 A la espera de que se recupere en nuestro país, quizás sea un buen momento para hablar de Crumb, la película de Terry Zwigoff, ahora que The Criterion Collection ha decidido reeditarla en Estados Unidos.
A la espera de que se recupere en nuestro país, quizás sea un buen momento para hablar de Crumb, la película de Terry Zwigoff, ahora que The Criterion Collection ha decidido reeditarla en Estados Unidos.
Después de la muerte de Will Eisner en enero de 2005, Robert Crumb es probablemente el autor vivo más influyente en el desarrollo del  noveno arte. Transgresor, polémico, ácido, autoindulgente, despiadado,  irreverente, revolucionario, sátiro... Todo cuanto rodea a las viñetas  de Crumb está impregnado de la subjetividad de un artista que actuó como  espoleta (y no sólo en el campo de la narración gráfica) del movimiento  underground; representa como nadie la huida hacia  delante de toda una generación, decididamente decantada hacia los  márgenes de la oficialidad cultural y social imperantes en la América de  los años 60.
Por  eso, cuando uno se dispone a observar la cinta que Terry Zwigoff rodó  en 1995, sobre la vida, obra y ascensión de Robert Crumb, te esperas un  ejercicio de optimismo hippy, una biografía sonriente (o  al menos divertida desde un punto de vista cáustico) de la metamorfosis  del joven feúcho y acomplejado que recorrió los escalones de la fama  que llevaban hacia el sexo fácil, el dinero y el reconocimiento  artístico. Por supuesto, se trata de una falsa expectativa apriorística  construida a partir de algunas viñetas dispersas del señor Crumb  (probablemente las más populares), que todos guardamos en nuestra  memoria: esas primeras láminas cuasi-surrealistas, de crítica  costumbrista enloquecida (ya saben, las del Keep-on-trucking), con ese estilo que reubica a Walt Disney en el lado grotesco del espejo americano. O esas otras páginas, las de Mr. Natural,  el simpático y odioso predicador de lo absurdo, el gurú  antifilantrópico de la generación ácida. O por qué no, aquellas otras  historietas del Crumb más misógino, reprimido y autocrítico, ese que  alcanzaba momentos de hilaridad en su genial autocondescendencia y  desprecio hacia el sexo femenino, desde su complejo de inferioridad.
De  hecho, así arranca el trabajo de Zwigoff, encontramos a un Crumb  inquietantemente parecido al de sus cómics (más sonriente si cabe); un  Crumb que va desgranando detrás de una cámara inteligente en su  selección de instantes, casi todos los capítulos que posteriormente  salpicarían las páginas de su obra. Y lo hace en un tono desenfadado,  con cierto distanciamiento respecto a su propia biografía, como si  hablara de una vida ajena (del mismo modo que lo hace en los cómics, por  otro lado). Crumb, con una risa perenne, entre incómoda y tontorrona,  actúa como cicerone privado del espectador y nos conduce  por los rincones favoritos de su tortuosa infancia: desde las  desventuras escolares de un “freaky” miope, hasta el realismo mágico de  los juegos infantiles y los arrebatos creativos editoriales vividos con  sus hermanos. Empezamos a conocer, dosificadamente, a los seres que  rodearon al autor-personaje, a los que ayudaron a forjar su mitología de  antihéroe.
Después,  Crumb y Zwigoff, Zwigoff a través de los ojos de Crumb, nos enseña las  prebendas de su éxito: los halagos de la crítica, las críticas que  resultan ser halagos, sus conquistas sexuales, novias y esposas, que no  amores (“nunca me he enamorado de nadie… excepto de mi hija Sophie”,  dice en un momento dado, sin pudor, delante de una de sus ex). Su mujer,  Aline Kominsky, nunca parece incomoda en su papel de partenaire  circunstancial (una circunstancia que ya ha durado casi media vida) y  segundona. La también dibujante, dirige los pasos vitales de Crumb,  ordena el hogar, las pulsiones de su actividad sexual, e incluso el  destino de la pareja (somos testigos de su mudanza a Francia), pero la  presencia de Crumb reduce todos los momentos que comparten ante la  cámara a un instante de reverencia ante el genio silencioso. Y entonces,  el dibujante nos lleva de la mano a conocer a su familia, más  profundamente…
En  la casa de su madre, en la habitación de un adolescente inmaduro de  cuarenta años a punto del suicidio, conocemos a Charles, el hermano  mayor de Robert. Después, podremos “disfrutar” de la presencia cercana  de su hermano Max y, posteriormente, de la de su madre, a la que sólo  habíamos oído vocear fuera de plano durante la conversación entre Crumb y  Charles. En un primer momento, la escena parece prometedora por su  potencial divertimento: una serie de individuos excéntricos, creativos y  un punto enloquecidos, dispuestos a desenterrar los trapos sucios de  sus infancias respectivas; hablan de sus obsesiones sexuales, de la  represión doméstica, de una madre adicta a las anfetaminas, de un padre  maltratador y, entonces, se desencadena el infierno testimonial. El  aparente divertimento biográfico de Zwigoff empieza a girar hacia el  terreno de la locura. La galería de monstruos empieza a adquirir  proporciones efectivamente monstruosas y lo que pretendía ser un biopic de uno de los autores de cómics más grandes de todos los tiempos, se  convierte en un paseo por el túnel de los horrores. Hasta las palabras  de Crumb parecen perder ese trasfondo humorístico que preside todas y  cada una de sus obras (¡Qué incómodo el diálogo sobre la fase acosadora  de su hermano Max!).
Se nos aparece el Crumb atormentado, el personaje  obsesivo, pervertido y cínico de sus autorrepresentaciones más  nihilistas. Entendemos entonces que hay muy poco de invención en los  argumentos que Crumb baraja en sus páginas y nos preguntamos cuánto  habrá de realidad, entonces, en aquellos de sus cuadros paródicos en los  que su invectiva busca objetivos externos. ¿Fue Crumb, es Crumb, un  profeta de la degradación social y la alienación contemporáneas?
 Él  mismo se declara desconcertado ante el efecto, la repercusión y la  idoneidad de su trabajo para según que lectores y, nosotros, como  espectadores, percibimos el punto de demencia que salpica a su obra  desde su pasado familiar. En ese momento, sin embargo, el documental, la  “ficción-realista” (existe una intención narrativa evidente en el modo  en que se organiza el montaje final), consigue, en un nuevo giro de  tuerca, separarnos del infierno para devolvernos al Crumb hipersensible,  al hombre hogareño, amante de la música (obsesionado por los viejos  discos de jazz), al padre volcado en sus hijos, al Crumb que quiere  escaparse de América, al artista que parece querer ser un creador por  encima de un hombre. No es gratuito que el maravilloso trabajo de  Zwigoff termine con la ya comentada mudanza de los Crumb a tierras  francesas (a una casa conseguida a cambio de un baúl lleno de esbozos y  cuadernos “garabateados”) ¿Quién no se mudaría de un pasado así?
Él  mismo se declara desconcertado ante el efecto, la repercusión y la  idoneidad de su trabajo para según que lectores y, nosotros, como  espectadores, percibimos el punto de demencia que salpica a su obra  desde su pasado familiar. En ese momento, sin embargo, el documental, la  “ficción-realista” (existe una intención narrativa evidente en el modo  en que se organiza el montaje final), consigue, en un nuevo giro de  tuerca, separarnos del infierno para devolvernos al Crumb hipersensible,  al hombre hogareño, amante de la música (obsesionado por los viejos  discos de jazz), al padre volcado en sus hijos, al Crumb que quiere  escaparse de América, al artista que parece querer ser un creador por  encima de un hombre. No es gratuito que el maravilloso trabajo de  Zwigoff termine con la ya comentada mudanza de los Crumb a tierras  francesas (a una casa conseguida a cambio de un baúl lleno de esbozos y  cuadernos “garabateados”) ¿Quién no se mudaría de un pasado así? 
- ¿Echarás de menos a tu familia?
- No –responde Aline por él–, apenas les ve una vez al año.
 


 
