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sábado, marzo 18, 2017

Aquellos fondos de Disney...

Acabamos de comenzar la serie documental dedicada a Walt Disney de Sarah Colt. La miniserie, de más de cuatro horas y media de duración (que puede verse en emisiones de dos o cuatro capítulos), presume de ser el acercamiento más minucioso a la figura del gran tótem de la animación universal. En principio, nos gusta que el metraje, además de ser un registro biográfico concienzudo de la genialidad del creador, no eluda las sombras que se proyectaban detrás de la figura mítica de Walt Disney: su ego y ambición desmedidos, sus ademanes tiránicos y su incapacidad para prever las crisis personales a su alrededor. Pero ya habrá tiempo para hablar mal de Disney (¡ese deporte postmoderno!) en alguna otra ocasión.
Viendo estas imágenes sobre su vida, sin embargo, nos hemos acordado de otro documento audiovisiual, mucho más humilde, con el que nos topamos hace un tiempo. Se trata de un vídeo corto, de poco más de siete minutos, en el que se explica con detalle la técnica que en los Estudios Disney empleaban para elaborar los fondos de sus películas. El vídeo, que se rodó el 13 de febrero de 1957, detalla el funcionamiento de la cámara de planos múltiples (multiplane cámara), que permitía dotar de movimiento y tridimensionalidad a imágenes de fondo bidimensionales superpuestas.
Cuando veíamo las películas de Disney de pequeños, nos quedábamos hipnotizados con esos cuadros estáticos estilizados y abigarrados que servían de escenario a las aventuras de sus célebres personajes. La irrealidad de los fondos de pantalla, filtrada a veces por una idealización romántica, otras por un tamiz casi expresionista, nos transportaba siempre a un espacio de ensueño fantasioso en el que resultaba fácil perderse y en el que, como niños, creíamos sentírnos seguros. 
Por eso, este breve documento nos parece tan maravilloso, porque al mismo tiempo que nos revela el truco de la ficción, nos invita a volver a ella una y otra vez para disfrutar de su rudimentaria, pero encantadora, maravilla técnica.

viernes, enero 27, 2017

El cuento de la princesa Kaguya, de Isao Takahata. Los ciclos de la vida

La penúltima joya del Estudio Ghibli, estrenada en la era post-Miyazaki, se titula El cuento de la princesa Kaguya y a simple vista se parece en poco a las producciones que han situado en un puesto de privilegio en la historia del cine al estudio japonés. Comparte con aquellas, no obstante, un preciosismo visual hipnótico y la misma magia que convertió a Miyazaki en un genio de la animación. Así lo reconoció también Hollywood que nominó la cinta de Isao Takahata (que es en realidad la otra mitad de Ghibli, como bien nos ha informado algún amigo de este blog) entre las candidatas a la mejor película de animación de este año.
Una mañana de primaver, un leñador de bambú se encuentra un brote temprano del que nace una pequeña princesa, una niña diminuta que pronto se convertirá en un bebé rubicundo. Cuando la lleva a su casa, su mujer la recibe como la hija que nunca tuvieron. La vida de los dos ancianos campesinos adquiere entonces un nuevo sentido y se llena de una felicidad desconocida. 
El cuento de la princesa Kaguya es una fábula mágica que conecta la fantasía con las cosas sencillas de la existencia, un canto a la naturaleza, al paso de las estaciones y a la tradición. A partir de la historia de esa princesa que nació de un brote de bambú y que crece, aprende y se desarrolla fuera de los plazos humanos, esta película ofrece una reflexión simbólica acerca del ciclo de la vida muy acorde con la sensibilidad y la espiritualidad japonesas.
Como sucedía en casi todo el cine de Hayao MiyazakiEl cuento de la princesa Kaguya recoge la conexión directa entre naturaleza y espiritualidad (no lo llamemos religión) que fundamenta el taoísmo, el sintoísmo y el budismo en su derivación zen japonesa. Según la cultura nipona, nos debemos a la tierra, a los árboles y a los animales, porque animales somos y a la tierra regresaremos. Los espíritus de nuestros antepasados nos protegen en nuestro periplo por la tierra de los vivos. Otros espíritus y fantasmas (el panteón infinito de yôkais) nos admonizan, guían y ayudan a temer aquello que no nos conviene. Como en las viejas religiones animistas, en Japón todavía la naturaleza es algo sagrado. Se cree en su magia y en su cualidad generadora de vida, en su papel fundamental en el bucle de la vida que culmina con la muerte y la reencarnación. 
Para narrar una historia sencilla, de espíritu lírico y puro, como ésta, no deberían hacer falta demasiados artificios visuales. Así lo ha entendido Takahata, que prescinde del brillante acabado digital contemporáneo o de la exhuberancia gráfica habitual de Ghibli, para apostar por la falsa simplicidad de un dibujo que parece trazado con carboncillo y tenues colores acuarelados. Un cine que remite a las animaciones del pasado, al trabajo mucho más artesano de maestros como Raymond Briggs o Aleksandr Petrov. El resultado es de una sencillez y una belleza abrumadoras: la plasticidad de los árboles en flor, la hierba mecida por el viento, los mantos de flores que visten la primavera y la vida animal en todas sus manifestaciones, tan estrechamente unida a la muerte, surgen con naturalidad.y nos recuerdan (esa es la intención) a las viejas ilustraciones japonesas, con montes nevados y sus cerezos en flor; tan minimalistas y evocadoras, también. La pureza de línea se combina en algunas secuencias con un trazo expresionista que busca transmitir sensaciones agitadas y emociones más turbulentas que las que predominan en la cinta: como en esa escena en la que Kaguya escapa de su presente cortesano y corre como espíritu que se difumina hasta llegar a los bosques soñados de su pasado.
Pero además de hablarnos en clave simbólica del paso del tiempo y de los ciclos vitales, esta cinta es un alegato a favor de la vida rural, un homenaje a los viejos oficios tradicionales (leñador, alfarero, tejedor, carpintero...) y un "menosprecio de corte". Sencillez frente a sofisticación, la libertad de vivir con los ritmos del día frente a las rigidas estructuras convencionales de la vida en palacio. Lo cual no quita para que los episodios que muestran la estancia de la princesa Kaguya en el palacio sean de nuevo un goce visual, un despliegue costumbrista de arquitecturas, mobiliario, coloridos kimonos y vívidos paisaje urbanos de una ciudad japonesa imperial.
Lloramos en su día la retirada del maestro Hayao Miyazaki (que al parecer no fue tal), junto a él, se retiró también su amigo Isao Takahata. Sólo nos resta esperar que el legado de Ghibli continúe en manos de directores tan sensibles y dotados como ellos,  quizá así podremos volver a admitir que las penas con gran cine pesan menos.

jueves, julio 21, 2016

Lumière, Christophe, Renoir, Langlois y Rohmer

Ha caído en nuestras manos una copia de Louis Lumière, el documental que Éric Rohmer grabó en 1968 con la conversación a tres bandas que él mismo mantuvo con Jean Renoir y el actor Henri Langlois sobre el trabajo pionero de los Louis Lumière.
Como se podía esperar de tipos tan brillantes y elocuentes, durante la hora larga de metraje, hablan de muchos temas más allá de Lumière o del nacimiento del cine. A lo largo de la conversación se adivinan dos formas de entender la cinematografía: por un lado, la visión intelectual y cultivada de Renoir y Langlois, en la que tiene mucho peso la mirada clásica academicista, el peso de la historia y la reivindicación de Lumière como cineasta, mas que como inventor. Frente a éstos, aunque sin llegar a mostrar en ningún momento discrepancias radicales con ellos, surge la visión más moderna y crítica con el pasado de Éric Rohmer. Durante toda la grabación, oímos la voz del director en off detrás de la cámara, pero nunca llegamos a ver su rostro a lo largo del filme.
Hemos traído Louis Lumière a colación, no obstante, por un breve diálogo que tiene lugar en su primera parte. Un intercambio de opiniones que de algún modo sintetiza esas dos visiones del cine que venimos comentando y que además nos ofrece una excusa perfecta (si es que hace falta alguna) para encajar unas reflexiones cinematográficas en un blog que, como éste, se presume comiquero... El documental (que insertamos más abajo con subtítulos en español) es toda una lección de estética y pensamiento. Una clase magistral de historia del cine. 
Conversan Rohmer y Renoir acerca de L'arroseur arrosé (El regador regado), la pieza breve de los Lumière de 1895:

Eric Rohmer: ...en estas películas [de Louis Lumière] no hay constancia de lo que solemos llamar lenguaje cinematográfico. 

Jean Renoir: Claro que no, pero ¿no es el lenguaje cinematográfico en realidad una convención que nos ayuda a explicar nuestros deseos y nuestros sueños? 

E.R.: Sí, pero es que no existía una selección de planos, primeros planos, planos generales. Se grababa todo desde la misma perspectiva.

J.R.: ¿Cómo podemos estar seguros de eso?

E.R.: No estoy de acuerdo.

J.R.: ¿Cómo podemos estar seguros? Que el operador colocara su cámara sin una guía de planos en busca de una visión honesta de la realidad, no significa que su elección final no vaya a reflejar su talento, aunque sea de forma inconsciente. Me parece muy importante señalar que muchas de las obras maestras de la historia del arte se crearon sin llegar a anticipar su grandeza. Es más, hoy cuando tú o yo hacemos una película, si tenemos éxito, si la película es aceptable, lo será a pesar de nosotros.

E.R.: Voy a hacer de abogado del diablo. Cuando era pequeño, leí
Le Sapeur Camember de Christophe, y al final del libro había una historieta titulada El regador regado. No sé si la historieta fue anterior o posterior a la película de Lumière, pero tampoco importa demasiado. Este cómic está dividido en viñetas, como una película moderna, y de algún modo está organizado en planos. Sin embargo, podemos criticar la película de Louis Lumière, El regador regado (las dos versiones que existen de ella), precisamente porque no utiliza diferentes tipos de plano.

J.R.: Es cierto, pero a mí tampoco me molesta. La ausencia de diferentes planos no me molesta en absoluto. No responde más que a la adaptación del artista a los hechos, a las circunstancias. El Regador regado de Lumiere se filmó en un plano único porque entonces no era práctico volver a cargar la película para cambiar el tipo de plano, porque a nadie se le ocurrió interrumpir la grabación y decir "vamos a grabar otra vez y a continuar la historia desde este mismo punto". Para un cómic, sin embargo, era mucho más sencillo, porque todo lo que se necesitaba para llevarlo a cabo era un lápiz y una hoja de papel.

E.R.: Bueno, pero yo creo que...

J.R.: En este caso, creo que me quedaría con la versión de Lumière, porque como la técnica era más compleja y dificultosa, estaba obligado a un mayor esfuerzo para que todo funcionara bien. No tenía tanta libertad. La libertad en el mundo del arte es muy peligrosa.

E.R.: Sí, pero la historia del cine empezó a avanzar en el momento en el que se descubrió que un primer plano era más expresivo que un plano general, o al menos algo diferente, y se decidió que el arte cinematográfico se basaba en realidad en la secuenciación de planos.

J.R.: El mundo avanza, desde luego, y vamos evolucionando. Llevamos quince minutos charlando amigablemente y ninguno de nosotros es la misma persona que hace un momento. Hemos aprendido muchas cosas el uno del otro, nos conocemos mejor. En este rato, la Tierra ha girado y el mundo ha progresado. Y sucede así con todas las cosas. Hoy en día es imposible rodar una película con la misma tecnología que Lumière. Siento repetirme a mí mismo, pero Louis Lumière recurría a la tecnología que existía en la época de los coches de caballo y cuando las mujeres vestían con faldas largas y corsés.

E.R.: Veo que Henri Langlois no está de acuerdo con lo que le he dicho a Jean Renoir, mi afirmación de que a Louis Lumiere no le interesaba la composición.

Henri Langlois: Creo que es una ilusión, simplemente. Una ilusión basada en el hecho de que actualmente las películas tienen 1.500 metros de extensión, o 100 metros, o 250 metros, y podemos unirl una con otra. Cuando apareció el cine, el problema era que sólo disponían de películas de una cierta extensión y los autores tenían que hacer algo ciñéndose a un número reducido de metros de película. Cuando se estudian las películas de Lumière con atención, parecen muy espontáneas. Se colocaba la cámara en la calle y veíamos lo que sucedía delante del objetivo; y si la película grababa algo emocionante o destacado, se achacaba a la suerte. Sin embargo, resulta muy obvio en algunas de las secuencias de Lumière que no era sólo una cuestión de azar.

miércoles, marzo 23, 2016

Superhéroes cinematográficos y televisivos. Gotham y Daredevil, dos caminos

Cada nueva adaptación cinematográfica superheroica que vemos nos deja la sensación de un regreso al pasado, como si Disney y la Warner ("herederos" del fondo de catálogo marvelita y de DC) estuvieran dispuestos a repetir la carrera de multiversos y ramificaciones seriales inabarcables en las que cayeron los cómics de superhéroes en los años 80. Cada nuevo capítulo cinematográfico de X-Men o Los Vengadores (juntos o con sus miembros por separado) parece perder de vista el rastro de los episodios anteriores. Hollywood juega con ventaja: se ha reenganchado a las sagas desde el espíritu Ultimate. Pero Vengadores: La era de Ultron (2015) no parece otra cosa que un capítulo aislado de otros muchos por venir; nos cuenta los orígenes de la Bruja Escarlata y Visión, verdad, pero, si dejamos a un lado sus hallazgos visuales (como la plasmación efectiva de las splash-pages en pantalla), no tiene más trascendencia argumental que la de un buen comic-book autoconclusivo. Punto. Cuando llevemos 10 ó 12 entregas de los diferentes supergrupos, ¿seremos capaces de diferenciar una de otra? Difícilmente. Como señalaba Jordi Costa en la crítica de la última entrega de Los Vengadores, el espectador va a los cines a comprobar la fidelidad de la adaptación, a dejarse llevar por el espectáculo visual del efecto digital y el nacimiento de los personajes en pantalla.
En este punto del debate, falta por saber cuándo aparecerán las particulares versiones cinematográficas de The Watchmen y El regreso del señor de la noche. No nos referimos a sus correspondientes adaptaciones fílmicas, que ya existen, sino al concepto de "obra trascendente de referencia" al punto de inflexión crepuscular que habrá de cambiar el lenguaje y marcar un nuevo paradigma en las adaptaciones cinematográficas del género o, mejor aún, que hará evolucionar el género desmarcándolo de su parasitismo respecto al cómic. ¿Habrá algún día un cine de superhéroes que no nazca de una versión previa en papel? ¿Se impondrá el género a sus orígenes, como sucedió con el western respecto a su nacimiento novelado? A ese punto de madurez llegó el cómic hace varias décadas. Desde que Alan Moore y Frank Miller decidieron cambiar las reglas del juego (Dennis O'Neil y Neal Adams mediante), a los superhéroes les sienta fenomenal la penumbra y la mugre.
Hasta que ese día llegue, duele ver que el Hollywood edulcorado de la última década haya sacado a la luz tanto subproducto con el sello Marvel y DC, dejando escurrir entre los fotogramas la oportunidad única que el artificio digital le había puesto en la mano de presentar en pantalla grande a los héroes adultos que ya nos habían atraído a los lectores hacia el lado oscuro en las páginas de los tebeos. Afortunadamente, los señores Christopher Nolan y Christian Bale habían puesto freno en los últimos tiempos a tanto dislate de Daredevil estreñido o Fantastic 4 de chirigota.  No obstante, por su formato y su posibilidad de crear obras extendidas en el tiempo, quizás el futuro de los mejores superhéroes en pantalla esté asociado a las series televisivas: la televisión ofrece la oportunidad de crear ciclos y sagas cerradas, en vez de capítulos episódicos más o menos autoconclusivos, sin una capacidad real de conformar una continuidad constructiva en la mente del espectador (como si hicieron algunos de los grandes cómics de los 90).
Era el paso que faltaba dentro de la fiebre serial que ahora todo lo inunda (quince años después de la casi desapercibida, en su momento, epifanía de The Sopranos, The Wire y Mad Men). Cosas como Heroes y Misfits, no nos engañemos, sólo habían sido aproximaciones divertidas, tanteos de audiencia con dosis medidas de superpoder.
La crecida de capas y mallas que ya había anegado los cines, llega ahora a la televisión, pero parece que el caudal se está controlando con más tino en este caso. GothamDaredevil cuentan ya dos temporadas en pantalla (aunque su continuidad parece garantizada), pero son una buena piedra de toque para analizar qué rumbos parece enfilar el tema superheroico. En este caso, totalmente divergentes, ya que mientras Gotham apuesta por la revisión cartoon de Batman que emprendieron en su día los Bruce Tim, Darwyn Cooke, Mike Oeming o Tim Sale (aquí tenemos Héroes, de nuevo); Daredevil se ha lanzado de cabeza hacia el Daredevil sombrío de los Frank Miller, David Mazzucchelli y Bill Sienkiewicz
Ambas series están cuidadas al detalle en su producción, la puesta en escena y la introducción de indicios con vista a una evolución futura del mito. En ese sentido, es loable la presentación (a modo de anticipación o prolepsis) de la galería de supervillanos que en Gotham van naciendo desde la perspectiva de ese niño Bruce Wayne que habrá de ser, pero que todavía no es. Mención especial para Robin Taylor, el actor que ha creado un Penguin histriónico, divertido y escalofriante a un tiempo, que tiene ya trazas de convertirse en un personaje de referencia. Hay en Gotham bastante de los Batman de Jeph Loeb (guionista y productor de Lost y Héroes; nada es del todo casual) y Tim Sale. Como en The Long Halloween y Dark Victory, en Gotham recuperamos atmósferas oscuras, una ciudad sucia y sórdida y unos personajes llenos de dudas (herencia necesaria de Miller); pero casi en ningún momento abandonamos el territorio de la irrealidad ficcional y la caricatura: el de la ficción subrayada por el efectismo visual y la escenificación.
Daredevil busca otra cosa: intenta recuperar el psicologismo tenebrista y torturado de Moore, Miller, Sienkiewicz y Mazzucchelli; e intenta anclarlo a una realidad en la que el componente mágico o fantasioso se circunscriba a la espiritualidad asiática, la mística ancestral y una evolución tecnológica moderada. El Daredevil de Netflix y su Hell's Kitchen podría estar en algún suburbio hongkonés o de Brooklyn, la Gotham de Fox es escenario fílmico manierista.
Arranca Daredevil con la impronta clara de Born Again y Love and War (de nuevo Miller, Mazzucchelli y Sienkiewicz entre manos). Charlie Cox hace un correcto Matt Murdock, aunque desprende un encanto risueño y una bonhomía excesivos para uno de los héroes más oscuros y castigados de Marvel. Sin embargo, el Kingpin (Wilson Fisk) de Vincent D'Onofrio es una joya de la recreación actoral: proyecta violencia e inseguridad a partes iguales, el actor ha conseguido crear un personaje con una presencia imponente, cargado de sensibilidad y agresividad: un Kingpin de verdad.
Habrá que esperar hasta ver dónde gira la ruleta del dinero y el espíritu empresarial, para ver si este atisbo de sensatez narrativa que observamos en algunas adaptaciones televisivas tiene continuidad, o si sólo es una chispa encendida por las fuentes comicográficas que las alumbraron. Otras series, como Flash, nos despiertan serias dudas al respecto. Sobre Jessica Jones, preferimos esperar a una segunda temporada para consolidar juicios y despejar sombras. Habrá que esperar también para comprobar si, finalmente, cine y televisión consiguen zafarse de sus deudas adaptativas y consolidan un imaginario propio dentro de las posibilidades que siempre ofrece un nuevo lenguaje. Muchas dudas e interrogantes, ¡que alguien llame al Profesor Charles Xavier!

miércoles, febrero 03, 2016

El lienzo, de Jean-François Laguionie. Óleos animados

Se abre el telón: la pantalla del cine encuadra el marco de un lienzo. Es un paisaje de reminiscencias románticas: entre las ramas de un bosque frondoso y oscuro, se adivina un majestuoso castillo esmeralda sobre un risco; sus ocupantes se congregan animados en una de sus terrazas, mientras, a sus pies, un río rojizo discurre entre el jardín del palacio y la grisácea pared rocosa que llena la esquina superior derecha del cuadro.
La cámara entra lentamente en el lienzo y en un zoom lateral nos presenta a Lola, nuestra guía y narradora, la joven que nos introduce en el pequeño gran universo del cuadro que habita: un mundo de elegantes personajes pintados, de otros a medio acabar y de pobres esbozos, convertidos en parias pictóricos. La ficción arranca con esta jerarquía abusiva tan cercana a la realidad. Los Pintados habitan en el castillo y, desde su atalaya de lujo y perfección, miran com desprecio a los Amedias que habitan en el jardín y persiguen con saña a los Bocetos hasta empujarlos hacia el bosque tenebroso. 
El lienzo (2011) es una película de animación dirigida por Jean-François Laguionie, una cinta que parece un cuadro fauve o, mejor aún, uno de esos lienzos maravillosos de Franz Marc llenos de gatos amarillos y caballos azules. Sus personajes corren entre bosques morados de flores amarillas, árboles azul marengo y ríos de color vino; en sus rostros verdes y naranjas creemos adivinar las figuras estilizadas y festivas de un genio del dibujo como Lorenzo Mattotti. Es cierto, durante buena parte del metraje de El Lienzo nos acordamos del italiano y de su magisterio en el uso del color, de sus lápices serpenteantes y de su pintura pastel. A esto de aquí abajo nos referimos:
Es cierto que la película de Laguionie es en ocasiones irregular y que no consigue mantener el ritmo frenético de sus primeros minutos a lo largo de todo su metraje, pero también lo es que ni en sus momentos más digresivos deja de fascinar visualmente, con su despliegue cromático y sus guiños constantes a la historia del arte; y a la figura del pintor-mago creador de vida. El lienzo es un gran espectáculo visual. Pura magia animada.
También es un prodigio técnico en el que tiene cabida incluso la combinación de imágenes reales con las animadas. En la trama de El lienzo, los personajes buscan a su creador, reivindican su derecho a estar vivos, a existir aunque sólo sea como personajes de ficción, como pinturas acabadas. Es un tema repetido una y mil veces en la narrativa del S.XX, el de unos personajes "pirandellianos" en busca de autor. En su persecución existencial, los protagonistas nos descubren paisajes fascinantes y preciosas geografías pictóricas, como esa Venecia en perpetuo carnaval que los personajes recorren en un bucle danzarín. Al mismo tiempo, la obra de Laguionie es una excusa para reflexionar sobre el acto pictórico y para que los personajes conversen entre ellos acerca de su sobreentendida naturaleza ficcional. El ejercicio metanarrativo facilita constantes juegos visuales y la creación de espacios paradójicos y atractivos recorridos circulares, semejantes a aquellos que inventara el gran Escher.  
Quizás no pueda presumir de la rutilante sofisticación de esa nueva animación digital que representan Disney y su juguete Pixar, pero, sin duda, en las imágenes de El lienzo hay verdadera magia y mucho mucho arte. 

miércoles, octubre 28, 2015

Maestros del anime: Miyazaki, sensibilidad y magia (en ABC Color)

Acabamos de publicar en el suplemento cultural de ABC Color un texto largo dedicado a Hayao Miyazaki y su obra. En él, analizamos algunos de los temas y motivos más recurrentes de sus películas y, de alguna manera, intentamos rendir homenaje a un maestro que se jubila después de firmar algunas de las cintas de animación más maravillosas de la historia del cine. El Suplemento completa nuestra aportación con un estupendo texto de Julián Sorel titulado "Sin miedo a volar".
Les dejamos aquí las páginas impresas del artículo, "Hayao Miyazaki, magia y sensibilidad", y el texto correspondiente.
Caja mágica
Una de las peores noticias de los últimos años, en términos puramente artísticos, fue el anuncio de la jubilación de Hayao Miyazaki en 2013. La llegada del director japonés a las pantallas occidentales en 1997, con el estreno mundial de La Princesa Mononoke, se vivió como un acontecimiento que los espectadores disfrutamos entre la sorpresa entusiasta y la fascinación ante lo desconocido. ¿Se podía hacer eso con dibujos animados? Casi inmediatamente, los grandes festivales y eventos cinematográficos empezaron a hacerse eco de ese nuevo cine de animación japonés que se acercaba a la fantasía con una sensibilidad hasta entonces desconocida. El Studio Ghibli, que el director fundó junto a su amigo Isao Takahata en 1985, se convirtió en una caja mágica de la que regularmente salía una joya de anime destinada a hacer historia y a hipnotizar a su cada vez más ingente legión de admiradores en el mundo entero.
Además de por su perfección y pericia técnica, las películas del mago Miyazaki brillan por dos rasgos esenciales: una imaginación desbordante que le permite crear asombrosos mundos de ficción y un gusto por el detalle que garantiza la verosimilitud de dichos universos, no importa cuán fantasiosos lleguen a parecer.
El detalle, el proceso o el gesto son componentes básicos de las cintas del director japonés. Sus personajes no se comportan como simples entes animados, sino que responden a pálpitos humanos. La niña ensoñada que se aburre mientras reposta el hidroavión de Porco Rosso, sopla a la mosca que se posa sobre el ala, ésta resbala hacia abajo antes de reemprender el vuelo; el pequeño incidente (anecdótico, trivial y, por eso mismo, absolutamente realista) saca a la muchacha de su ensoñación.
En la emocionante Mi vecino Totoro (1988), la niña Mei, en su desesperación ante los negros presagios comunicados por un telegrama, se aferra a una mazorca de maíz, convertida en símbolo de su afecto y de sus esperanzas. Abrazada a la panocha, corre, llora y se pierde en los mundos tenebrosos de sus miedos recién descubiertos. El espectador asiste conmovido a ese gesto de humanidad, a su desamparo. Vida animada.
Proceso y detalle
A Hayao Miyazaki siempre le ha gustado recrearse en los procesos artesanos e industriales o, tan sólo, en las faenas domésticas. Las construcciones, máquinas e ingenios de sus películas (sean éstos castillos andantes, fábricas metalúrgicas, hidroaviones, bicis voladoras o fortalezas defensivas) funcionan porque encierran un diseño y una elaboración artesanal o mecánica minuciosa. Han sido creados por alguien. Sus películas no se conforman con el resultado, nos muestran el proceso: en Nausicaä del Valle del Viento (1984) descubrimos a los habitantes del valle reparando sus molinos de viento, o revisando sus plantaciones en busca de hongos tóxicos; contemplamos a las mujeres milanesas diseñando, construyendo y montando las piezas del avión que pilotará el personaje principal de Porco Rosso (1992); al igual que son mujeres quienes trabajan en la gigantesca forja de la Ciudad de Hierro en La Princesa Mononoke; en Mi vecino Totoro, asistimos a la limpieza y restauración exhaustiva de la casa de campo que va a ocupar la familia protagonista y en Nicky, la aprendiz de bruja (1989), el pan y las empanadas de arenque se cocinan en hornos de leña cuyas ascuas vemos preparar antes de la cocción. Y, como colofón, en su última película, El viento se levanta (2013), Miyazaki ofrece un recorrido diacrónico por la historia de la ingeniería aeronáutica japonesa con un lujo de detalles mecánicos y una precisión tecnológica que apabullan al espectador.
El gusto por el detalle ayuda a dotar de verosimilitud a las construcciones ficcionales del maestro japonés: sus texturas presentan una proximidad casi física. El agua de las cintas de Miyazaki se puede beber, es fresca y apetecible, fluye cristalina por los arroyos de Mi vecino Totoro o se agita amenazante y tempestuosa en El viaje de Chihiro (2001). La madera cruje o crepita en El Castillo Ambulante (2004) en cada vaivén de la ciclópea construcción; el metal rechina con cada martillazo en las forjas de La Princesa Mononoke y con cada vuelta de tuerca de los mecánicos que construyen los aviones en El viento se levanta; el polvo revolotea y adquiere vida a base de escobazos en Mi vecino Totoro, como lo hace la harina en la tahona de Nicky, la aprendiz de bruja.
Vida animada
El realismo del detalle al servicio del relato. Miyazaki construye sus ficciones desde un entramado de realidad en el que la ficción comienza siempre a partir de una chispa que termina incinerando la historia. Una suerte de realismo mágico nipón. Todos reconocemos el mundo (en ocasiones gracias a referencias literarias o a la cuentística popular) que habitan los personajes de Miyazaki: sus ciudades, sus escenas campestres, sus parajes naturales. Sin embargo, la imaginación del creador enriquece esos escenarios realistas a base de fantasía: mediante la recurrencia a criaturas y a fenómenos mágicos que se integran con absoluta normalidad dentro de ese plano de realidad. Son en muchos casos elementos deudores de la espiritualidad japonesa: el animismo sintoísta que dota de vida a la multitud de dioses y espíritus que habitan los universos humanos y divinos. Sólo el espectador vive instalado en la sorpresa. En los mundos de la factoría Ghibli, las personas, los animales y los seres mágicos conviven con absoluta naturalidad, como si habitaran en un melting pot de ensueño.
Esta cohabitación de mundos, nunca enfrentados, unida a la sensibilidad exquisita de Miyazaki, facilita la creación de momentos bellísimos: como esa estela de hidroaviones caídos en combate que asciende hacia el cielo en Porco Rosso; la secuencia de la Princesa Nausicäa hechizada por la lluvia de esporas tóxicas en la Jungla Tóxica; o las escenas del Espíritu del Bosque sanando a Ashitaka en el corazón de la espesura en La Princesa Mononoke. Detrás de la fantasía y la magia, las cintas del artista japonés encierran una carga simbólica, no siempre trasparente, que resguarda valores positivos como la amistad o el amor filial, junto a códigos entroncados con el imaginario espiritual nipón: la memoria de los antepasados y el culto a los espíritus, el respeto a la naturaleza (el agua y el viento son omnipresentes en sus películas) y a las criaturas animales frente a la industrialización urbanita, la búsqueda interior y el ensueño como factores de superación, etc.
Donde se cocinan los sueños
Pero si hay un tema que sobrevuela la filmografía de Miyazaki, ese es el de la infancia como espacio de fantasía, como refugio secreto en el que se cocinan los sueños. Ese es el tema vertebral de cintas como El viaje de Chihiro, pero se repite de forma más o menos directa en casi todas sus películas. La infancia es el refugio que nos salva de los errores de la edad y de la monotonía existencial que encuentra su caldo de cultivo en las grandes ciudades y en las ocupaciones rutinarias que realizan los adultos. Por eso, la infancia se asocia normalmente a contextos rurales y al mundo de la naturaleza, unos escenarios que se cargan de valores positivos y se refuerzan con el peso del folklore y de los oficios tradicionales. En estos espacios, Miyazaki crea a su vez otros refugios habitacionales (el refugio dentro del refugio) en los que sus personajes se protegen de las amenazas exteriores, lugares que nos remiten a nuestros propios espacios de cobijo ante el miedo: en ese sentido funcionan la casa en el bosque de la pintora amiga de Nicky o la acogedora habitación abuhardillada de la panadería en Nicky, la aprendiz de bruja; o el montón de heno dentro del vagón en el que ésta se refugia a dormir durante una tormenta, en la misma película. Los encontramos en todas sus películas, como encontramos en casi todas ellas a personajes positivos y espirituales que se imponen a la mezquindad y bajezas humanas, para salvar al mundo del destino que parecen escribir sus propios habitantes.
Aunque cualquier excusa es buena para repasar su filmografía, ahora que sabemos que no va a volver a hacer más películas (no está aún claro si el Studio Ghibli seguirá los pasos de su fundador), el cine de Hayao Miyazaki se antoja más necesario que nunca: sus historias, cargadas de valores positivos, tienen la extraña cualidad de hacernos sentir mejor con nosotros mismos, las imágenes de sus películas encierran una calidez analgésica y sus construcciones fantásticas son un refugio excelente para esquivar, durante casi dos horas, los peligros de la edad. Ya le echamos de menos.

miércoles, julio 29, 2015

The Mindscape of Alan Moore. El pensamiento mágico

De Alan Moore hablamos en aquel añorado suplemento cultural del Tribuna de Salamanca llamado Culturas, antes incluso de que naciera este blog; luego, recuperamos el artículo en un post. En aquella ocasión le dedicamos un texto largo al guionista de Northampton, ofreciendo una visión retrospectiva de sus principales trabajos y de su influencia sobre el cómic contemporáneo.
Teníamos pendiente desde hace varios años el visionado de The Mindscape of Alan Moore, el documental de 2003 sobre su vida, obra y pensamiento, protagonizado por él mismo. Dez Vylenz y Moritz Winkler dirigen una pieza en la que el propio Alan Moore reflexiona en voz alta con tono grave y su fuerte acento norteño sobre sus orígenes, los diferentes momentos y estados vitales en los que concibió sus principales obras y, sobre todo, sobre su filosofía y metafísica. El inglés elegante de Moore se extiende en un discurso verborreico y solemne cargado de escepticismo y descreimiento, pero lleno también de anécdotas jugosas, miradas inteligentes sobre la realidad histórico-política contemporánea y teorías sobre el arte y la religión, que se mueven entre la perspicacia, el secretismo del místico converso y la cábala (cuando no cháchara) parapsicológica. Detrás de cada historia y alegoría, de cada reflexión, encontramos el universo de Alan Moore, absolutamente indisociable de su personalidad brillante, lunática y misteriosa. Y mientras enhebra sus palabras con un ritmo pausado y seguro, el guionista superdotado mira a la cámara con sus ojos trasparentes y profundos, como adivinando la perplejidad de su audiencia, mientras sus manos dirigen una orquesta invisible y sus dedos finísimos ensortijados con escamas de dragón de plata marcan el ritmo con gestos rituales delante de la cámara.
El documental desgrana los pensamientos de Moore a partir de diferentes cartas del tarot, que funcionan como títulos de las diferentes secciones del documental. Imágenes, pequeños fragmentos de vídeo y grabaciones de paisajes ilustran o subrayan el discurso de Moore, que como una letanía avanza desde su breve vida académica, hasta sus primeros pálpitos artísticos y su entrada en el mundo del cómic, para disolverse poco a poco en reflexiones espirituales y teorías metafísicas sobre el arte y la existencia.
Cuando está hablando de V de Vendetta o de The Watchmen, se muestran escenas representadas de episodios de las obras; el Hollywood grandilocuente y digital aún no había llegado a su obra, son escenas recreadas con medios humildes, pero con convicción y cierta pausa contemplativa: nos creemos a V y Rorschach mientras recitan, con la profundidad dramática que también inspira Moore en sus parlamentos, algunas de sus líneas más célebres. Pero cuando el cómic o la labor artística de Moore va perdiendo protagonismo para ceder importancia a su pensamiento, también las imágenes del documental se deforman hacia asociaciones abstractas, representaciones simbólicas y dibujos psicodélicos. En ese momento, la película se convierte en manifiesto espiritual, en la doctrina metafísica de un creador más interesado en la construcción ontológica de su propio universo que en las obras que concibió.
No es The Mindscape of Alan Moore un documental memorable (nada que ver con aquel Crumb, que parecía complemento o un capítulo más de la obra del genio underground); para ello, debería haber abundado en el contexto, haberse impregnado más de los cómics en sí, del papel de Moore en la industria y de la trascendencia de su trabajo más allá de la imagen que el propio personaje proyecta. El documental de Vylenz y Winkler es disperso y pierde pronto el foco de atención. Carece de perspectiva y de estructura, más allá del discurso sinuoso e hipnótico de su protagonista. Sin embargo, el documental funciona como testimonio fascinante del proceso creativo y de la visión, siempre disidente y seductora, de un creador que después de adquirir un halo mítico ha conseguido trascender el medio en el que se gestó su leyenda, para convertirse él mismo en personaje de una historia no escrita: la que protagonizan el Alan Moore antisistema, el paranoico, el chamán o el niño perpetuo que embelesa a sus interlocutores con palabras que suenan a hechizo verdadero, pero que en el fondo podrían no ser otra cosa que fuegos artificiales o los trucos de magia de un contador de historias:
There is some confusion as to what magic actually is. I think this can be cleared up. If you just look at the very earliest Magic in its earliest form is often referred to as "the art". I believe that this is completely literal, I believe that magic is art and that art, whether that'd be writing, music, sculpture or any other form is literally magic.
Art is, like magic, the science of manipulating symbols, words or images to achieve changes in consciousness. The very language of magic seems to be talking as much about writing or art as it is about supernatural events. A grimmoir for example, the book of spells is simply a fancy way of saying grammar. Indeed, to cast a spell is simply to spell, to manipulate words, to change people's consciousness. And I believe this is why an artist or writer is the closest thing in the contemporary world that you are likely to see to a shaman.

martes, octubre 07, 2014

Visiones fantásticas de Starewitch, Švankmajer y los Hermanos Quay. Monstruos animados.

Si son ustedes de esos que ululan ante las imágenes de Albert Gorey, que se frotan los ojos hasta el orzuelo con el cine de Tim Burton, Jean-Pierre Jeunet o Roger Corman, de esos que tienen a Poe, Lovecraft y Kafka en un altar hecho de huesecillos e hilos de colores, o que leyeron las viñetas de Jali, Tony Millionaire y Richard Sala y miraron después debajo de la cama..., si son ustedes de esos, olvídense de Richards Hamiltons, Le Cobusiers o veleidades victorianas, porque su gruta del tesoro particular está un poco más abajo, justo en La Casa Encendida madrileña; y las joyas que encierran su muros son más oscuras que el alma de un nigromante.
Tienen ustedes hasta el 11 de enero del 2015 para vivir y explorar el misterio que se esconde en los trabajos alucinados de Ladislas Starewitch, los Hermanos Quay y Jan Švankmajer. Atrévanse a emprender esta expedición de espeleología artistica entre películas animadas, autómatas y marionetas que parecen seguirle a uno con la mirada, y las escenografías fantasmagóricas de estos cuatro creadores tan soberbios como poco conocidos por el gran público.
Metamorfosis. Visiones fantásticas de Starewitch, Švankmajer y los Hermanos Quay es una oportunidad única de descubrir los mundos interiores y su proyección ilusionista de cuatro directores únicos. Cuatro realizadores que comparten su pasión por la ficción gótica, los universos deformantes del sueño y el espejismo de pesadilla, así como una capacidad poco común para dotar de vida a sus fantasías desasosegantes e hipnóticas. Alquimistas de la fábula negra, el cuento onírico y la artesanía orgánica.
En la exposición tuvimos la oportunidad de maravillarnos con las marionetas cuasi-vivas, los insectos animados y varios cortos y películas de Ladislas Starewitch, realizador, animador y entomólogo ruso de origen polaco, que consiguió crear un universo propio habitado por crueles y taimados animales sabios, por niños caprichosos y por elementos de la naturaleza que cobran vida ante los sorprendidos ojos del espectador.
La de los Hermanos Quay es una irrealidad lúgubre, polvorienta y angustiosa; un mundo de engranajes oxidados, cyberpunk postapocalíptico y paseantes siniestros que dejan a las pesadillas de Sandman y las charcuterías de Saw a la altura del verso floral. Asomarse a sus cajas de luz y revisar cintas como La calle de los cocodrilos son ejercicios de gozoso masoquismo.
Por último, la muestra dedicaba varias salas al checo Jan Švankmajer y a su producción multidisciplinar, que incluye esculturas, pinturas, grabados, cine y construcciones escenográficas realizadas a partir de materiales de desecho, rocas, ramas, animales disecados y piedras semipreciosas. Hablar de director de animación para referirse a Švankmajer es quedarse muy corto. En su obra rezuma la poesía trágica y la visión grotesca de la realidad. Sus esculturas mutantes y polimórficas, repletas de vísceras, muñones y calcificaciones, nos invitan a un viaje tenebroso entre las pesadillas deformadas de Bacon, las anamorfosis vegetales de Arcimboldo y el gore taxidérmico. Su cine, igualmente perturbador, se acerca al terror psicológico de Polanski y Kubrik, mientras sus construcciones escenográficas parecen recrear escenarios de pesadilla chatarrera. Angeles tenebrosos.
Estén seguros de que una vez que nos ha picado el insecto de la curiosidad morbosa y se nos ha contagiado el virus metamórfico, indagaremos en su trabajo y volveremos a hablar de estos cuatro artistas con mucho más detalle. Hasta que vuelvan ellos a esta casa, les invitamos a ustedes a que se pasen por su casona temporal y encendida.

lunes, febrero 06, 2012

Encuesta popular: ¿cuál es tu cómic "imposible" favorito?

A lo largo de la historia, el arte ha encontrado un motivo de distinción y diferencia en el cripticismo y en la codificación intrincada. La dificultad de la propuesta solía ir pareja a intenciones de clase y educación elevada. La complicación venía normalmente marcada por simbolismos alegóricos o metafísicos y densos academicismos.
Luego, con la llegada del componente subjetivo y la idea vanguardista de "el arte por el arte", lo inextricable se desplazó al campo de la expresión y a la mirada deformante (el ojo azaroso dadaísta, el ojo de la mente del surrealismo, el ojo poliédrico cubista o el lápiz modernista y oblicuo del modernismo anglosajón).
A partir de ese S.XX, cuando uno rebusca complejidades noveladas, se le vienen a la cabeza James Joyce y su Ulises (o su Finnegans Wake), Virginia Woolf (Las olas), William Faulkner (Mientras agonizo) o nuestros Luis Martín Santos (Tiempo de silencio) y Juan Benet (con su Volverás a región). Espesuras narrativas.
Cuando miramos hacia el cinematógrafo, de nuevo, la mirada se nos vuelve abstracta con los trabajos surrealistas de Buñuel (y Dalí) en Un perro andaluz. Luego llegó el experimentalismo extremo de la escuela norteamericana de los 50 (Maya Deren, Sidney Peterson, los hermanos Whitney) y el más digerible y cinematográfico rupturismo de la Nouvelle Vague (con propuestas tan densas, políticas y rupturistas como La China o Una mujer es una mujer de Godard). Vinieron después muchos otros cineastas impenetrables: la lírica densidad críptica de Tarkovsky (El espejo), la desarticulación narrativa de Atom Egoyam (Exótica), el alucinamiento surreal de David Lynch (Inland Empire), el simbolismo poético de Kiarostami (El sabor de las cerezas) o, más recientemente, el moroso espiritualismo de Weerasethakul (Uncle Boom recuerda sus vidas pasadas).
¿Tedio o desafío? ¿vanguardia o ínfulas elitistas? Esas son las eternas interrogantes. A nosotros, personalmente, cuando tenemos la cabeza despejada, nos apetece de vez en cuando probar con puzzles narrativos del tipo de los mencionados (aunque, lo reconocemos, en algunos casos, como el de Weerasethakul, a veces nos dejamos la salud y la paciencia en el intento). En el caso del cómic, siempre nos ha parecido densita (y absolutamente genial) la apuesta de Chris Ware por la renovación del medio; como lo es la hipnótica microsecuenciación art-brut de ese marciano punk que es Brian Chippendale (Maggots). Complejísimas y exigentes, tanto por lo que respecta a la propuesta gráfica como a su expresión narrativa, son algunas de las obras de Bill Sienkiewicz, con mención de honor para Stray Toasters, que es un auténtico galimatías enloquecedor de voces narrativas, puntos de vista desquiciantes y abstracción visual.
La duda, el reto, está planteada y se la lanzamos a ustedes, para que nos instruyan y aporten nuevos caminos en los comentarios de este post: ¿cuál es el cómic más críptico e impenetrable que han leído?

lunes, enero 16, 2012

Cinco centímetros por segundo, de Makoto Shinkai. El paso de la vida, la luz del tiempo.

Dicen que cinco centímetros por segundo es la velocidad a la que cae la flor del cerezo desde su rama.
Nos gustó tanto el cómic de Manuele Fior basado en ella, que decidimos dedicarle un rato a la cinta de Makoto Shinkai en la que, según habíamos leído, se había inspirado. Inspiración libre, pero con un espíritu común.
Cinco mil kilómetros por segundo y Cinco centímetros por segundo comparten una organización narrativa apoyada en cinco capítulos, en el caso del cómic, y en tres, en el de la película, que bien podrían funcionar como episodios independientes, como ejercicios autónomos de nostalgia narrativa y de desarraigo sentimental. Comparten también cierto aire contemplativo, que en el caso de la película de Shinkai se integra con naturalidad dentro del arte narrativo japonés, con su deleite taoísta por el paso del tiempo al ritmo de las estaciones y la observación de la naturaleza, mientras que en el cómic del italiano, estaba más relacionado con los contrastes de luz y color que diferencia a las culturas mediterráneas de las del norte de Europa. En tercer lugar, ambos relatos tienen en común una línea temática que tiene que ver con la separación, con la pérdida y con la elección de itinerarios vitales.
La estética visual de Cinco centímetros por segundo combina un diseño de personajes en esa línea del manga sentimental para chicas (shojo), que tanto nos recuerda a series como Candy Candy, con una recreación de paisajes soberbia, llena de detalles realistas y verosimilitud contextual. Una mezcla explosiva (por muy habitual que sea), que consigue, no obstante, esquivar parcialmente el territorio de la afectación o la cursilería (en la que, apesar de todo, cae la cinta en alguna que otra ocasión; sobre todo en las ensoñaciones espaciales del segundo episodio o en el infumable karaoke del tercero) gracias a un tratamiento de la luz realmente brillante y a un ritmo sosegado, casi hiperestésico. Debido a ello, el paso de las estaciones, la climatología y los escenarios naturales y urbanos, adquieren un papel protagonista en la película a la hora de trasmitir su carga lírica.
La historia de Takaki Tōno y Akari Shinohara, o la de Takaki Tōno y Kanae Sumita, nos remiten a unas vidas cualesquiera, y nos recuerdan las bifurcaciones innumerables que salpican la existencia del ser humano, las elecciones que conforman nuestro destino. Takai, Akari y Kanae se conocen en la adolescencia, ese periodo en el que cada tropezón duele como un derrumbamiento, se separan y se vuelven a encontrar cuando ya es demasiado tarde. La película de Makoto Shinkai se recrea en los momentos de la angustia previos a ese encuentro que se presume definitivo ("Extracto de flor de cerezo"), en los de inseguridad personal y ausencia de certezas ("Cosmonauta") y en la separación definitiva y ese tan triste "y cada uno siguió su camino" ("Cinco centímetros por segundo").
En fin, que no estamos seguros de que la cinta de Shinkai nos haya gustado tanto como la versión comiquera de Fior, pero una cosa sí es cierta, el cuerpo se nos ha quedado casi igual de nostálgico y pesaroso que con aquella. Un ejemplo de que no hay que dejar de ver algo de anime de vez en cuando; puede ser bueno hasta para el alma.