lunes, junio 30, 2008

Percy Gloom, de Cathy Malkasian. Alegoría de la modernidad.

Hablábamos el otro día de cómics y metáforas, de la metáfora visual como vía hacia la belleza artística. Sólo una parte de ese discurso nos valdría para definir la comentadísima primera obra de Cathy Malkasian, porque aunque las andanzas de ese pequeño niño-hombre cabezón que es Percy Gloom funcionan también en el plano simbólico, lo hacen desde un plano claramente alegórico, mucho más narrativo que poético:
alegoría (Del latín. allegorĭa, y este del gr. ἀλληγορία).
1. f. Ficción en virtud de la cual algo representa o significa otra cosa diferente. La venda y las alas de Cupido son una alegoría.
2. f. Obra o composición literaria o artística de sentido alegórico.
3. f. Esc. y Pint. Representación simbólica de ideas abstractas por medio de figuras, grupos de estas o atributos.
4. f. Ret. Figura que consiste en hacer patentes en el discurso, por medio de varias metáforas consecutivas, un sentido recto y otro figurado, ambos completos, a fin de dar a entender una cosa expresando otra diferente.
Cualquiera de estas cuatro acepciones define a la perfección la idea artística que fundamenta Percy Gloom, una obra que encierra numerosos secretos y virtudes. Percy Gloom es un personaje con un sueño: conseguir un puesto de trabajo en el centro de estudios preventivos A Salvo Ahora. En búsqueda de ese objetivo se desplaza a la gran ciudad en su coche de patines. Allí, se topará con las dificultades de una sociedad burocratizada hasta la nausea, con una población insolidaria, desmemoriada y alienada, con un sistema público que genera desigualdades y prima la competitividad más agresiva. Percy Gloom se convierte en nuestro y guía y punto de vista básico en un viaje por los suburbios de nuestros peores defectos sociales. Sátira moral, cuento intelectual, narración filosófica, esta obra no se puede leer sin tener presentes las referencias cruzadas y los significados simbólicos que se esconden detrás de cada uno de los personajes, situaciones y escenarios que circundan al protagonista, remedo "caricaturesco" del que es sin duda el chico más influyente (a la par que listo) del mundo... del cómic.
En una entrevista de Kristy Valenti, aparecida en un The Comics Journal del que ya hemos hablado aquí, la propia Malkasian revela buena parte de esos secretos y referencias cruzadas. En ella, nos habla de esos niños traviesos que "representan el potencial destructivo presente en cualquier sociedad", de las constantes menciones a la comida como reflejo de las constricciones mentales y la resistencia hacia el cambio, de la comunicación de masas como herramienta del fanatismo, etc. Todo desde una perspectiva profundamente intelectual que, sin duda, convierte lo que a primera vista parece una sencilla fábula distópica en un ejercicio narrativo bastante denso y críptico, por momentos. Algo a lo que no estamos demasiado acostumbrados en el panorama editorial comicográfico, pero que, sin duda, puede germinar en futuros frutos prometedores.

También la faceta gráfica de Percy Gloom respira de esa intelectualidad que estamos mencionando. Ni el acabado a lápiz, ni los tonos sepias del dibujo, ni la organización de la página en series de 9 viñetas son gratuitas (un estilo muy apartado de las anteriores vivencias profesionales de la Malkasian ilustradora). En Percy Gloom existe una conciencia alegórica indisimulada y cada elección visual intenta subrayar (o, al menos, no obstaculizar) las dobles lecturas simbólicas de su mensaje, escondidas hasta en los detalles más nimios. Para muestra, unas cabras cantoras.
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Otra entrevista a Cathy Malkasian.

lunes, junio 23, 2008

Pequeños eclipses, de Fane y Jim. Luz interior.

Siempre nos ha gustado (mucho) Eric Rohmer porque en sus películas se habla (también mucho) sobre los temas universales, las palabras importantes que mueven el mundo. En su obra encontramos personajes cotidianos, seres pequeños, que nos enseñan grandes lecciones acerca de la amistad, el amor y el paso del tiempo (¿existe algún otro tema?). Pero a las películas de Rohmer les falta sentido del humor, justo al contrario que al reciente trabajo de Fane y Jim publicado en nuestro país.
No crean ustedes que Pequeños eclipses ha usurpado el lugar de La coleccionista, La rodilla de de Clara o Cuento de verano en nuestro pequeño equipaje de preferencias narrativas, pero, desde luego, se ha hecho un hueco junto a ellas. Es una obra de arte brillante. Un trabajo rico en ironía, capacidad de análisis, ritmo, interés, calidad estética y, sobre todo, inteligencia. Hubiera resultado difícil mantener en pie esta tragicomedia coral, sobre un grupo de amigos treintañeros que se encuentran en una casa de campo para pasar cuatro días a la espera de un eclipse, si no hubiera habido detrás un guión tan inteligente y redondo como el que plantean Fane y Jim (realizado, al igual que los dibujos, a cuatro manos).
La arquitectura narrativa de Pequeños eclipses es casi perfecta: lo es en su medida del tiempo, líneal, pero sazonada por mínimos flash-backs y simultaneidades obligadas por los constantes cambios en el punto de vista desde un personaje a otro. Acertadísima es, también, la dosificación de información y los esbozos anticipatorios en busca de una distribución "climática" adecuada. Se organiza la historia en cinco capítulos que, a su vez, tienen la entidad de pequeñas narraciones interdependientes, con sus clímax, anticlímax y desnudamiento progresivo de los personajes a través de sus propios diálogos. Cada episodio se corresponde, simétricamente (es decir, en términos cronológicos, desde el alba hasta el amanecer), con uno de los días vacacionales que les restan a los seis amigos hasta la llegada del eclipse (el definitivo "Día D"); una idea organizativa, ésta, que les permite a sus autores dotar de coherencia externa al conjunto de la narración; que así consigue, además, huir del peligro que acecha a toda historia coral: el de caer en el anecdotario episódico.


Muy al contrario, Pequeños eclipses dibuja un rosario de personajes complejos, redondos, con unas personalidades perfectamente dibujadas a partir de sus propias acciones y palabras. Los Dominique, Isabelle, Hubert, Héléna, Jan y Jean Pierre son personaje verosímiles que adquieren la entidad de personas reales gracias a un modelado honesto y nada maniqueo. El dibujo colabora a entramar el conjunto, con una caricatura (de personajes, especialmente) barroca y muy detallista, en la línea visual de las obras de Loisel y Tripp, o de nuestro Tha. No somos demasiado amigos de esos cómics en los que, por barroco y frondoso, el dibujo acaba acaparando todo el protagonismo de la historia. No es el caso de Pequeños eclipses, donde el trazo está claramente al servicio del argumento, aunque el trabajo del lápiz se transparente prácticamente en cada viñeta. En este cómic la minuciosidad gráfica enriquece el conjunto y ayuda a focalizar la atención del lector sobre el detalle relevante. Además, la capacidad de Fane y Jim para la expresividad gestual tiene unos efectos sorprendentes en la recreación de unos personajes que oscilan continuamente entre la comicidad y el patetismo, entre el sarcasmo inteligente y la acidez ofensiva.
Rasgos, estos últimos, comunes a los referentes cinematográficos de Pequeños eclipses. Películas que, como este cómic, basan su argumento en la reunión de varios amigos en una casa, que se convierte en el contexto catártico donde exorcisar demonios interiores, revelar secretos oscuros y adivinar mentiras fosilizadas. Un vínculo entre cine y cómic del que ya dio cuenta con sobrada lucidez el carcelero no ha demasiados días y sobre el que, por tanto, cualquier añadido sonaría a redundancia. Denys Arcand o Fane & Jim, tanto monta, cuando detrás hay reflexiones tan lúcidas y humanas como las que se encierran en El declive del imperio americano o Pequeños eclipses. Arte con mayúsculas para hablar de lo que realmente importa.
Con lo bonito que sería decirse que las historias no mueren nunca de verdad, sino que pasan, cruzan nuestras vidas, las sacuden y se van a otra parte, a cumplir otro ciclo, lejos de nosotros...

martes, junio 17, 2008

Emigrantes, de Shaun Tan. Una metáfora ilustrada.

Una confesión sin preámbulos (con retraso insinuado): Emigrantes es uno de los cómics que más hondo nos ha calado en los últimos tiempos. No sólo por lo que cuenta, que es mucho y muy profundo, sino por la belleza misma de la propuesta y por la habilidad con la que su autor, el australiano Shan Taun, genera expectativas con ingredientes tan viejos como los que ofrece la ilustración.
Con un aire a retrato de carboncillo antiguo, Emigrantes nos regala páginas fraccionadas con la regularidad de un damero, repletas de pequeñas instantáneas dibujadas con un detalle tan primoroso que, en su arranque, por momentos se nos viene a la cabeza la impresión del retrato fotográfico: inevitable, precisamente y sobre todo, cuando ojeamos esas cubiertas interiores plagadas de fotos de carnet dibujadas, retratos anónimos que se parecen siempre a alguien, a personas reales. La filigrana, la escena detallada y, de repente, esas plancha gigantescas, bellísimas (fotos vivas otra vez), con un matrimonio que empaqueta su vida, una ciudad que se consume a sí misma o un barco que busca una luz en la niebla. Todo ello en una edición de Barbara Fiore Editora, preciosa y preciosista, de las que parece que sólo pueden permitirse los editores aventureros y los valientes de la independencia. Bueno, en realidad, una edición de cuento ilustrado de esas a las que están más acostumbrados los lectores de Kokinos o la misma Barbara Fiore, que los de cómics. Si nuestro pasmo se quedara ahí, no obstante, podrían tacharnos de fariseos desubicados, con toda la razón del mundo. A fin de cuentas, si nos proponemos un análisis más o menos serio de Emigrantes, deberemos ceñirnos a su condición última y primigenia: se trata de un cómic, aunque sin palabras, no de un cuento ilustrado (ya lo decía Barbieri).
Sucede que, como señalábamos antes, Emigrantes brilla tanto por dentro como por fuera. Lo hace a partir de un recurso tan viejo como la literatura misma, el de la metáfora. Taun comienza por pintar una realidad genérica y reconocible, que se anuncia desde el título: la del emigrante que se ve obligado a abandonar su hogar. Lo hace desde cierta abstracción emparentada con el realismo mágico: sitúa a su personajes en un contexto indefinido, por lo universal, genérico, por sus obviedades referenciales fácilmente identificables (y asumibles como propias por todos y cada uno de nosotros). Sin embargo, la realidad deformada, desidealizada, con la que arranca Emigrantes no nos recuerda en absoluto al género literario que acabamos de mencionar (el de los Gabriel García Márquez o Miguel Ángel Asturias -me permitirán que discutamos entre "realismo mágico" y "lo real maravilloso" en otro momento), sino a otro referente más cercano a la fábula existencialista y a la desesperación simbólica: a Kafka.
Pese a la aparente simpleza de su mensaje, Emigrantes muestra (como casi todas las buenas obras) varios caminos y referentes. Lo que en la breve primera parte (la de la huida forzosa del emigrante) se nos aparece como una huida hacia adelante desesperanzada, en las siguientes empieza a adquirir tintes de fábula fantástica (no llegamos a hablar de una alegoría) en la que los referentes familiares empiezan a mutar y a convertirse en en otra cosa, metáfora de algo, suponemos al principio. El shock es fugaz. Todos esos seres extraños, animales metamorfoseados, alimentos afilados, jeroglíficos incompresibles y parajes alucinados del nuevo destino vital que recibe a nuestro emigrante son, en verdad, bien familiares: son nuestros paisanos, nuestras mascotas, el cocido y la manzana diarios o nuestro español leísta y laísta; somo nosotros traducidos por "el otro", el que llega en patera. Asombrosamente efectivo: el emigrante convertido en metáfora de nosotros mismos, su desesperación inicial convertida en la nuestra, como lectores. Shaun Tan consigue implicarnos en la aventura del desaventurado y, todo, con una simple metáfora; con varias, en realidad.
El ejercicio, el tropo, llevado al estadio de cuento ilustrado, no funcionaría, evidentemente, sin la fuerza de las imágenes asombrosas que mencionábamos al principio, que son las que consiguen convertir el cuento Kafkiano en opresiva fábula futurista con final esperanzado. Son ellas también las que llegan a dotar de vida, de verosimilitud, a esa ciudad distópica, llena de burócratas y ciudadanos alienados, que tanto nos recuerda a la que veíamos en el Brazil, de Terry Gilliam (influencia que reconoce el propio Tan). Una curiosidad más en el orden de la transferencia de significados: el hiperrealismo gráfico se convierte en herramienta para dibujar el más irreal de las ciudades posibles.

Lo dicho, para que abundar si, como ven, apabulladitos estamos.

miércoles, junio 11, 2008

Porcellino, no pasa nada.

Ahora que los globos de John Porcellino comienzan a escucharse en castellano, nos lanzamos a la lectura de su muy comentado Diary of a Mosquito Abatement Man, recopilación de algunas de sus historias cortas recogidas en sus minicómics King-Cat; nos hacemos con este cómic, editado por La Mano, gracias a ese lujo asiático del mercado de importación que es el Espacio Sins Entido. Impacientes, no hemos podido esperar a que los amigos de Apa Apa nos lo publiquen en castellano, como anuncian en su página.
Con una biografía artística que ronda ya los veinte años, Porcellino ha pasado de ser el secreto mejor guardado de los cómics autoeditados independientes a convertirse en un autor ampliamente reconocido, nominado y admirado por gente como Matt Madden o Chris Ware. Leemos en la contraportada del cómic los halagos de este último cuando comenta que: "Los cómics de John Porcellino destilan con unas pocas páginas y palabras la verdadera sensación de estar vivo". De eso se trata, de la vida, de la existencia, del día a día. ¿Les suena? Sí, del dichoso "slice of life". Además, para completar la cuadratura del círculo, el evangelio de las maravillas del género, Porcellino recurre al minimalismo gráfico típico del género, de hecho, la línea clara más esquemática que conocen las viñetas (uno de esos ataques sacrílegos contra el virtuosismo ultimate que a algunos les hincha la vena purista).
Diary of a Mosquito Abatement Man es exactamente eso, un cómic que sólo cuenta normalidades autobiográficas: las andanzas del propio Porcellino durante su época de exterminador de mosquitos en Illinois, Colorado y alrededores. Viajes en furgoneta fumigadora, paseos entre las charcas recogiendo muestras de larvas, accidentes casi domésticos (campestres, más bien) provocados por los insecticidas... Seguramente, éste es a uno de esos relatos a los que hace unos días criticaba, indirectamente, el señor Juan Manuel de Prada en su reseña sobre Acción de gracias, de Richard Ford. Se quejaba el escritor de que esta novela es un reflejo claro de cierta tendencia narrativa actual en tanto en cuanto:
Ford no cree en lo epifánico, que es tanto como decir que no cree que la vida tenga un sentido. En esto no se aparta del común de escritores de nuestro tiempo, cuya nota distintiva es el sentimiento profundo de que la vida es un engaño definitivo; sentimiento que es consecuencia inevitable de la convicción de que no hay otra vida.
Ni Joyce ni Kafka. Esta desesperación o conciencia de sinsentido no se muestra en Ford al modo en que, para entendernos, se muestra en Joyce, como intento de traducir gráficamente el panorama interno de la conciencia (y subconciencia) humana expuesta a un enjambre de impresiones confusas; tampoco al modo en que se muestra en Kafka, como retrato de un mundo fría y minuciosamente pesadillesco. La desesperación de Ford -muy tranquila, de una tranquilidad de calma chicha- se expresa a través de una narración que aspira a ser una descripción del presente continuo, ese «Período Permanente» en el que nada significativo (o «pseudoimportante», como dice su protagonista: y es natural que, cuando nada tiene sentido, nada tenga importancia) acontece.
No hemos tenido la suerte o la desgracia de leer a Richard Ford para comprobar cuán cerca estamos de Juan Manuel de Prada en su rechazo de esas novelas que se regodean en la vaciedad "que caracteriza al «hombre medio» de nuestra época". Presagiamos que, quizás por eso, al escritor, como a muchos lectores de cómics actuales, lo que cuenta Porcellino le parecería una nadería irrelevante, morosamente relatada. Quién sabe, quizás todos esos lectores y blogueros que airean su desprecio indisimuladamente hacia las (cada vez más habituales en nuestras librerías) obras de slice of life, tengan su parte de razón y todo esto no sea sino una moda pasajera.
Permítannos dudarlo: la vida ordinaria ha sido siempre una materia prima idónea para la narración ficcional. Cambia el estilo, el punto de vista, la contextualización histórico-artística, pero casi ninguna época ha podido sustraerse a la tentación de la normalidad. El momento actual del slice of life comicográfico cuenta además con unas señas de identidad cada vez más definidas, tanto temática como estilísticamente: las que en la última década han ido moldeando los canadienses de Drawn & Quarterly o los estadounidenses de Fantagraphics rescatados desde el minicómic independiente. Podríamos bautizar este estilo como una "nueva línea clara esquemática (o minimalista)" y seguro que tendríamos etiqueta para mucho tiempo.


Además, retornando a Diary of a Mosquito Abatement Man, nos damos cuenta de que, en la normalidad existencial de Porcellino, aquella epifanía que reivindicaba Juan Manuel de Prada se nos muestra en todo su esplendor. Bien pensado, resulta que este "diario" de un exterminador de mosquitos no es otra cosa que eso: un viaje vital, la historia de una lucha interior, el despertar de una conciencia ética, una epifanía a lo profano, en definitiva:
Lastly, I wanted to say-I'm certainly not proud of what I did as a mosquito man; in fact, I feel downright ashamed. I just wanted to share this story of mine, in the hopes that somebody out there might be able to get something positive out of it.
Thanks for listening!

jueves, junio 05, 2008

Operación 700: el retorno (III)

Seguimos embarcados en el relato de nuestras andanzas pujadoras a la busca de originales comiqueros, a un precio pactado: los 700 euros de marras. Como venimos repitiendo, en la trastienda del mercadeo capitalista, una idea: constatar el precio de mercado del arte comicográfico de artistas consolidados, eso que algunos llaman cotización. De paso, el gustazo de tener unos cuantos originales que, algún día, decorarán los muros de la casa nuestra.

Con Cooper y Buscema llevábamos la friolera de 250 eurazos expoliados de nuestra caja de ahorros. Nos quedaban 350 para seguir experimentando.

Prólogo: Allá por la segunda mitad de los 80 empezamos a descubrir que las relaciones entre el cómic y la pintura estaban comenzando a estrecharse más allá de los cruces y vínculos esenciales que habían aportado gente como Sterrett o Herriman. Así, a casi todos nos dio algo así como un soplo sensorial cuando descubrimos a tipos como Dave McKean, Bill Sienkiewicz o Kent Williams. Individuos que metían al cómic en la inexpugnable vereda de un expresionismo figurativo, barroco, espectacular, desbordado de técnicas, collages y trazos retorcidos; unos autores que "ilustraban" guiones igualmente poliédricos, por momento modernistas, y bastante experimentales: los de los Frank Miller, Grant Morrison o Neil Gaiman. Todo ello envuelto en los lazos de la reformulación genérica.

Cierto es que antes que a ellos, en Europa y Sudamérica, habíamos visto ya a gente como Toppi, Battaglia o Breccia, que, como aquellos, hacían de la experimentación formal, la técnica mixta y el collage, su campo de batalla. Sin embargo, lo que nos ofrecían estos nuevos pintores de viñetas estadounidense era precisamente eso, una interpretación del cómic claramente pictórica: arte elitista para un lector acostumbrado al discurso popular, superhéroes al óleo. En España, años más tarde, descubrimos una variante genial con aire historicista, que plantaba sus raíces en el mismo momento que ocuparon los americanos: hablamos del genial Castells, ese pedazo de artista que con su tercera entrega (Expiación) para la saga sobre Lope de Aguirre (escrita por el también grande Hernández Cava), se atrevió a desafiar las leyes de mercado, las convenciones lectoras y los usos editoriales. No lo adivinamos hasta 1998, cuando ganó el premio del Saló, con 6 años de retraso.

Conclusión: Por todo eso, cuando nos vimos en situación de pujar por una de las planchas originales del Blood, de Kent Williams, lo hicimos, pero con poca fe; más aún cuando sabíamos del prestigio artístico de su autor en círculos puramente pictóricos. No ganamos, claro. Al menos la primera vez que pujamos. Para nuestra sorpresa, al poco, en uno de los regateos nos salimos con la nuestra y nos llevamos esta plancha de tamaño considerable (30x44 cms) por algo menos de 140 euritos; que hasta los textos de los globos venían en el pack (en papel vegetal traslúcido aparte).

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domingo, junio 01, 2008

Mainstream readers arremolinados

A estas alturas estamos aún leyendo el número de febrero del The Comics Journal (que en ese momento, por cierto, abandonó su habitual formato de revista hacia un elegante diseño estilo-libro). En él, junto a las habituales secciones de reseñas, mini-reseñas, estudios y columnas, aparece la lista anual de "lo mejor" del curso anterior. Los señores del Journal, que casi nunca pecan de frugalidad informativa, se sueltan una retahíla de más de 150 cómics ordenados alfabéticamente, elegidos por los (muchos) colaboradores habituales de la revista. El número, además, incluye numerosas entrevistas con algunos de los nombres destacados en el panorama comiquero norteamericano del año pasado (varios de los cuales coinciden con nombres igualmente sonados en nuestro país en los últimos tiempos): Rutu Modan, Paul Karasik (como editor-descubridor del I Shall Destroy All the Civilized Planets, de Fletcher Hanks), Brian Talbot, Nick Bertozzi, Peter Kuper o Cathy Malkasian. La oferta se completa con las selecciones de favoritos anuales comentadas por parte de algunos autores, críticos o editores igualmente destacados en 2007, gente como Tony Millionaire, Renée French, Dan Nadel, Paul Gravett, Greg Stump o Tim O'Neil. Muy recomendable todo.

Nos vamos a quedar, precisamente, con la selección del último mencionado ("Tim O'Neil's Best"). Este escritor y colaborador de la revista elige entre sus comics favoritos del año cosas como el The Complete Terry And The Pirates vol. 1 de Caniff, el King-Cat Classix de John Porcellino, el I Shall Destroy All the Civilized Planets: The comics of Fletcher Hanks o ... Maggots de Brian Chippendale. Precisamente, por lo que se pueden imaginar ustedes, nos ha llamado especialmente la atención lo que dice cuando comenta el Maggots:

Chippendale is one of the most fearless cartoonists working in the English language world right now. His work may be fairly inaccessible to the general reader -frankly, I imagine most of the Fort Thunder stuff would be impenetrable to the kind of mainstrean readers who flock to Maus and Fun Home- but I can think of no one else producing work anywhere near this important and compelling on such a consistent basis. There's only so much I can say in the space of a brief blurb that doesn't sound like excess puffery, but in my humble opinion this is still the most exciting happening in the world of cartooning, anywhere.

No sabemos si con la que ha caído últimamente resulta juicioso meterse en estos debates, pero ¿no les encanta eso de "supongo que la mayoría del material de Fort Thunder debe de ser impenetrable para el tipo de lectores mainstream que se arremolinan alrededor de Maus y Fun Home"? Tiene su guasa la cosa, o bien O'Neil es miembro honorífico de nuestro club gafapasta o la percepción que en el mundo del tebeo tenemos de lo comercial está cambiando, ¿Fun Home y Maus mainstream (o cebo para el mainstream)? ¡Qué grande!. En ambos casos, doble aplauso para don Tim, por osado provocador y por fan de Chippendale, caramba. PS. Por cierto, ayer cumplimos dos añitos. ¡Aunque se nos haya atascado el contador, gracias por estar con nosotros!
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Sobrevivir a Maggots.

miércoles, mayo 28, 2008

The Ticking, de Renée French. Detalles de otro mundo.

Empujados por la confianza que se les tiene a los buenos consejeros, hace no mucho nos hicimos con y leímos The Ticking, de Renée French. El cómic nos llegó en una de esas remesas de mini-cómics que, de tanto en cuanto, encargamos en las américas aprovechando que las importaciones papelísticas no parecen tan sujetas a los vaivenes del crudo, como a la depreciación del dolar.
En realidad, The Ticking no tiene nada de mini-cómic, todo lo contrario: se trata de un librito de unas 200 páginas, con pastas duras y una de las ediciones más cuidadas y primorosas que han caído en nuestras manos en mucho tiempo. Dan fe de ello las cubiertas marrones de tela, con motivos historiados en dorado y figura blanca en medio (como un El Evangelio de Judas, pero en plan libro de viejo artesano) y la calidad del papel. Un volumen concebido con tal mimo por Top Shelf, que invita al flechazo incluso antes de la lectura.
Como no de caricias a una portada vive el lector, finalmente terminamos por lanzarnos al buceo de sus páginas. Y resulta que fue abrir el libro y el trabajo de Renée French nos recordó inmediatamente a otra obra grandiosamente editada, una de las grandes triunfadoras de la temporada: el inmenso Emigrantes de Shaun Tan (Barbara Fiore Editora). Semejanzas que no se basan, obviamente, en lo que se cuenta (recuerden, acabábamos de abrir el libro), sino en la opción estilística elegida por French. The Ticking es una obra minuciosa, si por tal entendemos aquellos trabajos ilustrados con cierto gusto y paciencia artesana por el detalle; un cómic trazado a base de pequeñas viñetas sin más adorno que el que permite un lapicero virtuoso. En esa impronta de grafito tan familiar a la ilustración, sobreviven muchos de los parecidos entre este cómic y el de Shaun Tan (una obra, no obstante, mucho más ambiciosa y elaborada; volveremos a ella).
Pero, frente a aquel, al mismo tiempo que presume de cierta elaboración visual, The Ticking tiene una intención claramente minimalista basada en la ausencia de globos (sustituidos ocasionalmente por textos a pie de viñeta) y en la simplicidad organizativa (cada página está compuesta a lo sumo por dos viñetas, una sobre otra, o incluso por una sóla, que parece flotar en medio del papel blanco). La imagen evocadora desnuda que se impone triunfante en la página sobre la narración textual.

Sorprendentemente, pese a lo dicho anteriormente, en el plano argumental también encontramos algunos hilos de conexión entre Tan y French. No tanto por las historias narradas, como por cierto aire mágico-alegórico, cierta nostalgia simbólica, que sobrevuela los dos trabajos empujada por una galería de personajes-perdedores-desheredados que no dejan de hacernos sentir seres humanos rodeados de pobreza existencial. Aislamiento o soledad, que más da, emigración o rechazo, dos caras de una misma elección artística.
Sería injusto, sin embargo, limitar las virtudes de The Ticking a un ejercicio de análisis contrastivo. El mejor halago que se le puede hacer a esta obra inclasificable (¿simbolismo-social?¿caricaturismo ilustrado?) es reconocer su capacidad para emocionar al lector a partir de las tristes peripecias de su personaje principal, Edison Steelhead, un personaje hecho a retales, un niño que, como se señala en la primera viñeta del cómic, "nació en el suelo de la cocina". Ed, su padre y el peluche informe de aquel (metáfora de sí mismo), conforman un universo cerrado en el que la normalidad se escribe a golpe de extrañamiento y convulsión lectora. Cada nuevo hallazgo dramático, cada renglón torcido de la vida de Ed, supone un reconocimiento de la anomalía vital de un personaje que, pese a contar con nuestra simpatía y comprensión inmediata como lectores, no acaba de permitirnos más que una entrada parcial en su psique impermeable.
Así, viñeta a viñeta, detrás de cada imagen, Renée French consigue dibujar un mundo regido por unas normas propias, un planeta que orbita en universos tan lejanos como los que ocupan creadores de otra dimensión artística, como David Lynch o Daniel Clowes. Aunque lo verdaderamente relevante es que, como en los trabajos de aquellos, en el mundo enfermo de The Ticking encontramos muchos indicios, demasiados, que nos recuerdan pese a su deformidad (quizás debido a ella) a la realidad misma que nos cobija; seguramente por eso uno se emociona con las penurias de Edison Steelhead, como lo haría con las de un paisano local o un vecino de portal.
No se pierdan tampoco las pequeñas maravillas que nos regala doña Renée en su página, alguna de ellas anticipando incluso a nuestro pequeño Ed y algún otro elemento recurrente en su The Ticking, como caretas, niños solitarios y bichos extraños.

jueves, mayo 22, 2008

Gory Stories Quarterly, underground paródico.

Seguimos alternando algún comix underground entre lectura y lectura. Uno de los últimos ha sido este Gory Stories Quarterly, número 2 ½. La broma numérica tiene que ver, en realidad, con la peculiaridad editorial del tebeito: se trata de una reedición de 1972 de Gory Stories #2, que apareció inicialmente como fanzine; el responsable del artefacto, Kenneth J. Krueger.
Hasta aquí, todo bastante trivial. El comix en cuestión, sin embargo, tiene algunos puntos de interés: en primer lugar que, entre su nómina de artistas, aparece Robert Crumb con una salvaje historieta de tres páginas, protagonizadas por su célebre Angelfood ("Angelfood, McDevilsfood in Backwater Blues").
No obstante, lo que más nos interesa de todo el asunto es el tono paródico que predomina en el conjunto del tebeo, algo que no es ocasional, ni particular de este Gory Stories Quarterly, ni mucho menos.
Hasta ahora, cada vez que nos hemos referido al underground y sus posibilidades temáticas, lo hemos hecho para referirnos a sus divagaciones alucinatorias, a sus idas y venidas trasgresoras o a cierto humor desenfadado con trasfondo alternativo, pero casi nunca hemos mencionado su vertiente más paródica (literalmente hablando): entrados ya los años 70 algunos editores underground deciden volcarse con un tebeo "de género", que abra espacios a historietas de ciencia-ficción o al horror más gore. Se trata de productos, por lo general, más cercanos al cómic de aventuras que a la vertiente contracultural del primer underground (con el que normalmente sólo comparten formato editorial y cierta tendencia al libertinaje gráfico-narrativo).
Antes de esas veleidades aventureras, encontramos comix que abordan generos similares, pero desde la más esencial de las parodias (sic. RAE: del lat. parodĭa, y éste del gr. παρῳδία 1. f. Imitación burlesca). Se trata esencialmente de "imitaciones burlescas" de otros cómics o, incluso, de obras pertenecientes a otros discursos narrativos, como el cine o la novela. En este punto es en donde encontramos las certezas más evidentes a la hora de establecer una de la fuentes que explican el origen del movimiento underground: la influencia de los MAD de William Gaines y Harvey Kurtzman.

En MAD abundaban las parodias, la revista se basaba en ellas en muchos sentidos. Son conocidísimas las imitaciones bufas que Wally Wood llevaba a cabo de Eisner (más tarde, llegó incluso a hacerse cargo oficialmente de su personaje The Spirit) o del Pogo de Walter Kelly (sic. imagen superior). Este espíritu socarrón es el que heredaron y del que se retroalimentaron muchos de aquellos primeros comix underground, como por ejemplo Gory Stories Quarterly: supuestamente un cómic de terror, en la práctica una burla al descubierto de los cómics de terror de los 50 y, sobre todo, de aquellas otras historias que el mismo Gaines había engendrado en la EC con sus relatos de criptas, mazmorras y tanatorios.

Aunque en Gory Stories Quarterly también encontramos alguna parodia de otros géneros (siempre con lo macabro de fondo), como los cartoons de animales sabios al estilo Disney. Así, los animalitos que aparecen en "A funny-bunny story. Ronald's Surprise Birthday" (a cargo de Dave Clark y John Pound), nos recuerdan sospechosamente a los habitantes del Okefenokee de Walter Kelly. Eso sí, con un final acorde al género parodiado: mala baba a raudales, como para desguazarle a uno la infancia. Aquí se los dejamos...


viernes, mayo 16, 2008

Jamilti, collage hebreo.

En el número 2 del ya difunto experimento Tebeo en palabras le dedicamos una larga reseña a Metralla, el multipremiado y celebrado trabajo de Rutu Modan. Esta joven autora israelita pareció entrar en el panorama comiquero como un vendaval de los que levantan polvareda socio-política y dejan un rebufo de buena artista.
Aquella bisoñez con aires de triunfo se matiza ahora con la publicación de Jamilti por parte de Sins Entido; queremos decir que, después de todo, Modan no era tan inexperta como podíamos pensar desde aquí todos los que la descubrimos entonces. Sus primeros trabajos se remontan a la segunda mitad de los 90: The Somnambulist (Actus Tragicus, 1995) y King of the Lilies (Actus Tragicus, 1998). Posteriormente, entre los años 1998 y 2003, Rutu Modan dibujó y publicó algunas historias cortas "en el colectivo de cómic alternativo israelí Actus Tragicus, encabezado por ella misma" (como reza en la contraportada). Unos relatos que sorprenden por su variedad temática y por un evidente eclecticismo estético; la mayoría, con bastante pocos elementos en común con Metralla. Son algunas de las historias que se recogen en este Jamilti.
En aquella reseña de Metralla comentábamos cuanto nos recordaba el estilo de Modan a algunos talentos del nuevo pop-art (a Julian Opie especialmente), y hablábamos de su compromiso argumental, cuando señalábamos que en Metralla:

...la autora muestra la ligereza respetuosa del observador-narrador que confía en el juicio y la responsabilidad de su audiencia a la hora de extraer conclusiones a partir de unas imágenes cuidadosamente elegidas; unos brochazos de horror planteados con la frialdad de la rutina asumida (...), pero suficientemente esclarecedores como para descifrar las claves de la pesadilla que desvela a un territorio en estado de convulsión constante...
En Jamilti, como hemos señalado, apenas encontramos indicios de esa autora. Estilísticamente, la más cercana es la que abre el volumen, Fan, un relato intimista de un joven músico en ciernes, demasiado poco prominente como para recibir el nombre de artista, pero suficientemente ambicioso como para soñar con serlo; una historia de desengaños y porrazos contra la realidad. En todo caso (y pese a que el protagonista es un israelí), muy lejos de la contextualización político-bélica que hubiéramos esperado en la autora de Metralla. Uno de los mejores cuentos del volumen, pese a todo.
En los siguientes relatos el salto diferencial es cualitativamente mayor, ya que no es sólo el tratamiento argumental sino también la faceta gráfica la que nos distancia de nuestras expectativas iniciales (sin entrar aquí en valoraciones de calidad). En Bloqueo de energía, por ejemplo, la artista recurre a un estilo caricaturesco con reminiscencias de ilustración decimonónica y unos colores ocres quemados, para desarrollar un drama familiar de tintes teatrales.
En El rey de las rosas el estilo sigue recordándonos al de las ilustraciones antiguas, esta vez, con un uso pictórico del color y unas figuras más rotundas, perfiladas con línea marrón. Todo ello para desarrollar una historia de amor romántico, trasfondo surrealista y balneario de fondo; más cerca de Chagall y Modigliani que de Opie, sin duda.

El barroquismo visual y la querencia clasicista desaparecen en Lo pasado; por desaparecer desaparece hasta el color, e incluso el acabado en tinta. Modan presenta su historia (otra tragedia familiar, con hostal, huérfanas y secretos inconfesables por medio) como si fuera un boceto a lápiz, aparentemente inconcluso. A estas alturas, parece claro que el uso del color no es en absoluto algo accesorio para la autora israelí:
Como empecé como columnista de cómic en un periódico, durante los primeros años de mi carrera trabajé casi exclusivamente en blanco y negro. Cuando empecé a trabajar en color peleé duro con el concepto del color, porque no quería que el color fuera simplemente un relleno entre las líneas negras. El color puede conferir una atmósfera de lugar y espacio, representar el tiempo y el clima, y el estado emocional de la historia y los personajes.
Lo pasado juega con la sugerencia y la elipsis de información, aunque, quizás por eso, su resolución no es del todo satisfactoria; algo hay que nos impide empatizar con sus personajes y su vivencias. Lo mismo sucede con Vuelta a casa, un cuento planteado como una idea esbozada, una historia en la que se fotografía el instante que pretende resumir una vida, pero que no pasa de anécdota con tragedia al fondo; quizás la primera de este volumen en la que el conflicto palestino-israelí asoma la cabeza.
Bragas es un relato policiaco con psicópata y muertos en serie. De nuevo, el formato de historia breve se queda corto para la cantidad de historia que Modan pretende abarcar. Divierte la ironía que preside el conjunto y son apropiados los tonos cromáticos elegidos (azules celestes, tonos crema, tramas y patrones coloridos para las ropas ...), pero, de nuevo, los personajes apenas están desarrollados y el misterio que ejerce de motor argumental no parece suficientemente consistente como para empastar el conjunto de la ficción.
Jamilti, la historia que da nombre al libro, recupera el tono, gracias a un cuento, otra vez, lleno de insinuaciones y sugerencias. No obstante, en esta ocasión, el conjunto funciona eficazmente. Rutu Modan simplifica su trazo hasta el extremo (infantilizándolo casi) y nuevamente lo llena de complejidad gracias a sus elecciones cromáticas. Sitúa su historia en Tel-Aviv, metiéndose de lleno en el fango de la violencia terrorista, los prejuicios raciales y la sombra que planea sobre la convivencia en la región; todo, de una forma sutil, elegante e indirectamente camuflada por un cruce de miradas entre "enemigos".
En definitiva, Jamilti es un cómic irregular, polimórfico, como un tapiz en el que se mezclan estilos, atmósferas y temas sin orden aparente, pero al mismo tiempo es una recopilación de historias de una dibujante estimable, un collage que está lleno de buenos momentos.
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No se pierdan la entrevista que Newsrama le hizo a la autora y que tan bien tradujo (como siempre) el Tío Berni para Entrecómics.

lunes, mayo 12, 2008

Iron Man, de cachondeo entre las bobinas.

Hace ya unos años que al Hollywood más propiamente hollywoodiense, a ese que representan los grandes estudios, se le presupone cierta sequía creativa y una sed indisimulada de guiones originales, que garanticen divisas a sus depósitos de inversión. Así, en su búsqueda indisimulada de historias fértiles, los productores y magnates del celuloide llevan tiempo con la varita de avellano desenfundanda apuntando aquí y allá a la busca de acuíferos argumentales.
En esa exploración incesante, nuestros zahoríes de la peseta (léase dollar) han enchufado su manguera a numerosos espejismos de charco artístico: remakes tan innecesarios como artificiosos de viejos buenos clásicos; segundas, terceras y quincuagésimas partes que nunca han sido buenas (Coppola mediante); revisitaciones genéricas loables e ingeniosas que, una vez transformadas en "plantilla" argumental repetida hasta la nausea, terminan por hacernos renegar de su originaria originalidad, etc. Y así, hasta que llegó a nuestras pantallas el boom de los efectos especiales digitales, la poza infinita de imágenes digitalizadas que había de saciar nuestra sed a base de vasos de irrealidad pixelada.
El hallazgo más grande después del descubrimiento del río Yukón parecía manar oro líquido virtual para todos y para siempre; el maná redivivo en versión cinemascope (ehem, o al revés). Lo inadaptable, lo imposible, al alcance de un disco duro. Entre los frutos que crecieron al frescor del vergel encontramos piezas sabrosas como casi todas las que recolectaron los magos de esa factoría de sueños y risas que atiende por Pixar: con mención especial a sus monstruos y superhéroes. Hablando de superhéroes...
Con la era digital se recupera, se reinventa, el cine de superhéroes. Todas aquellas adaptaciones pijameras de nylon y lycra, inverosímiles hasta la parodia por su ausencia total de misticismo heroico, se reciclan en forma de mitología SFX y se reciben en nuestras pantallas con las claquetas abiertas; el género pródigo que vuelve a casa, sniff. Un filón inagotable. Una vuelta de tuerca a la teoría del subgénero convertido en molde reutilizable hasta lo indecible, pero, además, una fuente de ideas igualmente inagotable con trasvase de beneficios de ida y vuelta. Entiéndase del siguiente modo: las adaptaciones cinematográficas le garantizan a las grandes editoriales comiqueras (por ahora, básicamente, Marvel y DC, pero en el futuro a muchas otras de las pequeñas, verán) una fuente de subsistencia lujosa y abundante, alimentada de vetas diversas de merchandising, publicidad directa e indirecta, etc; por su lado, Holywood descubre el camino de perfección a su sequía cerebral: un mar creativo (tirando a lago) que, con una inversión tolerable en "infraestructuras", garantiza guiones e historias ad eternum, simplemente porque muchos ya están hechos, otros son ramificaciones de aquellos, etc. (no vamos a ponernos a hablar aquí de los universos superheroicos infinitamente cruzados y tal).


No obstante, nosotros hemos venido aquí a hablar de otro libro, aquel que se inventaron los Stan Lee, Jack Kirby, Don Heck y Larry Lieber, que estaba protagonizado por un millonario, canalla, pendenciero y casquivano, llamado Tony Stark. Resulta que es el que ahora han transformado en película los señores de la Paramount junto a los de la Marvel. El resultado, Iron Man, nos ha parecido bastante divertido y mucho más digno que otros simulacros superheroicos precedentes bastante recientes.
Los altibajos en una superproducción de este tipo parecen inevitables, seguramente por las mismas restricciones que plantea el molde genérico, que venimos señalando. Como la plantilla está trazada de antemano (los momentos climáticos y anticlimáticos, el diseño de personajes estereotipados o la exigencia de subtramas internas -la historia de amor subyacente, el conflicto moral del héroe, el villano agraviado, etc.), al director no le queda otra que intentar ajustar sus piezas en las casillas correspondientes, sin perder de vista que el trazado original permanezca visible de principio a fin; innovaciones las justitas, que el producto va destinado al gran público, no a los lectores de cómic. Quizás por eso, muchas de las adaptaciones de tebeos que vemos en los últimos tiempos nos parecen redundantes y sus subrayados excesivos: porque nos están contando algo que ya hemos leído mil veces. Olvidamos que su público potencial no somos sus lectores originales, sino los consumidores de grandes producciones (a lo mejor, los mismos que "alucinaron" con Titanic). De ahí que todos y cada de los filmes superheroicos se explayen en la ilustración profusa de los antecedentes del personaje, sin dar nada por hecho (algo que, por otro lado, ha sido un común denominador en casi todas las nuevas reformulaciones de los mitos Marvel y DC a lo largo de estas últimas tres décadas; no es tan raro).
Quizás por eso también (parafraseando a Pepo Pérez), en la crítica de Iron Man de Carlos Boyero (uno de los mejores de este país) se lea eso de que el "sentido del humor está ausente en este discurso sobre el bien y el mal, con lo cual el fastidio es superior". Y es que, precisamente, lo mejor del Iron Man de Jon Favreau es su sentido del humor. ¿Hay que conocer al personaje y su mitología para entenderlo, para disfrutar del mismo? Las palabras de Boyero nos hacen dudar. Casi todas las intervenciones en pantalla de ese gran actor que es Robert Downey Jr., destilan humor e ironía. No nos referimos a la socarronería chulesco-macarra a lo Rambo que "perfuma" al héroe prototípico americano de las últimas décadas, no, aunque de esa también hay en Iron Man; hablamos de un humor más fino que enlaza directamente con la evolución comicográfica del personaje, ese chulo playboy acomplejado, con un fondo tragicómico que le lleva del patetismo a la parodia sin perder ni un ápice de su heroicidad. Nos parece que la película ha sabido recoger ese punto bastante aceptablemente. Por eso, sobre todo, nos ha parecido divertida.
Bueno, y porque aparece el Downey Junior en un papel que le viene al dedo. En uno de los primeros cómic-books de los Ultimates sus personajes fantaseaban con la divertida hipótesis interdisursiva de quién representaría a quién en una posible adaptación al cine de sus andanzas heroicas: Tony Stark lo tenía claro (bueno, Millar y Hitch, en realidad), no podía ser otro sino Johnny Depp (Hitch incluso dibujó al personaje con ese referente fisonómico presente). No por mucho, pero se equivocaron. Robert Downey Jr. es un Iron Man tan perfecto que hasta comparte pasado, traumas y reivenciones; así que cuesta tan poco creerse su lado golfo y divertido como su faceta de angel caído y redimido.
Sus intervenciones son lo que más nos interesan de la película, sus momentos en el laboratorio al cobijo de su aparataje tecnológico; sus cruces de relaciones "jefe-sirvienta", chanzas y miradas, con esa sosísima y sumisa (también paródica) Pepper Potts; sus vuelos sin motor en el interior de la armadura y la muy lograda visión subjetiva desde el casco de Iron Man.
Nos atraen mucho menos todos los aspectos de la película que huelen a fórmula, empezando por el episodio iniciático en el desierto afghano, que nos recuerda por momentos a algunos episodios de El Equipo A y a casi todos los de McGyver. Tampoco acabamos de "entrar" en los necesarios (argumentalmente) como intrascendentes (narrativamente hablando) episodios de confrontación entre Iron Man y sus sucesivos enemigos-obstáculos. Y de la historia de amor, qué decir, predecible desde el primer boceto de trailer de la película, al igual que la facilona (por obvia) exposición del conflicto moral armamentístico que sobrevuela toda la cinta... Dicho lo cual, volvemos a nuestras primeras palabras, nos lo pasamos bien, nos reímos y dimos por bien gastado el dinero: aceptamos Iron Man como cine (espectáculo).