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viernes, diciembre 18, 2015

Chapuzas de amor, de Jaime Hernández. La gran novela chicana, en ABC Color

El fin de semana pasado publicamos en el suplemento cultural del ABC Color de Paraguay una reseña dedicada a Chapuzas de amor, de Jaime Hernandez; un trabajo perturbador y conmovedor a partes iguales. Una obra que se integra dentro de las grandes novelas río que estos dos hermanos están construyendo para la posteridad de la narrativa comicográfica. Chapuzas de amor es una novela gráfica de madurez, aglutinadora y completista; una historia que se disfruta sobremanera si conocemos los referentes que la justifican y el contexto narrativo en el que se integra; pero que también admite una lectura aislada, que será un hallazgo para el afortunado recién llegado. De todo ello hablamos en nuestro artículo "La gran novela chicana".
El artículo vino acompañado en el suplemento de un texto contextualizador sobre la obra de los Hernandez Bros, a cargo de Julián Sorel; y, de postre, una interesantísima reflexión sobre "La filosofía de la máscara" en la ficción, de mano de nuestra editora Montserrat Álvarez.
Aquí tienen las planillas de la edición, y nuestro texto extractado justo debajo.
Se menciona con frecuencia la dificultad de enfrentarse a una obra, la de Jaime y Beto Hernandez, en la que, como en la vida misma, todo está interrelacionado y es interdependiente. Durante su carrera como dibujantes de cómics, los dos hermanos han construido sendos cómics-río al estilo de otros grandes autores literarios que han hecho pivotar su narrativa alrededor de un espacio ficcional, eje rector de sus entregas novelescas: el Macondo de Gabriel García Márquez, el condado de Yoknapatawpha en la obra de Faulkner, la Comala mágica y trágica de Juan Rulfo o la ciudad de Santa María en algunos libros de Juan Carlos Onetti. Son, como las llama Luis Mateo Díez, las "geografías de la imaginación", espacios de ficción que funcionan como microcosmos de realidad.
Las historias de Beto Hernandez transcurren en diferentes momentos de la historia de Palomar, un pueblo de la frontera estadounidense-mexicana, como hay miles; Jaime Hernandez sitúa a sus "Locas" en el barrio californiano de Hoppers y luego dentro de un Los Ángeles reconstruido y reinventado. En esos dos escenarios, tan vívidos y llenos de humanidad, los hermanos Hernandez despliegan su muestrario de personajes y les hacen vivir a través del tiempo, en sendas epopeyas fronterizas que, dentro de su componente ficcional (enloquecido, a veces), transpiran verdad y algunas dosis de biografía propia. Realismo mágico.
Con estos datos en mente, enfrentarse a una obra como Chapuzas de amor (como lo fue hacerlo a Penny Century en su día), sin haber leído previamente los diferentes episodios de su serie Locas, puede parecer un ejercicio complejo por la falta de una narrativa contextualizadora; ya que los personajes de Chapuzas de amor, son los mismos que habitan en ese gran cómic-río que Jaime ha ido construyendo a lo largo de su vida artística. Es más, en este cómic, se nos descubren algunos secretos de las historias biográficas de Maggie, Hopey, Reno y compañía; se rellenan huecos de información que explican sus reacciones y comportamientos en diferentes episodios de la saga. Y, pese a todo ello, esta obra, no necesita contextos, ni referentes para emocionar. Como bien señala una de las críticas promocionales en la contraportada del libro:
No es necesario haber leído la historia de los hermanos Hernandez para apreciar la hazaña, pero para los que lo han hecho, es imposible llegar al final sin derramar gruesos lagrimones. Es así de bueno, desgarrador e impresionante, todo en su justa medida.
Así de bueno es Chapuzas de amor, sí, tanto que su lectura conmueve aunque no conozcas a sus protagonistas, aunque te tires de cabeza in media res a bucear entre los fragmentos de vida de sus personajes. Tan bueno es que empuja al lector a querer saber más de las vidas que muestra y le incita a leer con avidez por primera vez, o a releer con interés renovado, las circunstancias existenciales que rodean y contextualizan cada uno de los siete episodios que conforman este libro.
Como sucede siempre en la obra de Jaime Hernandez, los capítulos de Chapuzas de amor no están organizados cronológicamente, ni construyen una línea de relato única. Se trata de siete episodios que esbozan fragmentos de vida, brochazos biográficos, no tanto de la existencia de un solo personaje (aunque Maggie sea la principal protagonista de esta historia), sino de toda una comunidad. Dentro de este uso maestro de la elipsis, la galería de personajes que ha construido Hernandez en su saga aparece explícita o implícitamente representada en cada episodio y acontecimiento, sus acciones tienen efectos inmediatos en la acción directa, pero, al mismo tiempo, funcionan como causas latentes e influencia de acontecimientos futuros (algunos de los cuales ya conocemos como lectores quienes hemos leído los volúmenes de Locas). Interrelación e interdependencia.
Aunque conozcamos mucho acerca del futuro y el pasado de los protagonistas (casi siempre, más que ellos mismos), es imposible no estremecerse hasta la conmoción con "Browtown", el relato de infancia de la familia Chascarrillo el día que tuvieron que abandonar Huerta (Hoppers), para mudarse a Cadezza (Browntown); es fabuloso el manejo del punto de vista en el episodio seis, "Vuelve a mí"; y cómo no emocionarse con el empleo de la elipsis y el sumario narrativo del episodio final, el que da título al libro, "Chapuzas de amor", para conducirnos hasta el presente de Maggie a partir de brochazos biográficos.
No hacen falta excusas para embarcarse en la lectura de una obra maestra, pero en ocasiones un estímulo o acicate es un buen aliado. Si no conocían a Jaime Hernandez o a su hermano Gilbert (Beto), quizás la publicación este año de Chapuzas de amor pueda ser ese empujón definitivo que les ayude a sumergirse en una narrativa gráfica compleja, rica y mágica que supone uno de los momentos cumbres del cómic moderno. Atrévanse.

miércoles, octubre 28, 2015

Maestros del anime: Miyazaki, sensibilidad y magia (en ABC Color)

Acabamos de publicar en el suplemento cultural de ABC Color un texto largo dedicado a Hayao Miyazaki y su obra. En él, analizamos algunos de los temas y motivos más recurrentes de sus películas y, de alguna manera, intentamos rendir homenaje a un maestro que se jubila después de firmar algunas de las cintas de animación más maravillosas de la historia del cine. El Suplemento completa nuestra aportación con un estupendo texto de Julián Sorel titulado "Sin miedo a volar".
Les dejamos aquí las páginas impresas del artículo, "Hayao Miyazaki, magia y sensibilidad", y el texto correspondiente.
Caja mágica
Una de las peores noticias de los últimos años, en términos puramente artísticos, fue el anuncio de la jubilación de Hayao Miyazaki en 2013. La llegada del director japonés a las pantallas occidentales en 1997, con el estreno mundial de La Princesa Mononoke, se vivió como un acontecimiento que los espectadores disfrutamos entre la sorpresa entusiasta y la fascinación ante lo desconocido. ¿Se podía hacer eso con dibujos animados? Casi inmediatamente, los grandes festivales y eventos cinematográficos empezaron a hacerse eco de ese nuevo cine de animación japonés que se acercaba a la fantasía con una sensibilidad hasta entonces desconocida. El Studio Ghibli, que el director fundó junto a su amigo Isao Takahata en 1985, se convirtió en una caja mágica de la que regularmente salía una joya de anime destinada a hacer historia y a hipnotizar a su cada vez más ingente legión de admiradores en el mundo entero.
Además de por su perfección y pericia técnica, las películas del mago Miyazaki brillan por dos rasgos esenciales: una imaginación desbordante que le permite crear asombrosos mundos de ficción y un gusto por el detalle que garantiza la verosimilitud de dichos universos, no importa cuán fantasiosos lleguen a parecer.
El detalle, el proceso o el gesto son componentes básicos de las cintas del director japonés. Sus personajes no se comportan como simples entes animados, sino que responden a pálpitos humanos. La niña ensoñada que se aburre mientras reposta el hidroavión de Porco Rosso, sopla a la mosca que se posa sobre el ala, ésta resbala hacia abajo antes de reemprender el vuelo; el pequeño incidente (anecdótico, trivial y, por eso mismo, absolutamente realista) saca a la muchacha de su ensoñación.
En la emocionante Mi vecino Totoro (1988), la niña Mei, en su desesperación ante los negros presagios comunicados por un telegrama, se aferra a una mazorca de maíz, convertida en símbolo de su afecto y de sus esperanzas. Abrazada a la panocha, corre, llora y se pierde en los mundos tenebrosos de sus miedos recién descubiertos. El espectador asiste conmovido a ese gesto de humanidad, a su desamparo. Vida animada.
Proceso y detalle
A Hayao Miyazaki siempre le ha gustado recrearse en los procesos artesanos e industriales o, tan sólo, en las faenas domésticas. Las construcciones, máquinas e ingenios de sus películas (sean éstos castillos andantes, fábricas metalúrgicas, hidroaviones, bicis voladoras o fortalezas defensivas) funcionan porque encierran un diseño y una elaboración artesanal o mecánica minuciosa. Han sido creados por alguien. Sus películas no se conforman con el resultado, nos muestran el proceso: en Nausicaä del Valle del Viento (1984) descubrimos a los habitantes del valle reparando sus molinos de viento, o revisando sus plantaciones en busca de hongos tóxicos; contemplamos a las mujeres milanesas diseñando, construyendo y montando las piezas del avión que pilotará el personaje principal de Porco Rosso (1992); al igual que son mujeres quienes trabajan en la gigantesca forja de la Ciudad de Hierro en La Princesa Mononoke; en Mi vecino Totoro, asistimos a la limpieza y restauración exhaustiva de la casa de campo que va a ocupar la familia protagonista y en Nicky, la aprendiz de bruja (1989), el pan y las empanadas de arenque se cocinan en hornos de leña cuyas ascuas vemos preparar antes de la cocción. Y, como colofón, en su última película, El viento se levanta (2013), Miyazaki ofrece un recorrido diacrónico por la historia de la ingeniería aeronáutica japonesa con un lujo de detalles mecánicos y una precisión tecnológica que apabullan al espectador.
El gusto por el detalle ayuda a dotar de verosimilitud a las construcciones ficcionales del maestro japonés: sus texturas presentan una proximidad casi física. El agua de las cintas de Miyazaki se puede beber, es fresca y apetecible, fluye cristalina por los arroyos de Mi vecino Totoro o se agita amenazante y tempestuosa en El viaje de Chihiro (2001). La madera cruje o crepita en El Castillo Ambulante (2004) en cada vaivén de la ciclópea construcción; el metal rechina con cada martillazo en las forjas de La Princesa Mononoke y con cada vuelta de tuerca de los mecánicos que construyen los aviones en El viento se levanta; el polvo revolotea y adquiere vida a base de escobazos en Mi vecino Totoro, como lo hace la harina en la tahona de Nicky, la aprendiz de bruja.
Vida animada
El realismo del detalle al servicio del relato. Miyazaki construye sus ficciones desde un entramado de realidad en el que la ficción comienza siempre a partir de una chispa que termina incinerando la historia. Una suerte de realismo mágico nipón. Todos reconocemos el mundo (en ocasiones gracias a referencias literarias o a la cuentística popular) que habitan los personajes de Miyazaki: sus ciudades, sus escenas campestres, sus parajes naturales. Sin embargo, la imaginación del creador enriquece esos escenarios realistas a base de fantasía: mediante la recurrencia a criaturas y a fenómenos mágicos que se integran con absoluta normalidad dentro de ese plano de realidad. Son en muchos casos elementos deudores de la espiritualidad japonesa: el animismo sintoísta que dota de vida a la multitud de dioses y espíritus que habitan los universos humanos y divinos. Sólo el espectador vive instalado en la sorpresa. En los mundos de la factoría Ghibli, las personas, los animales y los seres mágicos conviven con absoluta naturalidad, como si habitaran en un melting pot de ensueño.
Esta cohabitación de mundos, nunca enfrentados, unida a la sensibilidad exquisita de Miyazaki, facilita la creación de momentos bellísimos: como esa estela de hidroaviones caídos en combate que asciende hacia el cielo en Porco Rosso; la secuencia de la Princesa Nausicäa hechizada por la lluvia de esporas tóxicas en la Jungla Tóxica; o las escenas del Espíritu del Bosque sanando a Ashitaka en el corazón de la espesura en La Princesa Mononoke. Detrás de la fantasía y la magia, las cintas del artista japonés encierran una carga simbólica, no siempre trasparente, que resguarda valores positivos como la amistad o el amor filial, junto a códigos entroncados con el imaginario espiritual nipón: la memoria de los antepasados y el culto a los espíritus, el respeto a la naturaleza (el agua y el viento son omnipresentes en sus películas) y a las criaturas animales frente a la industrialización urbanita, la búsqueda interior y el ensueño como factores de superación, etc.
Donde se cocinan los sueños
Pero si hay un tema que sobrevuela la filmografía de Miyazaki, ese es el de la infancia como espacio de fantasía, como refugio secreto en el que se cocinan los sueños. Ese es el tema vertebral de cintas como El viaje de Chihiro, pero se repite de forma más o menos directa en casi todas sus películas. La infancia es el refugio que nos salva de los errores de la edad y de la monotonía existencial que encuentra su caldo de cultivo en las grandes ciudades y en las ocupaciones rutinarias que realizan los adultos. Por eso, la infancia se asocia normalmente a contextos rurales y al mundo de la naturaleza, unos escenarios que se cargan de valores positivos y se refuerzan con el peso del folklore y de los oficios tradicionales. En estos espacios, Miyazaki crea a su vez otros refugios habitacionales (el refugio dentro del refugio) en los que sus personajes se protegen de las amenazas exteriores, lugares que nos remiten a nuestros propios espacios de cobijo ante el miedo: en ese sentido funcionan la casa en el bosque de la pintora amiga de Nicky o la acogedora habitación abuhardillada de la panadería en Nicky, la aprendiz de bruja; o el montón de heno dentro del vagón en el que ésta se refugia a dormir durante una tormenta, en la misma película. Los encontramos en todas sus películas, como encontramos en casi todas ellas a personajes positivos y espirituales que se imponen a la mezquindad y bajezas humanas, para salvar al mundo del destino que parecen escribir sus propios habitantes.
Aunque cualquier excusa es buena para repasar su filmografía, ahora que sabemos que no va a volver a hacer más películas (no está aún claro si el Studio Ghibli seguirá los pasos de su fundador), el cine de Hayao Miyazaki se antoja más necesario que nunca: sus historias, cargadas de valores positivos, tienen la extraña cualidad de hacernos sentir mejor con nosotros mismos, las imágenes de sus películas encierran una calidez analgésica y sus construcciones fantásticas son un refugio excelente para esquivar, durante casi dos horas, los peligros de la edad. Ya le echamos de menos.

martes, julio 21, 2015

Aama, de Frederik Peeters (II). Reinventar la ciencia ficción, en ABC Color

Abríamos nuestra colaboración con el paraguayo ABC Color con una mirada retrospectiva hacia la obra de Frederik Peeters, uno de los nombres esenciales del cómic actual. Cerramos el círculo ahora, con un acercamiento a Aama, su último gran trabajo: una serie publicada en cuatro álbums que está llamada a convertirse en un hito importante para el medio dentro de la ciencia ficció; plagada de referencias, homenajes y préstamos reelaborados desde dentro del género, hablamos de ella en: "Aama, de Frederik Peeters (II). Reinventar la ciencia-ficción"
LA CONSCIENCIA SINTÉTICA
No hay un género en la historia de la ficción artística que mejor haya explicado y representado los miedos del ser humano que la ciencia ficción. Popular hasta el pulp en muchos momentos del S.XX, en la ciencia ficción encontramos condensada la esencia (y consecuencia) de los actos de Darwin, Pasteur, Curie, Einstein, Freud, Hitler, Jobs o Gates. Los siglos XX y XXI se explican desde el futuro, en un viaje espacial y un encuentro en la tercera fase. 
Tiene algo de Blade Runner, algo de Akira y algo de Matrix, pero no es como ninguna de ellas, o lo que es aún mejor, crea un universo único con unas reglas y coordenadas propias que permiten al lector bucear en la desbordante imaginación de su autor. Así es Aama, la serie que Frederik Peeters, uno de los talentos más versátiles e indiscutibles del cómic contemporáneo acaba de concluir:
- Mis sueños son diferentes a los suyos.

- ¿Tan seguro está usted de eso? ¿Qué está buscando? ¿La calma? ¿El placer? ¿Sentirse realizado? ¿La belleza? ¿Y si todo eso estuviera contemplado en el programa? ¿No cree que su hija sea una buena persona? ¡Piense que será como el ojo del huracán!

- ¡No dejaré que se adueñe de mi hija!

- No se trata de adueñarse o no... ¡Se trata de salvarla! 
De lo particular hacia lo universal. Del amor incondicional y plagado de dificultades de un padre a su hija, hacia el destino último de la humanidad, colmena frenética de individuos insignificantes.
Un día, un hombre llamado Verloc (aunque él, amnésico, no recuerde su propio nombre) se despierta tumbado sobre una colina polvorienta en un planeta extraño y desértico. A su lado hay un mono gigante con piernas humanas. No es una alucinación. Verloc tiene un diario, gracias al cual comienza a reconstruir su pasado más inmediato en una suerte de largo flashblack explicativo, que se ve completado ocasionalmente con los esporádicos y sucintos parlamentos de su gorila acompañante, Churchill. Así, conocemos el lastimoso vagabundeo y la decadencia existencial de Verloc por la misma decadente ciudad en la que un día fue feliz. Gracias a su diario, se recuerda a sí mismo, abandonado por su mujer y su hija, un despojo humano, hasta que el destino azaroso le prepara el reencuentro con su hermano (a quien no veía durante años), que le embarcará en una aventura planetaria impredecible y reveladora. A partir de su despertar amnésico, las peripecias de Verloc y su simiesco acompañante evolucionarán hacia una búsqueda de respuestas sobre su identidad perdida y su situación presente. Y con todo esto, apenas les hemos referido algunos detalles introductorios del primer volumen.
Los ingredientes de Aama pierden coherencia si se arrancan de su marco ficcional, aunque en la historia fantástica de Peeters, como ya hemos mencionado anteriormente, reconocemos elementos de obras maestras de la ciencia ficción. 
FUTURO Y DISTOPÍA 
De Blade Runner encontramos en Aama esas ciudades-hormiguero que habitamos los insectos. Pozos oscuros iluminados por neones publicitarios, cuyos múltiples niveles y módulos arquitectónicos se levantan impersonales bajo una persistente lluvia ácida. Zócalos de un capitalismo decadente y cruel que se construyen con trazos de las ciudades modulares verticales de François Schuiten o Moebius (¿Blade Runner unido a Moebius? ¡Cómo no!) y con la regla desordenada y polvorienta de los bazares marroquíes, turcos o jordanos. Regateo y supervivencia, truco y treta. Ese es el escenario de Aama. El urbano, claro. El planetario, el alienígena y espacial, es el de un planeta-desierto que podría ser Marte, pero que de pronto se convierte en un frondoso Solaris. El planeta vivo, la otredad (que diría Sizek); aunque en este caso exista una explicación a lo desconocido, una mano creadora que de nuevo se mueve dirigida por un capitalismo cruel y la megalomanía descontrolada de las grandes corporaciones; la evolución a toda costa. Así es, los escenarios de Aama son una metáfora fértil y autodestructiva de este mundo nuestro que se deshace.
Ciudades distópicas, páramos agrestes y frondosas espesuras son los escenarios en los que se desarrolla una trama de acción que nunca pierde de vista ese elemento lírico y ensoñado (cuasi abstracto) que ya encontrábamos en las novelas de Ray Bradbury o Stanislaw Lem. 
MIEDO Y DESTRUCCIÓN 
De Akira, Peeters recoge una idea, un concepto que, viniendo de donde venía, durante mucho tiempo pareció invadir la narración ficcional futurista occidental, y que enlaza con nuestro párrafo anterior: el miedo a nosotros mismos, el terror a que nuestros actos se descontrolen o vuelvan en nuestra contra una realidad que creemos sometida. Todo ello encerrado en la desasosegante paradoja del infante-omnímodo y destructivo: la inocente crueldad de un niño (es por eso que nos dan tanto miedo algunos artefactos cinematográficos de Donner, Kubrik y Polanski). En la era de la Posmodernidad, el Dios anciano, cruel y veleidoso de El Génesis se ha vuelto un niño, sigue siendo omnipotente e implacable, pero junto a las canas y la barba ha perdido la experiencia y ha "desescrito" reglas y mandamientos. El niño-dios como tabula rasa, sujeto a lo impredecible, a lo aprehendido sobre la marcha.
Hay otra metáfora en Akira que se presenta actualizada en Aama: la energía nuclear que nos habrá de destruir, y que en su misma amenaza encierra su control, se reformula en otro miedo antiguo que cada vez es menos ficción, el de la Red como organismo inteligente y autosuficiente. No hay mayor amenaza y sufrimiento para un padre que la pérdida del hijo; llevado al plano biológico y simbólico de la adolescencia, cuando los hijos se vuelven autónomos, los padres dejan de ser el modelo y pierden su rol directivo. Llevado a la narración ficcional, desde aquel doctor Frankenstein, el ser humano no ha dejado de temer a sus propias creaciones, al hecho de que éstas se desvinculen de su hacedor, adquieran vida propia y se rebelen contra él (factores todos ellos consustanciales al hecho de estar vivo). La muerte del padre a manos del hijo. El transhumanismo desbocado y fuera de control. En literatura, Pirandello, Unamuno y Calvino, entre otros, transformaron este miedo en recurso metapoético. Los autores de la ciencia ficción, el misterio y el terror han explorado otras vías argumentales menos retóricas y mucho más fantasiosas.
Llegamos a Matrix, o lo que es lo mismo, llegamos a Ghost in the Shell, de Mamoru Oshii, y a las filosofías de Jean Baudrillard o Phillip K. Dirk. Peeters explora el camino de la ciencia ficción para conducirnos por un mundo artificial exuberante que evoluciona de forma insospechada a partir de un proyecto científico, y se revuelve contra sus creadores hasta el punto de ofrecerse a sí mismo como una alternativa viable para un cambio de paradigma global y teleológico. Aama es vida artificial en constante regeneración, es un nuevo big bang que se expande por los canales biológicos, psicológicos y tecnológicos resultantes de la evolución humana, con la finalidad de suplantarnos y ocupar nuestro espacio. Adiós papá, adiós mamá. 
LA DEPURACIÓN ESTILÍSTICA DE PEETERS 
Pero Aama sólo sería una idea sofisticada, otra idea más, si Frederik Peeters no fuera un dibujante tan virtuoso y dotado como para darle una forma plástica deslumbrante a su ya de por sí exuberante universo ficcional. En ocasiones el dibujo de un cómic no hace honor a su guión, o a la inversa. Leemos una historia y la seguimos con interés, pero no nos abandona la sensación de que la química no es completa. Con Aama sucede todo lo contrario, con su ilustración naturalista de línea suelta modulada y ligeramente expresionista (con el trazo más fino y detallista que encontramos en su obra), Peeters transmite tal seguridad en sí mismo, que su capacidad como dibujante parece no tener límites. Su dibujo es generoso y atrevido hasta la osadía; en Aama no hay soluciones gráficas de conveniencia o atajos visuales; en sus páginas no hay una sola idea/concepto/escollo que su autor parezca evitar por medio de recursos convencionales o elipsis gráficas de emergencia. El apartado visual de esta "novela gráfica" (publicada en entregas, llámenlas álbumes) es complejísimo en su ejecución y exigente hasta lo obsesivo en su concepción. Mediante su dibujo, Peeters consigue dar forma física a operaciones psíquicas y procesos biotecnológicos; consigue plasmar gráficamente fenómenos más o menos abstractos, que combinan lo alucinatorio, lo óptico y lo paranormal, de un modo tan convincente que cuando el lector concluye su recorrido por las páginas de Aama, se ve obligado a darse ese instante necesario para recobrar el curso de la normalidad, y salir de la ficción sobrenatural en vez de dejarse llevar por la sinestesia.
Concluida la serie con su cuarto episodio, se puede decir ya que el cómic de Peeters se leerá en el futuro como una de esas obras totales en las que la forma y el contenido se imbrican de tal modo que una hace referencia a y explica la otra. Finalmente, resultará que el cómic Aama, como esa entidad orgánica que protagoniza sus páginas, adquirirá la vida propia de una obra maestra que construye su propio lenguaje y coordenadas, y que termina convirtiéndose ella misma en referente futuro para cómics venideros, no sólo de ciencia ficción. Páginas vivas y trascendentes.
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Aama, de Frederic Peeters (I): La evolución de un autor

miércoles, julio 08, 2015

Aama, de Frederik Peeters (I). La evolución de un autor, para ABC Color

El pasado domingo 05 de julio comenzamos una serie de colaboraciones puntuales para el Suplemento Cultural del periódico paraguayo más leído, ABC Color, gracias a la amable invitación de su editora Montserrat Álvarez. Para este primer artículo nos decantamos por uno de nuestros autores favoritos, Frederik Peeters, con motivo de la publicación reciente del último episodio de su serie Aama; un cómic de ciencia-ficción destinado a perdurar y a convertirse en una referencia dentro del género.
Para dotarles al autor y a la obra de la importancia que merecen, decidimos dividir el texto en dos entregas: la primera de ellas dedicada a la evolución de Peeters como creador y la que se publicará en breve, centrada en el análisis particular de Aama.
Les dejamos a continuación con el texto de la primera de dichas entregas y con las planillas correspondientes del cultural: "Aama, de Frederic Peeters (I): La evolución de un autor"

EN BUSCA DE UN LENGUAJE
La consagración del suizo Frederik Peeters es instantánea con la publicación en 2001 de su multipremiada obra Píldoras azules. En ella, el dibujante y guionista desarrollaba con inteligencia un capítulo autobiográfico extremadamente delicado, la tragicomedia existencial de su vida en pareja y su disposición a afrontar la paternidad desde una posición crítica: la condición seropositiva de su compañera.
Pese a la dificultad del desafío, Peeters se acerca a un tema tan complejo, especialmente durante esos años, sin caer en el melodrama ni en la sensiblería. Muy al contrario, Píldoras azules es un trabajo surcado por el humor y una ironía que se ve reforzada por la caricatura amable del dibujo de Peeters.
Si tuviéramos que encuadrar a Frederik Peeters dentro de alguna escuela comicográfica, no podríamos obviar, desde luego, su proximidad a la línea clara francobelga; sin embargo, en la línea suelta, modulada y muy expresiva de su dibujo encontramos bastantes rasgos de otros maestros clásicos, como Hugo Pratt o Robert Crumb, y afinidades con la libertad expresiva y la fluidez de los nuevos autores del cómic independiente francés, dibujantes tan dotados como Baudoin, David B., Blutch o Sfar. En este sentido, Peeters comparte rasgos estilísticos con otros jóvenes dibujantes coetáneos que también están participando muy activamente en la consagración del cómic actual como vehículo artístico y cultural: nos referimos a nombres como los del estadounidense Craig Thompson (Blankets), el francés Christophe Blain (Isaac el pirata) o el español David Rubín (Beowulf). 
Curiosamente, el trabajo que sigue a Píldoras azules no es una nueva novela gráfica, sino una obra en apariencia más humilde y experimental, un tebeo pequeño en cuanto a formato y extensión, pero cargado de ambición técnica: en sus apenas treinta y dos páginas, Constellation (2002) jugaba de un modo que no habíamos visto muchas veces antes con el punto de vista comicográfico para relatar una misma historia desde las perspectivas diversas de tres protagonistas que, en plena guerra fría, deciden subirse a un mismo avión. Aunque ya habíamos observado ejercicios similares en la novela y en la cinematografía del siglo XX, en el cómic anterior al advenimiento de la llamada «novela gráfica» este tipo de audacias narrativas parecían limitadas a los experimentos formales del underground estadounidense o del cómic europeo y suramericano de autor de los años sesenta y setenta. 
DESAFIANDO LOS GÉNEROS 
A partir de 2009, Peeters se enfrenta a una serie de trabajos que tienen como característica común la de abordar diferentes géneros narrativos clásicos con una actitud renovadora, más que rupturista. 
Lupus (2003-2006) es la primera incursión seria de Peeters en el mundo de la ciencia ficción. Se trata de una obra voluminosa, de cuatrocientas páginas, que se publicó en cuatro entregas. Como el propio autor ha confesado en alguna ocasión, este cómic no parte de un guion estructurado al uso, sino de ideas, intuiciones, experiencias autobiográficas y tramas semi-improvisadas que, en cierta manera, desafían las convenciones de un género tan fuertemente estereotipado como es la ciencia ficción. Así, frente a cualquier ánimo universalista, Lupus se construye como un relato intimista, recorrido por pequeños hallazgos conceptuales y visuales (entre los que incluimos secuencias puramente abstractas), un texto en el que el elemento cotidiano y los pasajes reflexivos cobran una importancia máxima.

RG (2007-2008), realizado junto a Pierre Dragon (coguionista y antiguo miembro del servicio de inteligencia francés), guarda algunas semejanzas con Lupus, por cuanto adopta los esquemas del relato policiaco y los adapta a la personal visión de su autor; combinando en diferente medida el elemento realista y la experiencia de Dragon como agente secreto galo, con el elemento fantástico realzado por la plasticidad que aportan los lápices de Frederik Peeters. 
EL SURREALISMO COMO HERRAMIENTA 
En casi todos los cómics de Peeters hay un componente surrealista, que en algunos casos adquiere un rol directamente vertebrador: es el caso de trabajos como Paquidermo o Castillo de arena; y en menor medida de Koma. Se trata de un surrealismo estrechamente conectado con un sentido del humor que nace del gesto cotidiano y la conversación trivial; un humorismo anclado a la realidad incluso en los trabajos más fantasiosos de su producción. 
Koma(2003-2009) fue, antes de RG, la primera colaboración de Frederik Peeters con otro guionista, en este caso Pierre Wazem. Detrás de la fachada de un cómic infantil, se esconde de nuevo una serie que desborda las convenciones genéricas. Así, la historia original de la niña Addidas y su padre el deshollinador termina por bifurcarse en un relato frondoso, habitado por monstruos nobles, odiosos tecnócratas y espíritus perdidos en un limbo amnésico. Como sucede en buena parte de la producción de Peeters, en el epílogo de la obra el autor da rienda suelta a su parte más discursiva, recurriendo en ocasiones al elemento abstracto, surrealista y asociativo (muy importante en su obra) para concretar visualmente sus reflexiones más profundas. 
Pero si en Koma el componente surrealista tiene una función transversal o modeladora, en Paquidermo y Castillo de arena su importancia es angular. La trama de Paquidermo (2009), tal y como se nos describe en la información promocional de la editorial, nos desvela sin ambages el espíritu del cómic: «Suiza, años 50. Una mujer cuyo marido ha sufrido un accidente de automóvil se dirige al hospital en el que ha sido ingresado, pero un elefante caído sobre la calzada impide la circulación. La mujer abandona su coche y trata de llegar al hospital monte a través». Esta novela gráfica, así como la buñuelesca Castillo de arena (2010), realizada junto al cineasta Pierre Oscar Lévy, supone la concreción de una filosofía y de un modo de trabajo por parte de Peeters, basado en la improvisación y en la creación de una historia sin un guion cerrado o completamente definido (que ya anticipaba Lupus). La trama adquiere su carga simbólica y evoluciona de acuerdo a estados de ánimo, pulsiones personales y experiencias privadas que el autor termina volcando sobre la página con el acabado siempre perfeccionista y elaborado de sus dibujos.
Casi todos los rasgos que hemos visto hasta el momento (la transgresión genérica, el surrealismo, la experimentación o el empleo de la metáfora y el símbolo) terminan por converger y perfeccionarse en el trabajo más reciente del autor suizo: una obra que supone una culminación de su recorrido y que (con la publicación reciente de su cuarto y último volumen) se ha convertido ya en uno de los cómics de referencia de los últimos tiempos. Nos referimos a Aama, su nueva serie de ciencia ficción. Hablaremos de ella en la segunda entrega de este artículo.

viernes, junio 10, 2011

Culturas de Salamanca. Regalito por los buenos tiempos

Les lanzamos otra copa de trago corto. En este caso, para hacerles copartícipes de un regalo que nos hicieron el otro día: cuando empezamos en esta casa, nuestra intención no era otra que la de archivar escritos, reflexiones y artículos que llevábamos a cabo, sobre todo, en otros medios de naturaleza impresa. Ya saben como acabó la cosa, cuando quisimos darnos cuenta nos habíamos metido ya de lleno en la blogosfera; habíamos conocido a decenas de gente cautivadora, habíamos visitado centenares de blogs interesantes y... ya no pudimos salir de aquí, ni quisimos dar marcha atrás. Conocido el universo digital, navegados los píxeles, no se vuelve a la superficie indemne, aunque sí más sabio.
La realidad es que, como dijimos en aquel lejano día de 2006, nuestro primer objetivo era ir colgando en el blog los artículos que llevábamos tiempo escribiendo para el suplemento Culturas, del periódico Tribuna de Salamanca. Así fue y así hicimos hasta que llegó aquel nuevo director ex-televisivo y dijo que para qué quería un periódico una sección cultural. La cerró y, de paso, anticipó con su gestión infausta el principio del fin de un periódico que hoy ya ni siquiera existe.
A participar en Culturas nos había invitado nuestro amigo Antonio Marcos, el editor del suplemento. Un tipo que consiguió en los 92 números que duró la publicación, hacer un producto cultural muy vivo y lleno de vanguardia informativa. Daba gusto esperar al domingo para devorar esas ocho o diez páginas que hablaban de televisión, cómics y videojuegos, cuando muy poca gente (sobre todo en la prensa) hablaba de esos temas.
El otro día nos volvimos a juntar con Antonio y nos dijo que había colgado los 92 números de Culturas en la red. Sí señor, de nuevo la red y de nuevo la sorpresa del reencuentro. No hemos podido esperar para hacerles partícipes del presente. Vayan al link o cliqueen en la imagen y pasen un buen rato leyendo y descubriendo secretos, que la cosa lo merecía y lo sigue mereciendo (y me perdonan el pareado).
¡Qué cosas, cómo nos siguen produciendo nostalgia aquellos tiempos de la edición periódica impresa!

martes, junio 19, 2007

Tutankamón, el nuevo héroe.

Paréntesis en la operación. Este mes, la revista Descubrir el arte cumple 100 números. Para celebrarlo, elabora un canon de esos que tanto nos gustan: en este caso, el de "Los cien artistas vivos más influyentes". Por el mismo precio (3,60 euros), incluye dos suplementos: el número 10 de los siempre interesantes Cuadernos del IVAM y una separata especial con otro nuevo canon, la super-lista, nada menos que el top 100 del arte de todos los tiempos. Humilde propósito, voto a bríos.
La iniciativa tiene interés más allá de lo anecdótico, gracias sobre todo a la lista de eminencias que participan en la elaboración de la retahíla, pero, sobre todo, por el hecho de que cada obra viene glosada por las palabras de un artista que encuentra en ella alguna motivación especial, cauce de inspiración o energía sinérgica. Así, Barceló deja al descubierto su (por otro lado evidente) debilidad por las pinturas de Altamira; Oriol Bohigas se quita el sombrero ante el Coliseo y Chema Madoz encuentra la llave en La persistencia de la memoria, de Dalí. La lista es enorme: Bernardí Roig, Miquel Navarro, Luis Feito, Ouka Leele, José Manuel Broto, Rafael Canogar, Agustín Ibarrola... y entre ellos, algunos viejos conocidos, de esos cuya aparición no sorprende en esta casa: Nazario, Ceesepe, Rodrigo o Ana Juan.
Pero entre todas, la "glosa" que más me ha llamado la atención es la que le dedica el escultor Mateo Maté a la Máscara de Tutankamón. Lean y vean por qué:
El personaje de Tutankamón entró en mi vida en una época en la que el mundo de los superhéroes, buenos o malos, convivió durante algún tiempo con la educación católica. La concepción cristiana no consiguió imponerse a la mágica interpretación panteísta de la naturaleza de las ilustraciones por fascículos. Batman, Los X-Men, Superman eran semidioses que dominaban las fuerzas de la naturaleza. El nuevo héroe, Tutankamón, se convirtió rápidamente en amo y señor de todo el submundo de la muerte. Toda la iconografía funeraria egipcia parecía diseñada por alguno de los maestros dibujantes de cómics. Los encriptados jeroglíficos parecen pensados para ser reproducidos en los tebeos. Y si ocupó este puesto en mi imaginación, seguramente fue porque la reproducción de las facciones de su rostro, sobre todo sus ojos, era de las más naturalistas de todos los objetos del arte egipcio. Como un cyborg de oro, Tutankamón domina el mundo de los muertos, a los que convierte en sus huestes. Ninguna película, ni ningún cómic que yo conozca, ha explotado todavía las posibilidades que nos ofrece la iconografía funeraria egipcia. Espero que Tutankamón resurja de su tumba en el cine con todo su fasto. En miles de años, su mito no ha perdido brillo.
Interesante y muy personal relato de experiencia, ¿verdad? Eso sí, si no lo conoce, creo que a don Mateo le gustaría Bilal ;)

jueves, diciembre 14, 2006

Luz africana detrás de las viñetas.

Veo luz detrás de las viñetas, un fulgor traslucido, pero intenso como para poder contagiarse a toda la página, a todas las páginas, a todo el cómic. No podía ser sólo ésto. El mercado, la gran cesta del cómic no podía limitarse a varios centenares de artesanos del superhéroe, a tres docena de independientes canadienses y estadounidenses bienintencionados, al "autor" de la vieja europa o al rompe-moldes mangaka. ¿Dónde estaba el resto del mundo?
McCloud en su Reinventing Comics basaba el futuro del cómic, su esperanza, en el advenimiento de 12 revoluciones (¿ingenuas?, ¿utópicas?, ¿simplistas?), que habrían de 1) abrir el mercado definitivamente a todo tipo de público, 2) abrir el gueto creativo a todo tipo de autores, 3) abrir la percepción del público y la crítica hacia un medio eminentemente artístico. Cada uno de estos tres puntos (sintesis de los objetivos revolucionarios de McCloud) depende inexcusablemente de los otros dos.
Hoy, en el suplemento extractado de The New York Times que edita El País cada jueves, aparece la traducción de un artículo de Holland Cotter, titulado "Los comics africanos no son un juego de niños"; un reportaje sobre una exposición de cómics africanos en el Studium Museum del Harlem neoyorkino. En principio, una exposición poco más que anecdótica. Sin embargo, el artículo de Cotter plantea, sugiere, varias cuestiones de interés que merecerían acercamientos más profundos que los que permite una breve noticia de prensa.
Está, por un lado, la cuestión del acceso de las minorías al arte, al cómic en este caso, en todos sus sentidos. Lo que en algunos discursos artísticos se da por hecho, en el caso de las narraciones gráficas ha estado en entredicho hasta prácticamente entrados los años 90. Una de las condiciones inexcusables de McCloud, la del acceso al cómic de grupos sociales, sexuales y raciales tradicionalmente excluidos, parece ir corrigiéndose. Hemos visto desde estas páginas la cada vez más frecuente y trascendente participación de la mujer en el medio, con un discurso propio y necesario. Parece igualmente aceptada la aparición de un cómic que asume las diferentes elecciones sexuales y que lo expresa en sus páginas, pero ¿dónde están las otras "minorías" raciales y sociales? Suena irónico (sangrante) que hablemos del cómic africano como una de ellas, igual que lo sería englobar a toda una raza o grupo étnico bajo dicha etiqueta, pero lo cierto es que hasta ahora a ciertos sectores, razas e incluso (ehem) continentes, se les ha excluido del discurso oficial; cómic incluido. Cierto es que, lamentablemente, en algunas zonas del globo el arte es un bien de lujo una no-necesidad, sin embargo, suponemos que por inercia, tampoco se ha escuchado suficientemente a las voces que pueden representar a esas minorías desde el primer mundo.
La segunda reflexión que provoca el artículo de Cotter tiene que ver con la valoración artística del cómic en sí. Ya desde el título se avanza que el cómic no debe ser siempre interpretado en clave de vehículo para la distracción infantil o, simplemente, como vehículo de masas. Existe y debe existir una conciencia artística del medio, una consideración culturalmente valiosa del mismo. Hay cómics que son puro entretenimiento, pero los hay que son verdaderas obras de arte (sí, quizás desde un punto de vista elitista, pero los son) y, como tales, merecen la atención de la crítica y un análisis concienzudo y riguroso. El artículo pone en boga, como pueden ver, dos puntos prácticamente contrapuestos, pero igualmente necesarios para esa futura normalización del cómic cuya bandera ondeamos desde este blog y que es cada vez más común en la blogosfera.
Les dejo aquí la trascripción del artículo integro extraído desde The New York Times y su enlace (si les requieren una identificación, como dijo alguien, ya saben que bugmenot es nuestro amigo); he escaneado también la página de El País (aunque últimamente algunas imágenes no se me abren en una ventana nueva, pardiez, ¿por qué?). Añado, así mismo, vínculos a algunos ejemplos de cómics africanos citados en el artículo.
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African Comics, Far Beyond the Funny Pages (By HOLLAND COTTER)
(Published: November 24, 2006)

“It’s intense,” said the security guard as I was leaving “Africa Comics” at the Studio Museum in Harlem after an hour or more of up-close looking and reading. She was right. That’s exactly the word for the stealth-potency of this modest, first-time United States survey of original designs by 35 African artists who specialize in comic art.
Their work is intense the way urban Africa is intense: intensely zany, intensely warm, intensely harsh, intensely political. True, you could say the same of New York or New Delhi, or any major cosmopolis being shaped by globalism these days. Yet every place has very specific intensities. Africa does, and they are distilled in the art here.
I guess there are people who still can’t fit the idea of “art” and “comics” into the same frame. But why? If handmade, graphically inventive, conceptually imaginative images — which describes practically everything in this show — aren’t art, what is? The same images are topical, and are meant to be seen in reproduction; does that alter their status as art? Goya, Daumier and José Guadalupe Posada would of course say no.
In any event, Pop Art and all that followed it long ago wiped out the notion that comics are one-liner sight gags good only for the “funny pages.” “Masters of American Comics,” the ambitious historical survey split between the
Jewish Museum in Manhattan and the Newark Museum, is truly a masterpiece show. “Africa Comics” edges into that territory, as does some of the work in a tiny show ending Dec. 17 called “Political Cartoons From Nigeria” at Southfirst, a contemporary gallery in Williamsburg, Brooklyn.
Not that entertainment is missing from the Studio Museum selection. Just the opposite: some of the material is just plain fun. We are on familiar Marvel Comics ground with the adventures of the charismatic Princess Wella, a kind of superwoman with a ceremonial staff and braids, created by Laércio George Mabota, a young artist from Mozambique.
And even a non-African can see why the schlumpy but wily character named Goorgoolou — in a series by Alphonse Mendy, who goes by the name T. T. Fons — has become a national hero, or antihero, in Senegal. With Ralph Kramden-esque panache, he lampoons social pretensions and embodies the plight of an everyman in a baffling postmodern world. Such is the character’s fame that a television show and magazine have been built around him, and he was a star of the recent international Dakar biennial, Dak’Art, where comic art, for the first time, took center stage.
Yet far more often than not, humor is a sugar-coating for disquiet. For example, a piece by the South African artist Anton Kannemeyer, who goes by the name Joe Dog, uses a charming children’s book style — the source is “Tintin au Congo” from the classic Belgian series, its racial stereotypes deliberately left intact — to depict a black-on-white racial attack that turns out to be a paranoiac neocolonialist dream.
Mr. Kannemeyer is a founder, with the artist Conrad Botes, of the graphic magazine Bitterkomix, which has tackled some of the most pressing political issues in a still volatile South Africa. And in general African politics and popular culture are inseparable. Most of the comics in the Southfirst show are direct attacks on past and present governmental corruption in Nigeria, and nearly all of them are by Ghariokwu Lemi, an artist famous for having painted 26 album covers for the Afrobeat idol and political rebel Fela Kuti.
In some comic art, political content takes an upbeat, utopian tack. More than one piece at the Studio Museum evokes scenes of ethnic violence in order to propose an alternative vision of peace and solidarity, exhorting a new generation of Africans to learn from the mistakes of their parents.
More often the tone is skeptical, even sardonic, as in the case of a sly, graphically jazzy account by Didier Viode, an artist from Benin now living in France, of the bureaucratic roadblocks encountered by Africans applying for immigration papers. Or in a depiction by the Ivorian artist Maxime Aka Gnoan Kacou, known as Mendozza y Caramba, of a noctural mugging as an elegant shadow play in black and gold against a solid blue ground.
Visually neither style is intrinsically “serious.” You can’t know at a glance what you’re getting into. By contrast, right from its opening image — of a screaming woman carrying a bloodied child, done in full-blown social-realist style — there is no mistaking the didactic content of a story of female genital mutilation by the Senegalese artist Cisse Samba Ndar.
Scene by scene it is a nightmare narrative with no clear resolution, though in other cases resolutions bring horror of their own. One comic strip, a collaboration between Fifi Mukuna and Christophe N’Galle Edimo, begins as a sentimental story of two children, a boy and a girl, fending for themselves on the city streets and dreaming of a happy future. Halfway through, the boy is caught trying to snatch a purse; not a major crime, one would think. But the people who catch him douse him with gasoline and set him alight. The girl embraces him in an effort to smother the flames, and she too burns to death.
Even by brutal Hollywood standards this is gruesome stuff. And pieces by other artists — Chrisany (Francis Taptue Fogue), from Cameroon; Kola Fayemi, from Nigeria — about imprisonment and torture are comparably fierce, flat-out broadsides against human rights violations. As such, they lie well outside the tradition of comic art as most people understand it, and closer to the alternative, activist comic-style zines like World War 3 Illustrated, produced in New York, to which artists like Art Spiegelman contribute.
The influence of Western cartoon styles throughout is obvious. No surprise: international culture is a tangled history of interbreeding. Nor is it a surprise to learn that nearly a third of the artists in the show, although born in Africa, now live elsewhere. Africa can still be a tough place to make a living from art, even popular art.
Finally it is worth noting that the show itself is a collaboration between the Studio Museum and the nonprofit Italian organization Africa e Mediterraneo, which is devoted to fostering cultural exchange between Africa and Italy. Several of the artists were prizewinners in juried shows sponsored by the organization. An assigned theme for the participants was “Human Rights.”
All that said, “Africa Comics” offers an inside view of Africa of a kind we too seldom get from museums, which, when they consider contemporary African material at all, tend to be all-purpose globalist in their thinking, drawing on a snall stock of market-approved figures. The show demands time and effort. The work is physically small and psychologically concentrated; it is as much about reading as looking; the words are often in languages other than English. (Sheets with translations are available in the gallery.) But once you get going, you want to keep going with art that can have epic depth and that always delivers the jabbing punch of news of the day.

“Africa Comics” is at the Studio Museum in Harlem, 144 West 125th Street, (212) 864-4500, studiomuseuminharlem.org, through March 18.

jueves, julio 06, 2006

Minicolaboración con FHM.

Este mes de julio comienza mi colaboración mensual con la revista FHM, para la que escribiré una micro-reseña comiquera que aparecerá en su sección "El quiosco" (dentro de la "Crítica de libros"). Así, entre hermosas mujeres neumáticas, curiosidades cómicas y consultorios eróticos, colaré unas palabrillas sobre cómics que me gustan o por alguna razón me han interesado en un momento dado.
Como el comentario que envío a la redacción raras veces aparecerá completo debido a las limitaciones de espacio de la sección, iré colgando las versiones completas en el blog. Mañana comienzo. Dicho lo cual, agradezco el interés a la revista y espero no ser causa directa de alguna improbable bajada de lectores.

miércoles, junio 28, 2006

Forges lo (pre)dijo.

Pues sí, es verdad conocida que el gran Forges pocas veces se equivoca, pero es que en esta viñeta del domingo pasado, como decía aquel, estuvo sembrado (ni Nostradamus, ni na):