 De entre todos los crossovers y what ifs que a uno se le ocurren, seguramente no haya ninguno tan importante en el plano personal como aquellos que afectan a nuestro pasado sentimental: ¿Qué hubiera sido de nuestra vida si no nos hubiera abandonado aquella chica? ¿si nos hubiéramos decidido a ir algo más lejos con aquella otra? ¿o, simplemente, si hubiéramos reunido el valor de agarrarle la mano aquel día? Suena a ejercicio de autoflagelo, pero también a reto de madurez: la asunción de las responsabilidades que se derivan de nuestros actos (que extrañas suenan estas palabra en estos tiempos que corren), el reconocimiento de las causas y los efectos que toda decisión conlleva. Después de todo, como decía con insistencia machacona uno de los personajes de Perdidos, "siempre hay una elección"; en gran medida somos los artífices de nuestro itinerario biográfico.
De entre todos los crossovers y what ifs que a uno se le ocurren, seguramente no haya ninguno tan importante en el plano personal como aquellos que afectan a nuestro pasado sentimental: ¿Qué hubiera sido de nuestra vida si no nos hubiera abandonado aquella chica? ¿si nos hubiéramos decidido a ir algo más lejos con aquella otra? ¿o, simplemente, si hubiéramos reunido el valor de agarrarle la mano aquel día? Suena a ejercicio de autoflagelo, pero también a reto de madurez: la asunción de las responsabilidades que se derivan de nuestros actos (que extrañas suenan estas palabra en estos tiempos que corren), el reconocimiento de las causas y los efectos que toda decisión conlleva. Después de todo, como decía con insistencia machacona uno de los personajes de Perdidos, "siempre hay una elección"; en gran medida somos los artífices de nuestro itinerario biográfico.
De todo eso habla Cinco mil kilómetros por segundo y tan bien lo hace, que se llevó el premio al mejor cómic del año en Angoulême 2011. Es un cómic excelente de veras.
Manuele Fior viene a sumarse al grupo de virtuosos de la acuarela que se han instalado en el cómic contemporáneo, con Gipi al frente. Abrimos las páginas de su obra y nos salpican los amarillos soleados y los verdes brillantes de sus primeras páginas; sus dibujos parecen carecer de líneas, son  puro brochazo, tonalidad expresionista, esbozo luminoso. Sin embargo, a medida avanzamos en la lectura de Cinco mil kilómetros por segundo, se nos revela el talentoso trazo de su autor, se nos encienden las líneas y aparece el detalle exquisito que encierran los dibujos de Fior (son asombrosos sus paisajes del fiordo noruego o las escenas del hormigueo humano en Egipcio). Todo quedaría en fuegos de artificio si debajo de tamaña exhibición visual no creciera un relato tan intenso, lírico y profundamente humano como el que conforma las páginas de este trabajo.
Piero, un adolescente italiano, conoce a Lucía, la nueva inquilina de su edificio, y se enamora de ella. Partimos de una premisa así de simple para asistir a la representación de la vida, dos vidas, en realidad, la de cada uno de los personajes (el autor inspira su trama en Cinco centímetros por segundo, la película animada  de Makoto Shinkai). A partir del primer capítulo, la narración se bifurca, revivimos ese juego de itinerarios biográficos y  elecciones que mencionábamos al principio de estas líneas. El relato fluye entonces como dos afluentes paralelos que se separan en el espacio para volver a converger en esporádicos episodios temporales. Asistimos a la construcción de las biografías y al nacimiento de afinidades y diferencias entre Piero y Lucía, a la aparición de personajes secundarios y otros capitales en la vida de nuestros protagonistas (igual que nos sucede a las personas continuamente). Fior maneja las elipsis con sabiduría, nos ahorra el tránsito penoso, el hastío irrelevante, el relleno existencial; tampoco queremos decir que Cinco mil kilómetros por segundo esté construido a base de instantes mágicos o idelizaciones efectistas, no, cada uno de sus cinco episodios supone un ejercicio de normalidad absoluta dentro de la existencia de sus personajes. Pero Manuele Fior demuestra  un gran talento a la hora de elegir el momento preciso, su mirada es tan hábil como para detectar los pliegues existenciales que provocan los cambios de dirección en una biografía.
No hemos podido evitar encontrar semejanzas entre la obra de Manuele Fior y los trabajos de ese otro nuevo geniecillo del cómic europeo que es Bastien Vives. Ambos comparten una sensibilidad parecida a la hora de explorar en recovecos de la soledad humana, en la nostalgia que provocan el paso del tiempo y la separación, en el arraigo de las personas a geografías y lugares concretos y, en definitiva, en el esfuerzo que le dedicamos todos a encontrar nuestro espacio en el mundo.

 


 Hay que reconocer que en las lista de "damnificados" después del advenimiento de la novela gráfica, dos de los que mejor parados han salido han sido los Hernandez Bros. No porque no estuvieran ya haciendo lo que hacen antes de la etiqueta de marras (a favor de la cual nos pronunciamos), sino porque con el nuevo formato su obra alcanza una dimensión adecuada y la magnitud que le corresponde.
Hay que reconocer que en las lista de "damnificados" después del advenimiento de la novela gráfica, dos de los que mejor parados han salido han sido los Hernandez Bros. No porque no estuvieran ya haciendo lo que hacen antes de la etiqueta de marras (a favor de la cual nos pronunciamos), sino porque con el nuevo formato su obra alcanza una dimensión adecuada y la magnitud que le corresponde. Las historias que componen el trabajo de Jaime Hernandez invitan a la paranoia lectora: cambios radicales y constantes en el punto de vista, flashbacks y anacronías a bocajarro, paréntesis narrativos, metarrelatos, bromas estilísticas, introducción fantasma de personajes, etc. Sin embargo, a poco que uno esté familiarizado con su obra, o incluso después de unas cuantas decenas de páginas dentro de un mismo libro, el lector se da cuenta de que, debajo de la historia y de las aventuras sólo aparentemente triviales de sus personajes, existe una intrahistoria, una estructura profunda que cohesiona todos y cada uno de los episodios creados por Jaime Hernandez hasta la fecha. Es como si el autor tuviera todas las piezas del puzzle en su cabeza y se las fuera revelando al lector con cuentagotas. Penny Century supone un nuevo y brillante capítulo de esa misma historia, una pieza más (muchas en realidad) del puzzle.
Las historias que componen el trabajo de Jaime Hernandez invitan a la paranoia lectora: cambios radicales y constantes en el punto de vista, flashbacks y anacronías a bocajarro, paréntesis narrativos, metarrelatos, bromas estilísticas, introducción fantasma de personajes, etc. Sin embargo, a poco que uno esté familiarizado con su obra, o incluso después de unas cuantas decenas de páginas dentro de un mismo libro, el lector se da cuenta de que, debajo de la historia y de las aventuras sólo aparentemente triviales de sus personajes, existe una intrahistoria, una estructura profunda que cohesiona todos y cada uno de los episodios creados por Jaime Hernandez hasta la fecha. Es como si el autor tuviera todas las piezas del puzzle en su cabeza y se las fuera revelando al lector con cuentagotas. Penny Century supone un nuevo y brillante capítulo de esa misma historia, una pieza más (muchas en realidad) del puzzle.