lunes, mayo 25, 2009

Ombligo sin fondo, de Dash Shaw. Lazos de familia, sensaciones epidérmicas.


Digámoslo a las claras, Apa-Apa se ha apuntado un tanto mayúsculo (otro) con Bottomless Belly Button, esa inmensa crónica de un desmembramiento familiar, ejecutada por Dash Shaw. Leímos nosotros la edición americana de Fantagraphics, preciosa y extraña con su doble opción de portada (elegimos la de la madre) de cartón rústico y con su peculiar uso de una tinta ocre para las páginas interiores, en vez del color negro habitual. Hasta lo que hemos llegado a ver, el volumen español de Apa-Apa respeta las características esenciales de su equivalente estadounidense. No es algo baladí en la obra que nos ocupa.
Y es que casi nada resulta casual en Bottomless Belly Button (bueno, en Ombligo sin fondo) y casi nada es superficial en su estructura narrativa, ni en sus intenciones autoriales. Dash Shaw avanza con pulso firme en lo que parece ser una misión personal y una búsqueda artística imparable: la creación de un lenguaje comicográfico (lean bien que no hemos dicho "de su lenguaje comicográfico"); porque Ombligo sin fondo, como ya se presentía en la sorprendente y alienígena La boca de mamá, es un trabajo que escarba en el medio y que busca nuevas salidas a través de tuneles, madrigueras preexistentes o puertas secretas (como las que buscan y encuentran sus personajes en las entrañas de su vieja casa playera). La obra de Shaw hurga en el interior de las relaciones personales de sus protagonistas, pero también lo hace en los cimientos fundamentales de la narración lineal.

A partir de una "excusa argumental" relativamente convencional (una reunión familiar en la que los progenitores anuncian su separación) el autor norteamericano desarrolla toda una serie de novedosos recursos y mecanismos diegéticos que pretenden trasmitirnos no tanto acontecimientos como las sensaciones físicas del contexto, las emociones profundas de sus personajes e incluso instantáneas de la topografía que enmarca la obra. Resulta curioso que la disección analítica (casi forense) de Shaw en algunos episodios de su obra potencie, en realidad, las capas interiores del drama humano de sus personajes. Las exposiciones descriptivas que abren algunos capítulos, como la de las variedades de arena que podemos encontrar en una playa (capítulo 1) o la de los tipos de agua (capítulo 3), funcionan como creadoras de atmósfera al mismo tiempo que anticipan ciertos indicios materiales dotando al cómic de una fisicidad evidente. Shaw traspasa la esfera intelectual de lo narrativo para adentrarse en el mucho más epidérmico nivel de las sensaciones físicas. Aportando información descriptiva sobre las texturas, los materiales y el entorno geográfico, el estadounidense consigue una implicación activa del lector en sucesos aparentemente triviales, como los paseos nocturnos de los personajes por la orilla del mar, los juegos de los niños con la arena mojada o los episodios de insomnio en las sofocantes noches veraniegas.
De este modo, la linealidad de los sucesos, el ritmo narrativo entendido como una sucesión de eventos filtrados por las decisiones discursivas del autor, deja paso a un ritmo del relato que prima la simultaneidad: se suceden las series de acontecimientos paralelos, pero también abundan las célebres "transiciones aspecto a aspecto" (sic. McCloud), en las que importa más llamar la atención sobre detalles concretos de la escena general que sobre la temporalidad de las acciones. Juega el autor con una gama amplísima de modelos organizativos de la página según sus intenciones: pasa de algunas planchas reticuladas con 12 viñetas simétricas (ricas en acontecimientos, pero de lectura rápida) a otras con una única viñeta central flotando sobre el fondo blanco de la misma, que reclaman la mirada atenta del lector (de un modo similar a como las usaba Chester Brown en Nunca me has gustado); no faltan tampoco modelos novedosos como los de dos viñetas flotantes en la página, los que ofrecen los frecuentes esquemas diagramáticos (ese efecto de rayos X sobre el coche familiar o los planos de la casa en el comienzo del segundo capítulo) o el de filas de viñetas que sólo ocupan una parte del espacio disponible en la página. De nuevo, se trata de jugar con las diferentes posibilidades expositivas gráficas en busca de matices y soluciones que trasciendan el simple relato de sucesos, como ya hemos señalado.

No obstante, lo que más llama la atención de este despliegue de recursos técnicos es que, pese a incidir en una búsqueda de cierta objetividad científica (los diagramas, las disecciones arquitectónicas, etc., parecen recursos propios de las matemáticas, la física o la arquitectura, más que del cómic), consiguen de hecho el efecto contrario, es decir completar la información humana del drama familiar que ilustran: la tensión de la inesperada separación entre un padre y una madre que, ya en la vejez, sacrifican la inercia del cariño rutinario en un intento desesperado por recobrar sus identidades perdidas en la historia de sus biografías; o el drama individual y diferente de cada uno de sus hijos: la soledad autista de Peter (dibujado siempre con el rostro de una rana, metáfora constante de la alienación y la indiferencia social); las dificultades de Claire a la hora de educar a su hija adolescente, Jill, después del divorcio; la incapacidad de Son, el hijo mayor, a la hora de aumir la realidad que le rodea, la de la ese divorcio paterno que, de golpe y porrazo, altera la estructura artificial de su idea de la familia perfecta.
Dash Shaw compone una obra monumental (720 páginas), desconcertante en ocasiones, a veces rayana en el melodrama, pero siempre sólida y valiente; una obra llena de cualidades y hallazgos que harán de ella, creemos, un referente constante en el futuro cómic. Su experimentación, su osadía y sus soluciones no pueden recordarnos sino a otro trabajo igualmente ambicioso y denso, como fue el Jimmy Corrigan. Todos sabemos en qué lugar ha puesto el tiempo a la obra de Chris Ware, no disponemos aún de la perspectiva histórica necesaria para vaticinarle una relevancia pareja al trabajo de Shaw pero, desde luego, no es ni mucho menos un cómic más. No se lo pierdan.

martes, mayo 19, 2009

Mi pequeño, de Olivier Schrauwen. Cadáveres bipolares.

Mi pequeño, de Olivier Schrauwen, Mi pequeño, de Olivier Schrauwen, Mi pequeño... ¿de qué estamos hablando? De Mi pequeño, de Olivier Schrauwen: 

Con un estilo gráfico tomado de los maestros americanos de principios del siglo XX, Olivier Schrauwen propone una serie de historias decididamente imprevisibles en las que aflora la herencia del surrealismo belga. Unas originales páginas que nos dejan a medio camino entre la hilaridad, la incomodidad y el estupor (contraportada dixit).
Estupor. Si el valor de un cómic se midiera por su virtuosismo técnico, si nos compraramos un tebeo por lo bien que pinta o está pintado (creo que así lo hicimos nosotros en este caso, referencias al margen), si los surrealistas, y la vanguardia en general, hubieran tenido razón en aquello de "el arte por el arte", ustedes pagarían exquisitamente los en torno a 15 euros que cuesta este "cadaver exquisito" unipersonal (¿?) que es Mi pequeño y que "con un estilo gráfico tomado de los maestros americanos de principios del siglo XX" nos deja "a medio camino entre la hilaridad, la incomodidad y el estupor".
Nos alegra que nos saquen el tema: surrealismo. ¿Qué hay de surrealista en narrar el nacimiento y peripecias inmediatas de un crío-muñón-marioneta que viaja en el bolsillo de su noble padre aristócrata, cataliza sacrificios equinos, es devorado por cocodrilos para ser salvado por pigmeos y parece un trasunto gráfico-invertido de Benjamin Button? ¿No soñaba McCay con niños que soñaban reinos de los sueños o con nocturnas indigestiones finiseculares? ¿No imaginaba McManus que un hombre pobre podía volverse millonario sin dejar de ser humilde, aunque su prole mutara y adquiriera líneas modernistas? ¿No soñó Outcault que un niño calvo sería el rey amarillo de las viñetas durante casi cien años pese a vivir en un callejón (rey destronado por un valido suizo, por cierto)? Mi pequeño no es más surrealista -o lo es tanto- que esas "fotografías familiares" entrañables que recorren el álbum, separando un capítulo del siguiente; fotografías de un padre y un hijo diminuto compartiendo el bucolismo industrial del "Tragante de un nuevo alto horno (Planta Cockerill, en Seraing)" o de la "Cantera de Pórfido en Quenat (el pórfido es una roca dura volcánica)".
Lo dicho, si Man Ray, Breton, Magritte, Dalí o Masson hubieran tenido razón, nos hubieramos quedado aquí, en la irreconocible reivindicación dislocada del modelo francobelga y en su cruce bastardo con los pioneros del cómic norteamericano. O, como mucho, nos hubieramos fijado en la arritmia intencionada de las páginas de Mi pequeño, en esas páginas cuyas secuencias se interrumpen en la segunda fila para dar lugar, contra-natura narrativa, a una nueva secuencia in media res que nace en la tercera fila. Páginas construidas como cadáveres exquisitos. Debe tener Schrauwen un trastono bipolar (no debe tener muy claro si es belga o estadounidense, si bebe del modernismo o del surrealismo).
No extraña el jaleo (indispensable en Angoulême) organizado; ya se montó una parecida con los Breton, Masson, etc. hace ahora casi un siglo. Como el cómic ha sido pequeño hasta hace poco, Mi pequeño mira a través de ojos que, pese a ser rasgados hace un siglo, fueron ignorados sistemáticamente por las viñetas. Y la cosa funciona, el ojo se abre y deja ver genio, imaginación, mucho cinismo y una muy sana incorrección política.
Quizás, también nos filtre a través de sus antiguas imágenes posmodernas algo de crítica social camuflada, o denuncia cultural, quién sabe, pero como estamos instalados en lo de el arte por el arte, ni se lo vamos a tener en cuenta.

jueves, mayo 14, 2009

Cómics y críos.

La historia del cómic está llena de paradoja, algunas de ellas localizadas espacial y temporalmente y otras con largo recorrido geográfico y diacrónico. Paradójico es, por ejemplo, que las dos "tendencias" enfrentadas en el panorama comiquero actual (lectores e internautas básicamente) respondan a criterios tan incompatibles y poco rigurosos como la pertenencia a un género (pijameros) vs. la profundidad intelectual de los contenidos (gafapastas); a diatribas más tontas (a pocas) hemos asistido.
Paradójico resulta también -y ahora hablamos de cosas serias- que el sector de mercado que monopolizó el cómic español y europeo durante más de 70 años dejará de ser objeto de atención editorial casi de golpe y porrazo: nos referimos a los niños. En Europa, donde no existía un cómic de prensa (es decir, dirigido en primera instancia a un público adulto) tan asentado y regulado como en Estados Unidos, las editoriales orientaron sus esfuerzos durante muchas décadas hacia el sector infantil y juvenil. Cuánto más en el caso del tebeo español, en el que los mastines ideológicos de la dictadura descubrieron como transformar las coloristas viñetas en vehículos perfecta para la evangelización moral y la captación de adeptos a la causa desde la más tierna infancia.
Quizás por una reacción de contrarios, quizás por un agotamiento del mercado o quizás porque el cómic infantil no supo evolucionar y adaptarse a los nuevos tiempos, lo cierto es que, fenecida Bruguera (cuyo público tampoco era necesariamente infantil), el cómic para niños cayó en el más absoluto de los olvidos. Desaparecieron las muchas publicaciones que recopilaban el legado Disney (¡cuánto aprendimos y disfrutamos con el Don Mickey!), se acabaron las revistas en torno a personajes como Zipi y Zape o Mortadelo ("super" y "especiales") y no más Pumbys, TBOs o Pulgarcitos.
Por eso, es tan de agradecer la apuesta sin medias tintas de Mamut Cómics (de Bang Ediciones) por un cómic infantil de calidad. Si en su primera tirada se descolgaron con dos obras de Fermín Solís (Astro Ratón y Bombilla) y Dani Cruz junto a Stygryt (Puck), vuelve el elefante pleistocénico embistiendo con otros tres arreones: Marcopola: La isla remera (del últimamente muy presente Jacobo Fernandez), Federico: tenis sobre hielo, de Max Luchini (codirector de la colección) y Caca Mágica de Sergio Mora. Tres estilos completamente dispares, para crear tres mundos llenos de viñetas para niños o para que los adultos volvamos a sentirnos un poco como tales (que buena falta nos hace).
No parecen haber errado el tiro Maxi Luchini y nuestro amigo Ed, no.

lunes, mayo 11, 2009

La arquitectura de las viñetas.

Notarán que en las últimas fechas el ritmo de actualizaciones de este blog deja mucho que desear. Como para casi todo, existe una explicación. 
Hace ya mucho de aquel post, en el que anunciábamos la conclusión de una aventura académica. Desde aquel día, hemos estado intentando que aquel proyecto pudiera ver su versión impresa. Dos años es tiempo, pero al fin, después de tanteos varios, Viaje a Bizancio, la casa de ese editor entusiasta, visceral y utópico que es Yorkshire, decidió embarcarse con nosotros en un viaje que se presumía turbulento. Ayer a altas horas de la mañana, después de varios días (semanas), remando contracorriente y salvando escollos, llegamos a puerto fatigados y somnolientos, felices. Gracias a ésto:
La arquitectura de las viñetas. Texto y discurso en el cómic es un trabajo de investigación de muchos años en el que simplemente (nada menos) hemos intentado acercar el cómic a los mecanismos de análisis narratológico que, desde hace décadas, llevan aplicándose sobre otros discursos afines, como el cine o la novela. No ha sido hasta fechas muy recientes cuando a los tebeos se les ha empezado a conceder cierto crédito académico (a finales de los 90, algunos nos miraban raro cuando les contábamos los pormenores del proyecto). Pues bien, la cosa no sólo ha sido factible sino que, además, nos ha posibilitado acercamientos científicos a autores y viñetas de un modo y en una profundidad que en un principio no nos habíamos siquiera planteado. En el fondo, todo fue siempre una bella excusa para seguir descubriendo, comprando, leyendo y releyendo tebeos.
Creemos que el esfuerzo ha merecido la pena. Intenciones, hemos puesto en él las mejores. Ahora se lo dejamos a ustedes, así calentito, con sus pastas negras y amarillas, para que, si les apetece, le echen un vistazo y nos cuenten que les parece (la presentación oficial será en el Salón del Cómic de Barcelona de este año). A algunos les parecerá un tostón académico, otros descubrirán que hasta detrás de las viñetas y páginas en apariencia más triviales hay toda una estructura de signos, codificaciones y mecanismos cohesivos complejos; algunos reconocerán imágenes, recordarán tebeos y se compartirán algunas de las apreciaciones técnicas, como críticos que somos todos, a fin de cuentas, de nuestras propias lecturas.
Y al que no le convenzan estas aventuras narratológicas, discursivas, pragmáticas o semióticas, siempre puede recrearse en el breve y magnífico prólogo que nos ha regalado el maestro Román Gubern (mil gracias) o en las brillantes, vivas y siempre magnéticas ilustraciones de Gaspar Naranjo para la portada y las solapas (otras mil para usted, don Gaspar). Gracias encarecidas por su fe incondicional a Bizancio Ediciones y gracias, desde luego, a todos los dibujantes y guionistas de cómics que, siempre, nos han hecho la vida un poco más interesante. Seguimos por aquí.

lunes, mayo 04, 2009

Los cuatro ríos, de Baudoin. Escenas detectivescas.

No se parece nada la última obra de Edmond Baudoin publicada en nuestro país a lo que ya conocíamos de él. Quizás la diferencia estribe en que en este Los cuatro ríos comparte autoría con la escritora francesa Fred Vargas, guionista de la entrega. Si El viaje destilaba introspección onírica y lirismo de tintes surreales y Piero jugaba a la biografía recortada por la fragilidad del recuerdo, ahora, en Los cuatro ríos se nos sitúa en el mucho más pragmático territorio de la crónica social de barrio, la indagación detectivesca de serie negra y cierto exoterismo ausente de mística. Aclaremos el batiburrillo.
Los cuatro ríos arranca con un robo anecdótico por parte de dos ladronzuelos, raterillos callejeros, que se equivocan al elegir su víctima. El azar convierte un incidente criminal de poca monta en un desafortunado caso de venganzas trágicas. La víctima del robo, un anciano del barrio, resulta ser un oscuro personaje aficionado a las prácticas exotéricas y con claras tendencias homicidas rituales. De este modo, en un claro desajuste en la balanza del crimen y el castigo, Gregoire y su desafortunado amigo Vincent, pagan unas desmedidas consecuencias por sus andanzas al margen de la ley. La postal con doble cara del crimen y su castigo les sirve a los autores como marco para arrancar la narración en sus tres direcciones esenciales: la de la huida de Gregoire y cómo ésta afecta a su entorno familiar (padres y hermanos), la de la persecución vengativa del viejo asesino y la de la investigación policial comandada por el inspector Adamsberg.
Curiosamente, el carácter mundano de casi todos estos elementos y personajes que tejen la trama de Los cuatro ríos contrasta con la puesta en escena narrativa del conjunto, intencionadamente artificiosa en sus recursos y mecanismos constructivos. Fred recurre a una literariedad indisimulada a la hora de describir las escenas de su historia. De hecho, su introducción de escenarios y situaciones escoge un estilo marcadamente teatral, conciso y descriptivo, como si de acotaciones escénicas se tratara: "París. Fuente de Saint Michel. Temperatura estival. Mucha gente, como siempre. Grégoire Braban espera a su amigo Vincent. Recoge chapas y latas de cerveza, que va metiendo en una mochila negra...". Una decisión que, inicialmente, plantea cierta sorpresa y espesa el ritmo de la narración, en detrimento de la fluidez en la lectura. No obstante, casi de inmediato, reconocemos el artificio como parte de una armazón estilística compleja más amplia. Fred Vargas es una exitosa escritora de novela negra, el detective Jean-Baptiste Adamberg es su personaje más popular, Los cuatro ríos es un episodio más dentro de la serie: uno que cobra vida a través de las imágenes sugerentes de Baudoin, pero que mantiene intactos los mecanismos del conjunto (enriquecidos a partir de las posibilidades que aporta el discurso comicográfico).
La obra de Baudoin y Fred se recrea en ese carácter ficcional, en su elaboración literaria, y no intenta esconderla detrás de la narración, sino más bien subrayarla. Nace el cómic como narración gráfica, pero hace también suyos rasgos propios de los otros discursos literarios (la novela o el teatro). Dentro del lenguaje del cómic los globos de diálogo cumplen la misma función que los diálogos en la novela: funcionan como vehículos del estilo directo, de las intervenciones orales (o pensamientos representados) de los personajes. En Los cuatro ríos abundan las secciones dialogadas, tanto dentro de globos integrados en las viñetas, como en fragmentos de diálogo traspuestos sobre el papel. De esta manera, algunas páginas de la obra ofrecen una peculiar impresión visual: uno no sabe a ciencia cierta si se encuentra ante un cómic o ante una novela. Experimentación formal al servicio de la narración. Es éste uno de los principales mecanismos empleados por los autores para dotar de densidad a su relato.
De hecho, en los diálogos, brillantes, ágiles, ingeniosos, reside buena parte del encanto de este trabajo. Baudoin y Fred construyen una historia policiaca, una trama alrededor de un crimen y la consiguiente investigación, remodelando algunos de los ingredientes clásicos del género negro (el suspense, los interrogatorios, la recolección de pistas, la escena final de desenlace y exposición del caso por parte del detective, etc.) y dotándolos de cierta hondura lírica y un mucho de humanidad en la creación de personajes. Éstos, nuevamente, son descritos sobre todo por medio de sus diálogos; el personaje se modela por medio de sus palabras, podríamos decir:
- ... ¿Hace mucho que conocías a Ogier?
- No lo conocía. Nos encontrábamos de vez en cuando. Bebíamos un trago y hablábamos de motos.
- ¿Y ya está?
- Sí.
- ¿En su casa?
- En el bareto.
- ¿Tienes trabajo?
- No, estoy en parox.
- En el paro.
- Yo digo parox. Me relaja.
- Como quieras. Me importa un rábano [...] ¿Dónde estabas el lunes entre las veinte y las veintidós treinta?
- Todo el rato con mi familia.
- ¿Qué sucedió?
- El martes por la mañana fui a verlo.
- Para hablar de motos.
- Sí. Estaba en el suelo, en medio de un charco de sangre. Entoces los llamé. Si yo lo hubiera matado, no los habría avisado.
- Tal vez sí. Según tu opinión, ¿Qué le sucedió a Ogier?
- Un cabrón vino a mangarle la pasta. Vincent apareció y la cosa se enredó.
- ¿Su pasta? ¿o la pasta de otro?
- No comprendo de qué me habla.
- Voy a decírtelo más claro. Ogier atraca a un tipo. No es un principìante. El atracado atraca al atracador y la cosa se complica. Tenemos un fragmento de historia en común. Adelante.
- Ni idea. Yo no estaba allí.
- Creo que sí. El atraco lo hicistéis juntos. Y el lunes fuiste a buscar tu parte.
- ¡Joder, yo no lo maté! ¡Lo encontré muerto!
- Veremos si encontramos tus huellas en el calentador de agua. Ya sabes, el escondite.
- ¡Joder, yo no lo maté! ¡No salí de Stains! ¡Pregunte a mi familia!
- Ya sabes lo que significa el testimonio de una familia, y de una familia que hace piña: estax en un liox.
No se parece en nada Los cuatro ríos a otras obras de Baudoin que conocíamos, pero es igual en espíritu a todas ellas: siempre huyendo de las soluciones fáciles, siempre lírica, profunda y arriesgada. Todas ellas, obras "ilustradas" con un dibujo primoroso y evanescente, el del trazo ágil, irregular, expresionista, modulado, denso, de Edmond Baudoin; un dibujo que huele a poesía, "libre, humeante, provisto de brumas violetas". Así es este libro, en realidad: serie negra filtrada por el ritmo de Rimbaud. Nada menos.

lunes, abril 27, 2009

Feininger vs. Feininger.

Cerramos nuestro periplo berlinés con una nueva curiosidad que, seguro, les va a gustar. Uno de nuestros paseos museísticos terminó conduciéndonos a ese museo pequeño e instructivo sobre la Bauhaus (Klingelhöferstrasse 14), su historia y sus (muchas) aportaciones a la historia del arte. Allí vimos las obras y semillas artísticas de algunos de los profesores que honraron los muros de tan peculiar escuela; cuna de artistas imbuidos de un nuevo espíritu creativo y forjados, en su día, en una ideología trasgresora en la interpretación del arte.
Esta escuela, fundada por Walter Grupius en 1919, tuvo su sede en Weimar, para después pasar por Dessau y, finalmente, Berlín, ciudad que vio terminar su actividad en 1933. En las aulas de la Bauhaus impartieron docencia genios como Kandinsky, Paul Klee, Josef Albers, László Moholy-Nagy o Mies Van der Rohe (que fue, además, su director durante tres años). Entre los muchos artistas y creadores vinculados a la escuela, directa (como profesores) o indirectamente (por vínculos artísticos o afinidades ideológicas), se encuentra un viejo conocido: Lyonel Feininger, amigo de Grupius y profesor de su escuela durante muchos años.
Por supuesto, en el museo Bauhaus se puede disfrutar de la obra de Feininger. Pero, curiosamente, estos días, además de la labor pictórica de Lyonel uno puede recrearse también con el trabajo fotográfico del otro Feininger, su hijo Andreas.
El cierre de la Bauhaus por las presiones del partido nazi y el clima de hostilidades pre-bélico motivó que muchos de sus miembros, considerados subversivos por la reaccionaria clase política imperante, tuvieran que exiliarse en Estados Unidos. Allí acabó también y desarrolló parte de su carrera fotográfica Andreas Feininger, arquitecto de profesión que terminó consagrado como uno de los grandes retratistas de la Gran Manzana (ciudad en la que había nacido su padre, por cierto).
En la exposición temporal de la Bauhaus (que visitó nuestro país hace ahora un año) se pueden ver algunas de las fotografías más representativas de Andreas Feininger, con sus impresionantes retratos de los urbanitas neoyorquinos (obreros, tenderos, estivadores, paseantes e infantes) o con las instantáneas portuarias y fluviales alrededor del río Hudson. Una de estas últimas nos llamó especialmente la atención: East River, Brooklyn Bridge, Manhattan Bridge (1940).
La mirábamos y la remirábamos y no podíamos dejar de pensar que nos recordaba a algo que ya habíamos visto. Finalmente dimos con ello. La foto de Andreas (como algunas otras de la muestra) era prácticamente idéntica a este otro dibujo:
Como lo ven, una foto del hijo "homenajeando" una de las planchas más famosas de su padre de esa gran obra mínima que fue The Kin-der-Kids. Ver para creer. No muchas veces se es testigo de algo igual: la realidad inspirándose en la ficción. Curioso, ¿verdad?.

martes, abril 21, 2009

Más de secretos y cómics berlineses.

Ya lo hemos dicho, una ciudad como Berlín da de sí para mucho. El diseño, la ilustración, la vanguardia se mueven a sus anchas por las vías oficiales y extraoficiales de la capital alemana. Entre estas últimas, por ejemplo, destacaremos siempre la apabullante calidad y variedad de los grafitis que adornan sus muros.
Andábamos paseando por Warschauer Straße en busca de ese quilómetro largo de muro que permanece en pie como monumento y memoria del despropósito, cuando nos dimos casi de frente con un viejo conocido y una de sus obras más reconocible; desde el puente, siguiendo el curso del río, asomaba otra entrega más del fenómeno. No es mal arranque para empezar una ruta grafitera por Berlín. No obstante, no faltan muestras allá por donde uno vaya: mención especial a los que brotan en los alrededores de Tacheles, la casa okupa instituida en centro cultural alternativo, o en muchas de las galerías y patios interiores de Kastanienallee. Grafitis y más grafitis, pintados la mayoría, pegados como stickers o collages muchos otros (en una nueva tendencia que parece extenderse como la pólvora de imprenta por la ciudad). Y, por supuesto, entre todos, no faltan referencias al discurso que alimenta este blog, el cómic; éste de aquí abajo lo encontramos en el muro de entrada a Yaam, una playa-disco-bar de considerables dimensiones plantada en medio de la ciudad (al final de ese quilómetro de muro que acabamos de mencionar).
Más viñetas esparcidas encontramos en estaciones de metro, en aparadores abandonados y en folletos varios, pero donde realmente creímos reconocer la esencia alternativa berlinesa trasmutada en establecimiento comiquero fue en esa tienda, cueva de los tesoros, que se encuentra escondida al final de la galería en Rosenthaler strasse 39. Un lugar digno del Nueva York prepunk. Les explicamos como llegar: una vez en la dirección indicada, se reúne valor y se entra en el oscuro callejón, dejando atrás algunos de esos acogedores y oscuros cafés improvisados en locales que inundan los barrios de Berlín; se cruzan las dos o tres arcadas interiores, seguro que sin poder dejar de mirar, de nuevo, los grafitis, instalaciones y esculturas extraterrestres que adornan los muros de ladrillo descubierto y, entonces, llegamos al último patio, el que ocupa uno de los mejores locales nocturnos underground de la ciudad, el Kaffee Kaschemme, que comparte espacio y nombre con una galería de arte y un portal de empinadas y grafiteras escaleras en dirección a Neurotitan, nuestro sitio.
Allí al fondo

Pocas veces hemos estado en una tienda de cómics tan, tan "peculiar" y ajena a la oficialidad editorial (lo cual ya es decir, hablando de un medio tan poco ortodoxo editorialmente como éste). Nada más adentrarnos en el espacio franco, invadido de mesas y estanterías, de esta librería-galería empezamos a movernos a una velocidad cercana a cero por hora, hipnotizados ante fanzines, revistas, mini-cómics y tebeos alternativos o como ustedes quieran llamarlos, a medio camino entre la rareza experimental, la trasgresión underground y el cómic-arte de serie limitada y numerada. Descubrimos casas y editores que nunca habíamos oído tan fascinantes como los franceses Le Dernier Cri, el Institute Pacôme o el berlinés estudio Bongoût; junto a proyectos frescos que demuestran que aún quedan cosas por hacer en el campo de las revistas comicográficas, echenle un vistazo al fanzine esloveno Stripburger. Entren y ojeen. Les dejamos algunas instantáneas de lo que vimos tras esa puerta. Algún otro día les hablamos de alguna rareza que allí compramos.

miércoles, abril 15, 2009

Berlín, biografías y Joseph Beuys.

Berlín es una ciudad llena de estímulos, culturales, gastronómicos, festivos, artísticos y visuales. Una de las plazas europeas más jóvenes y efervescentes pero, al mismo tiempo, en gloriosa paradoja, más ricas en historia e información esencial sobre lo que somos los europeos y por qué lo somos. En cada visita tenemos la sensación de que la capital alemana es un espacio en constante transformación, una ciudad que no deja de forjarse una identidad a partir de los restos de ese naufragio histórico-político del que emergió en los últimos años del siglo pasado. Tierra baldía, zona franca que, quizás por puro espíritu de subsistencia, quizás por ánimo de resistencia ante el estigma diacrónico o quién sabe si por el enorme solar que se abrió tras el derrumbe, se ha convertido en un enorme lienzo en blanco sobre el que artistas nómadas, buscavidas, desheredados de occidente, nostálgicos de la vanguardia y jugadores del día a día han decidido pintar el irregular skyline de esta ciudad imprevisible.
Nos gusta pasear por sus enormes avenidas entre edificios históricos y oscuras torres de viviendas que nunca desvelan con claridad si su pasado pertenece al bloque comunista o a la vieja alianza. Entramos una y otra vez en sus bellos museos amueblados con las ruinas de saqueos míticos o con esos otros construidos a sí mismos con espíritu pragmático y afán didáctico. Museos irresistibles, habitados por reinas de la belleza o por monstruos de la ruptura, como Joseph Beuys. La del Hamburger Bahnhof es una de las visitas que siempre repetimos cuando viajamos a Berlín, sobre todo por mucho que nos impresiona un tipo como Beuys.
El alemán es una figura legendaria del arte contemporáneo, pero al mismo tiempo un artista con limitada ascendencia popular. Creador y personificador de una obra rupturista, Beuys intentó superar en todo momento la concepción tradicional de los museos y el arte, mediante la destrucción de su significación denotativa: "cada hombre, un artista". Ideario ético y filosofía estética al servicio de la diferencia artística. La trayectoria de Beuys está unida a la ciudad de Düsseldorf y sus comienzos conectados al grupo Fluxus, de los que pronto se desmarca, siguiendo una línea creativa marcada por una heterodoxia aún mayor que la de aquellos.
Beuys compaginó sus célebres intervenciones y acciones, con una labor docente reformista enfrentada a la enseñanza tradicional. Buscaba una enseñanza libre en todos sus sentidos, en la que el papel protagonista recayera en el alumno y a la que cualquier persona tuviera acceso. Fue expulsado de su puesto titular como profesor de escultura en la Academia Nacional de Düsseldorf después de que varios aspirantes a cursar sus enseñanzas fueran rechazados por el claustro de profesores de la Academia; antes, Beuys ocupó la secretaría del centro junto a algunos de esos alumnos y escribió una carta abierta al director sin guardarse ninguna opinión sobre las autoridades in-competentes. Las presiones estudiantiles y un fallo favorable de los tribunales alemanes favorecieron la admisión de los alumnos inicialmente rechazados y la readmisión de Beuys, pero él, en un órdago final, presentó su dimisión. Dos años antes de morir (1986) ingresa en la Academia de Arte de Berlín, la ciudad que guarda buena parte de su legado atístico.<
Para Beuys todo es susceptible de convertirse en objeto artístico (la política, la religión...) y él oficiará siempre como sumo sacerdote en unas liturgias perfectamente organizadas, cargadas de simbolismo mágico y mensajes crípticos. Oficiará sus acciones buscando la complicidad del espectador que deberá descifrar el mensaje social/artístico/político que se esconde detrás de títulos como Como explicar cuadros a una liebre muerta (1965) o I Like America and America Likes Me (1974), por citar dos de los vídeos grabados con las acciones del artista que se pueden ver en el museo. Valeriano Bozal señalaba al respecto en Modernos y postmodernos: "Beauys actúa como un chamán, y con sus gestos y movimientos, con los objetos y materiales que utiliza, crea un espacio o dominio en el que la revelación se hace posible".
Los trabajos "más clásicos" de Beuys (esculturas, ¿pinturas?, objetos, etc.) tampoco se lo ponen fácil al espectador tradicional. Obras crudas, feístas, voluminosas e intencionadamente simbólicas, siguen recurriendo a la organicidad de sus materiales y a referencias constantes a la naturaleza: enormes moles de grasa seca convertidos en rocas disformes, rollos de fieltro atravesados por jabalinas, vigas coronadas por moldes de hierro de cabezas humanas... Símbolo, transgresión, reformulación y grito airado para reiventar el arte, todo eso es Beuys.
En plena digestión, enfilamos la salida del museo y en su surtida librería de arte contemporáneo nos topamos con una sorpresa que enlaza este post con el de "ayer". Un tebeíto, minicómic (por su tamaño y número de páginas) con editorial detrás, acerca de la biografía de Beuys, titulado: Joseph Beuys. Der lärchelnde Schamane (El chamán sonriente, creemos); firmado por Bernd Jünger y Willi Blöss. No entendemos ni hablamos una palabra de alemán, pero los tres euros que cuesta el tebeo nos empujan a la compra (dentro de ese conocido afán por la adquisición de curiosidades inutiles que sufrimos los lectores políglotas frustrados). Se trata ésta, claramente, de una iniciativa didáctica en la que prima el concepto divulgativo sobre la búsqueda artística. El tebeíto, descubrimos luego, tiene continuidad en toda una serie de biografías artísticas que incluyen a Andy Warhol, Frida Kahlo o Egon Schiele, entre otros. Realmente curiosa esta mini-colección (cada volumen tine 24 páginas a un tamaño de 10'5 x 14'5 cms) editada por Willi Blöss Verlag.
En la siguiente entrega volvemos a Berlín pero prometemos centrarnos en curiosidades más intrínsecamente comiqueras.

sábado, abril 11, 2009

Biografías históricas normalizadas. Reich, de Elijah Brubaker.

Uno de los efectos secundarios de eso que llaman la normalización del cómic es su acercamiento a géneros y formas que en otros discursos narrativos parecen ya asentadas, pero que en el caso de las viñetas resultan todavía un territorio por explorar. Hablamos, por ejemplo, del género de las biografías históricas.
No hay que pensar demasiado para enumerar un buen puñado de biografías históricas noveladas memorables (Yo Claudio, Koba el temible, Flores de plomo...). Otro tanto sucede con el caso de las narraciones fílmicas (Andréi Rubliov, Aguirre, la cólera de Dios, El hundimiento...). En el caso del cómic, más allá de los célebres acercamientos de Robert Crumb al género con sus perfiles biográficos sobre Philip K. Dirk o pioneros del blues y el jazz, como Jelly Roll Morton o Tommy Grady (atención al post de Entrecomics al respecto), encontramos pocos ejemplos de vidas ajenas noveladas: quizás el más destacado de los últimos tiempos sea el aclamado Louis Riel de Chester Brown, aunque la lista promete ampliarse en los próximos tiempos.
Un ejemplo más es el de esa pequeña serie de minicómics independientes norteamericanos realizada por Elijah Brubaker, que responde al nombre de Reich (ya en su quinta entrega). En ella, se nos narra la vida de Wilhelm Reich, científico, filósofo y activista político cuya agitada vida discurrió entre 1897 y 1957. En la biografía de este personaje histórico, escasamente conocido, encontramos material suficiente para establecer un relato no falto de emociones. Reich fue uno de los pioneros de las tesis del psicoanálisis, en estrecha relación con Freud, y las teorías de la energía sexual. Su ideario político estuvo también marcado por las polémicas relaciones que mantuvo con casi todas las tendencias ideológicas imperantes en su tiempo: tuvo problemas con el partido comunista, al que en ciertos momentos le unió alguna afinidad ideológica; por su carácter totalmente contrario al autoritarismo, Reich, que además era judío, fue perseguido por los nacionalistas y fascistas alemanes y, finalmente, cuando terminó exiliado en Estados Unidos, sufrió un absoluto rechazo por parte de todos los estamentos sociales, que lo trataron de loco o excéntrico y terminaron quemando, literalmente, sus escritos en la hoguera para después encarcelarle.
Con tan complejos mimbres, la labor de Brubaker no era fácil, desde luego. Aunque se lamente en la introducción del espacio limitado que ofrece el formato de un minicómic, el autor norteamericano lleva a cabo su tarea de una forma sorprendentemente minuciosa y extensamente documentada (como denota la bibliografía que maneja). De hecho, en varios momentos, la vida y las teorías de Reich aparecen ilustradas por detalladas explicaciones científicas de sus presupuestos psicoanalíticos y apoyadas por citas literales de otros personajes de su vida y estudiosos de su biografía, que asumen, momentáneamente, la voz narrativa (se nos muestran hablando en una viñeta a modo de personaje entrevistado o cita ilustrada) en un recurso de referencia a la autoridad escasamente utilizado en el cómic. No obstante, este mecanismo, efectivo en la mayoría de las ocasiones, espesa la lectura en algún otro caso.
Destaca además la forma en que Brubaker aborda la descripción de personajes, en concreto la de Reich, a quien dota de una personalidad compleja y cambiable, recreando con eficacia objetiva la volubilidad, a veces antipática, del personaje. A la descripción física de los caracteres ayuda la sorprendente línea de dibujo de su autor, que apuesta decididamente por un estilo vanguardista: expresionista casi siempre en sus juegos con el claro-oscuro, cubista en el diseño anguloso de espacios y personajes, y surrealista cuando toca a la descripción de sueños y emociones. Un dibujo que puede parecer primerizo o amateur en ciertos momentos, pero que alcanza sus objetivos aportando espontaneidad y cierto aire naif al relato.

Ya ven, una nueva incursión entre la espesa y fértil vegetación del cómic independiente norteamericano que tiene en este caso más sentido que nunca, ya que nos ha conducido al panorama sociopolítico de la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial. Precisamente, el mismo territorio que acabamos de visitar y que ha tenido este blog paralizado durante casi una semana. En próximas entregas (que, prometemos, serán menos distanciadas en el tiempo) les hablamos de nuestro periplo berlinés; que ha dado para mucho.

jueves, abril 02, 2009

Los carruajes de Bradherley. Los límites de la provocación.

Hace unos años, en un episodio de noctambulismo estival, tomamos una de esas resoluciones irreflexivas que sólo tienen sentido a partir de la media noche: encender la televisión y convertirse en estoico espectador de "lo que nos echen". Con la buena fortuna de que lo emitido resultó ser un film de ese polémico autor austriaco, un tal Haneke, por aquel entonces no demasiado conocido (no había, creemos, ni siquiera estrenado La pianista). La película era Funny Games, popular ahora por su innecesario (como casi siempre) remake americano, calcado por el mismo Haneke.
Recordamos que cuando terminó la película nos sentimos cabreados, repugnados y fascinados a partes iguales. En el análisis de sobremesa (sobresofá) achacamos el cabreo a la habilidad (casi perfidia) del director para jugar con las emociones del espectador, utilizándole como muñeco de pimpampúm sacudido por los trucos de guión en un cruel tiroteo catártico: imposible no odiar las cínicas interpelaciones de los personajes mirando a cámara o no empatizar hasta el dolor con los torturados habitantes del chalet.
La repugnancia, obviamente, tenía que ver con la gratuidad de la violencia psicológica (que no física) que la película descarga sobre el espectador, al mismo tiempo que sobre esa misma familia burguesa que se convierte en conejillo de indias de sus asaltantes; una violencia transformada en desafío ético a las expectativas preconcebidas de cualquier espectador cinematográfico, a priori seguro en su butaca o sofá de que lo que va a observar se mantendrá dentro de ciertos límites (no escritos) de control ético. Dicho lo cual, y aquí se vuelve a demostrar la genialidad de un director tan impredecible como Haneke, una vez acabado el film el aficionado debe asumir resignado el veredicto de culpabilidad que recae sobre él en ese mismo juicio moral al acaba de asistir: ¿aparte de quien ejerce el delito no es también culpable el que se deleita en su contemplación, aunque sólo sea por el placer morboso que produce el distanciamiento aliviador? ¿No es a ese espectador a quien se dirigen una y otra vez los personajes torturadores de la película, buscando su complicidad, al mismo tiempo que su implicación directa en el desmán? En Funny Games Haneke demuestra que es un gran narrador y un rupturista del relato tradicional, un malabarista de los entresijos de la historia. Por eso, no podemos sino mostrarle admiración, al margen de cómo sus películas afecten a nuestro aparato digestivo.
Viene todo esto a cuento de algunas sensaciones encontradas que nos han sobrevenido con la lectura de una obra de Hiroaki Samura (ya muy comentada y reseñada) que se editó en Espana el curso pasado: Los carruajes de Bradherley. La obra entró en nuestro mercado precedida por una merecida fama de cómic truculento y espinoso. Su lectura y sus intenciones guardan relación con las de Haneke en el filme que acabamos de comentar, aunque el dibujante japonés no llega a lograr la maestría del austriaco en la plasmación artística de dichos presupuestos temáticos, ni sus juegos narrativos alcanzan el refinamiento de los de éste.
Por supuesto, por respeto a sus posibles futuros lectores, no vamos a destripar el secreto que esconde el argumento de Los carruajes... y que funciona como catalizador de todos sus capítulos, pero es necesario comentar al menos el arranque de la historia; nos limitaremos a la nota de contraportada:
Convertirse en hija adoptiva de la familia Bradherley era el sueño de todas las niñas del orfanato. El deseo de triunfar en la Compañía de la Ópera Bradherley, era la esperanza que tenían las niñas, pero el destino que alcanzaron era una especie de fosa oscura sin fondo. Es el comienzo de una pesadilla de terror y de crueldad.
Hasta aquí podemos leer, que decían en el Un, dos, tres. Efectivamente, Sakamura plantea su historia como un descenso a los infiernos. Una mirada de soslayo a las cloacas del alma humana, a esas fosas sépticas que rezuman una mierda moral que, preferiríamos pensar, está más allá de la razón. Pero a las cuales no podemos evitar mirar de soslayo, aunque sólo sea para limpiar nuestra conciencia y ganar en salud con la observación impermeabilizada de las atrocidades ajenas (¿les suena?).
Surgen varias dudas razonables después de una lectura como Los carruajes de Bradherley. ¿Hasta dónde puede/debe llegar el arte en su indagación de las miserias humanas? O dicho de otro modo, ¿desde un punto de vista ético, existen barreras no traspasables dentro de los afanes de provocación de una obra de arte? ¿Debe el autor hacer un ejercicio de autocensura a la hora de abarcar ciertos temas sensibles o la reformulación artística de cualquier tema es ya en sí un elemento de control inherente a la naturaleza ficcional de narraciones como Los carruajes de Bradherley? No se trata de crear polémicas, el tema está ahí mismito; además, quien siga este blog sabe lo poco dados que somos a castraciones intelectuales o creativas.
Por lo demás, superado el impacto inicial con que Samura sacude al lector en el primer capítulo, Los carruajes... no deja de ser un cómic manga al uso, muy en la línea de ese nuevo género a medio camino entre el thriller y el terror-psicológico que desde hace unos años nos llega vía Sol Naciente y que tan bien han desarrollado en viñetas autores como Junji Ito o Naoki Urasawa (sobre todo en Monster); en este caso, con ambientación de época (finales del S.XIX, principios del S.XX), eso sí. Hiroki Samura recurre también a otro recurso muy habitual en los modos de narración del manga: la explotación a lo largo de varios capítulos de ese feliz "hallazgo" argumental que fundamenta el relato, mediante recursos narrativos como el constante cambio del punto de vista, el uso de flashbacks narrativos a partir un final anunciado (ya saben, crónicas de una muerte...), la revelación de pequeños detalles, si no trascendentes sí efectivos a la hora de avivar el guión, etc. Recursos de autor que demuestran un conocimiento de los mecanismos de la intriga y el suspense narrativo y que, al mismo tiempo, permiten estirar un relato alimentado por aquella chispa de ingenio argumental que mencionábamos.



Por supuesto, el dibujo de Samura trabaja en la misma dirección, evitando las formas redondeadas y las líneas moduladas del manga tradicional y apuntando más bien a un estilo que encuentra parentescos lejanos en los rayados sobreabundantes de Eddie Campbell en el From Hell y mucho más cercanos en el ya mencionado Urosawa; un dibujo que en algunos momentos puede parecer un grabado de hace cien años, a la japonesa.
Por cierto, suponemos que debe formar parte de la idiosincrasia nipona y de su reconocido gusto por la paradoja y la broma macabra, pero, una vez más, nos hemos quedado con cara de tontos cuando, después de asistir al festival de mezquindades desatadas y angustia contenida de Los carruajes Bradherley, el bueno de Hiroaki se nos descuelga en el epílogo con un: "Hace unos tres años me enganché a la serie de libros de Ana de las Tejas Verdes y le anuncié a mi jefe editorial: 'quiero hacer una historia del estilo de Ana de las Tejas Verdes' y así fue como empecé este manga". Leer para creer. Todo nuestro discurso pulverizado de un plumazo surrealista.
Quien no resista su inquietud morbosa y no pueda esperar un minuto más sin conocer el oscuro secreto de la famila Bradherley, puede echar un vistazo aquí... pero sólo por curiosidad, ¿eh?