de las obras perdidas (para el lector) y los clásicos olvidados. Entre las piezas que mejor han encajado en el esquema debemos reseñar y aplaudir la edición de Palomar y Río Veneno por La Cúpula, como parte de la obra cumbre de Beto Hernandez (acaba de publicarse la segunda entrega de Palomar y la misma editorial ha puesto también a la venta Birdland, la divertida paranoia pornográfica de Beto).
A fuer de ser sincero, debo confesar que mis primeros contactos con el paisanaje de Palomar, como los de muchos otros lectores, se limitaron a los breves escarceos adolescentes con aquellos episodios dispersos que publicaba El Víbora a finales de los ochenta. Una relación que, todo sea dicho, no parecía tener ningún futuro. Aquellos números especiales de las “Historias completas” de El Víbora avivaban la pasión de esa lectura un tanto “extraña”, pero en el fondo nunca pude quitarme de encima la sensación de estar ante un cómic disperso, difícil y algo confuso.
Por eso, cuando en verano llegó a mis manos el primer volumen de la reedición de
Palomar, con sus 250 páginas, no pude evitar ciertas reservas; la precaución del viejo amante resabiado, supongo. Pero, para mi sorpresa, en esta nueva lectura (que postergué unas semanas, por simple y puro respeto), lo que antes parecía dispersión, se convirtió en multiplicidad de enfoque en el tratamiento del punto de vista; y lo que erróneamente interpreté como confusión, se me aparece ahora como un brillante manejo de la temporalidad y una selección efectiva de los instantes revelados. Todo cobra un nuevo sentido en este cómic cuando se analiza globalmente, cuando cada capítulo se lee como un puente hacia el siguiente, como parte integrante del cómic-río que componen los sucesos de este pequeño y humilde Cien años de soledad de los comics.
Por lo demás, adentrarse en el universo ficticio de ese pueblo fronterizo que responde al nombre de Palomar, sigue siendo un reto no exento de cierta dificultad, además de un desafío a la inteligencia y la sensibilidad del lector. Será por la cantidad ingente de personajes (todos ellos esenciales para entender el conjunto de la historia) o quizás por la dificultad a la hora de distinguirlos físicamente (la sencillez del estilo caricaturesco de Beto Hernandez no ayuda demasiado en este sentido), pero lo cierto es que se requieren unas cuantas páginas antes de contagiarse irremisiblemente del olor a vida que desprende Palomar, de su sabor a miseria y vitalidad, de su tacto áspero y cercano. Entonces, este pueblecillo indígena, como Macondo, como aquella otra Comala, nos traspasa y se convierte en parte de nosotros. Nos olvidamos de su naturaleza ficcional y empezamos a ver a los Vicente, Heraclio, Luba o Tonatzin, a las “personas” que lo habitan. Individuos, todos ellos, no muy diferentes de los que pueblan hoy, en pleno S.XXI, las fronteras mexicanas, colombianas, argelinas o afganas; los territorios olvidados, “inexistentes”. Al igual que en ellos, en la geografía creada por Beto Hernandez la vida cobra un valor añadido por el esfuerzo de ser vivida y hasta el sol “se comporta como un potentado sin compasión… como si hubiera elegido el pueblo de Palomar para desahogar su rabia.” Palomar y Río Veneno (dos partes de un todo), con sus defectos y sus muchos hallazgos, forman parte de ese tipo de lecturas que no dejan indiferentes a nadie (permítannos el lugar común). Leemos sus historias con la ansiedad del voyeur que necesita otra dosis de vidas ajenas para entender su propia existencia. Estamos ante ese tipo de trabajos que dejan un poso de reflexión e incitan a la comparación artística ¡Y pensar que sus secretos han estado tanto tiempo escondido para algunos de nosotros! ¡Qué bien les sienta el paso del tiempo a algunas antiguas amantes! 

miércoles, agosto 02, 2006

Birdland. Porno de autor.

La última colaboración con FHM (mes de agosto) ya está en los quioscos. Aquí, la versión íntegra.
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Que Beto Hernandez se descuelgue con un cómic pornográfico, viene a ser algo así como si a Almodovar le diera por incluir en el reparto de su próxima película a Celia Blanco o Nacho Vidal. Vamos, una hipótesis perféctamente factible, pero que no deja de sorprender. El menor de los celebradísimos Hernandez Bros, creador junto a su hermano Jaime de la revista Love & Rockets y autor de algunos de los clásicos modernos del cómic (Río Veneno, Palomar, etc.), es también el dibujante y guionista de Birdland, un tebeo porno con todas las de la ley. De hecho, Birdland es algo así como la cuadratura del género, la tercera vía, la erección estética del sexo rodado, escrito o dibujado que tantos persiguen: Birdland es “porno de autor”. Los fluidos íntimos al servicio de unos personajes y sus elucubraciones vitales, casi nada. Un divertimento que, pese al desparrame argumental de su trama final, se deja leer más allá de la página 10 (ya conocéis los rigores del arte onanista); intentad llegar hasta la 69, a lo mejor le cogéis el gustillo y os animáis con los demás trabajos de su ilustrísima señoría, Beto Hernández.