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lunes, abril 12, 2010

Sofía y el negro, de Judith Vanistendael. Narración alterna, quebrantos interraciales.

No nos engañemos, si Sofía y el negro hubiera caído en nuestras manos hace, pongamos, diez años, la impresión hubiera sido mucho más honda. Estamos ya demasiado acostumbrados a Satrapis y Peeters, a Ken Loaches y Mike Leighs, para que una crónica autobiográfica de amores (im)posibles interraciales nos pille de sorpresa o nos remueva las meninges. La tópica del amor y el desamor, o la de las barreras del corazón, son más viejos que un Romeo sin Julieta. Este cómic, sentido y sufrido, de Judith Vanistendael se mueve en esas esferas ya conocidas y en el género viñeteramente revisitado de la confesión (parcialmente) autobiográfica con quebranto social al fondo, un slice of life con compromiso, que diríamos.
La opción gráfica de Sofía y el negro tampoco sorprende: Sfar está en todas partes, un toquecito de Peeters, otro de Baudoin y ya tenemos esa línea espontánea o esa mancha estratégicamente liberada que parecen ser la marca de fábrica del nuevo cómic francobelga. Una faena de aliño sin mácula, que adquiere, no obstante, interesantes momentos de lirismo en páginas como las del beso en el parque (con un interesante doble cambio de perspectiva), en las del encuentro sexual entre Sofía y Abu o en las de algunas localizaciones exteriores paisajísticas.
Sin duda, lo más interesante de esta historia tiene que ver con su fórmula narrativa y con su dosificación de la elipsis. Nos agrada la doble narración de una historia de amor complicada entre una joven (casi adolescente) belga de clase media, con inquietudes sociales, y un no tan joven togoleño, inmigrante ilegal. El mismo relato, las dificultades de la relación, se nos ofrece por partida doble con una simple variación del punto de vista: vemos la historia, en primer lugar, desde los ojos del padre de Sofía (de hecho, esta primera parte adapta al cómic el relato que escribió el padre real de Vanistendael sobre las relaciones entre su hija y el "Abu" también real). Se trata, esta primera versión, de un relato fragmentario (como ha de serlo por fuerza toda narración que adopte un punto de vista subjetivo): de este modo, en las primeras páginas del libro sólo tendremos conocimiento de aquella información de la que dispone el personaje que nos cuenta la historia, el padre. Asistiremos a su preocupación paterna, a sus inquietudes y desvelos ante lo que el considera un arrebato de juventud por parte de su hija. Pasaremos entre las páginas guiados por esa voz en off que (en las didascalias) nos hace partícipes de otro desvelo universal para cualquier padre, no importa de dónde: el de la hija que deja de ser niña, crece y se relaciona con "los otros". Entenderemos como propias las dificultades del progenitor, pese a su perfil progresista y tolerante, a la hora de aceptar una situación, como poco, inquietante por la que a la apacible estabilidad de su familia respecta: "Tenía que pasarme precisamente a mí... quiero decir, a mí y a mi hija. Y eso que estudia económicas, tendría que pensar con claridad". Vanistendael salpica su relato con buenas dosis de humor, situándolo de este modo, más cerca de la tragicomedia que del puro costumbrismo. El padre de Sofía, su estado de desconcierto, es el principal vehículo para expandir esa vena cómica.
La segunda parte del cómic está relatada desde el punto de vista de la propia Sofía. Es el suyo un relato retrospectivo (mirando hacia el pasado), más intimista y lírico, y una fuente necesaria de información para "completar" todos los agujeros de una historia que, hasta ese momento, resultaba tan fragmentaria como lo son los testimonios de un personaje en realidad externo a los acontecimientos (el padre de Sofía). Digamos que, en esta segunda parte, la voz narrativa gira de tercera a primera persona. Las elipsis se rellenan de información y los puntos de referencia varían. El relato de Sofía omite, o pasa de puntillas, por aspectos y acontecimientos que desde la visión del padre parecían esenciales. De igual manera, desde esta vuelta de tuerca narrativa, se nos revelan instantes importantes para entender la relación entre Sofía y Abu, que el padre desconocía o en los que no había reparado.
No es la primera vez que leemos un cómic que recurra al "punto de vista alterno" (lo que E. M. Forster denominaba "shifting view-point"), el anteriormente mencionado Frederic Peeters lo hacía con maestría en su breve y brillante Constellations, pero es cierto que Vanistendael sorprende con su elección de narratarios: al elegir al padre como relator de la historia de amor entre su hija y el negro Abu, la autora evita la opción más rutinaria de trasmitirnos el relato a partir de los ojos de sus dos protagonistas principales. Esta elección enriquece, sin duda, las opciones narrativas y abre puertas a guiños inesperados dentro de la historia, gracias a los mencionados recursos de la elipsis, el humor y la "visión deformada".
Quizás Sofía y el negro no sea ese cómic superlativo que anuncian las críticas (promocionales) de la contraportada, pero sí es un tebeo honesto y emocionante, y un interesante ejercicio narrativo. Sólo por eso, merece una lectura.