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lunes, abril 02, 2012

Lo real maravilloso y las asombrosas aventuras de Michael Chabon.

Después de muchas recomendaciones y alabanzas de lectores fiables, decidimos embarcarnos en la lectura de Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, de Michael Chabon. Además, queríamos ventilar la deuda lectora antes de que el libro termine convertido en un nuevo truco de magia televisiva de HBO. Y qué les vamos a decir, ha valido la pena embarcarse en estas más de 600 páginas de realismo mágico estadounidense; o de lo real maravilloso, más bien, como se decía de Miguel Angel Asturias y de esos otros autores que trasformaban la realidad en un juguete fascinado que llegaba a parecer tan falso y maravilloso como un cuento de hadas (o de ogros).
El estilo exuberante de Chabon hace que sus historias (como sus frases interminables) crezcan y se ramifiquen como ríos caudalosos, llenos de detalles, anécdotas, aventuras y acontecimientos históricos. Así sucede en Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, donde sus dos protagonistas, los autores de cómics Samuel Clay y Joe Kavalier, no son sino la guía rectora alrededor de la cual crecen temas y subtramas. En la obra de Chabon hay espacio para acercarse a la Segunda Guerra Mundial y su efecto sobre la sociedad Norteamericana (antes y después de la participación del país en el conflicto), a las devastadoras consecuencias del nazismo en la vieja Europa, al antisemitismo, a la emigración, al sueño americano de esos mismos emigrantes, al nacimiento y crecimiento de las megacorporaciones, a la magia, a la ciencia, a la arquitectura, al cine, pero, sobre todo, al cómic, a los años dorados del cómic norteamericano.
Chabon habla de Eisner, de Herriman, de King, de Kane, de Siegel y de Shuster. Los dos personajes del libro crecen como dibujantes y guionistas, conocen el éxito y viven tantas y tan asombrosas aventuras como su propio personaje, El escapista. Una criatura de ficción que, paradojicamente, termino por cobrar vida, también ficcional, fuera de las páginas de la obra que ahora comentamos. Fue el mismo Chabon quien, en un juego de espejos muy posmoderno, terminó por crear el mismo tebeo que había conducido a sus personajes a la fama. The Amazing Adventures of the Escapist se convirtió en una serie de cómics independiente de Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, y vivió en el mundo real de los quioscos y los comic-cons un éxito tan fulgurante como el que había tenido en las páginas irreales de la irreal Radio Comics. The Amazing Adventures of the Escapist (Dark Horse) terminó ganando varios premios Eisner y Havey en 2005, aunque, para que negarlo, nos quedamos con las aventuras del primer escapista, ese émulo superheroico de Houdini que ayudó a Kavalier y a Clay a asentarse como dos de las creaciones literarias más comiqueras de todos los tiempos:
Desde el principio hubo una tendencia entre educadores, psicólogos y el público en general a contemplar el cómic como un simple descendiente degenerado de la tira cómica, entonces en el apogeo de una gloria que pronto habría de empezar a marchitarse, leída por presidentes y por chóferes de coches Pullman, un orgulloso primo americano, por su gracia y vitalidad indígenas, del béisbol y del jazz. Parte del oprobio y de la sensación de vergüenza que nunca abandonarían al formato del cómic se debía al hecho de que en su principio se resentía inevitablemente, incluso en el mejor de los casos, de la comparación con el esplendor manierista de Burne Hogarth, Alex Raymond, Hal Foster y los demás reyes del dibujo de viñetas humorísticas, con el humor sutilmente modulado y la ironía adulta de Li'l Abner, Krazy Kat y Abbie 'n' Slats, con el talento narrativo sostenido y metronómico de Gould y Gray y Gasoline Alley o con el diálogo vertiginoso y nunca superado entre relato visual y relato verbal de la obra de Milton Caniff.
Al principio, y hasta muy poco antes de 1939, los cómics no habían sido en realidad nada más que compilaciones reimpresas de las tiras más populares, sacadas de sus contextos originales en la prensa y obligadas, no sin violencia ni tijeretazos, a meterse entre un par de cubiertas baratas y chabacanas. El ritmo mesurado de tres o cuatro viñetas de las tiras, con sus continuarás de los viernes y sus recapitulaciones de los lunes, se resentía de los confines más espaciosos del «libro de viñetas», y lo mismo que había sido elegante, excitante o hilarante cuando se administraba a cucharaditas en dosis diarias resultaba entrecortado, repetitivo, estático e innecesariamente prolongado en las páginas, por ejemplo, de More Fun (1937), el primer cómic que Sammy Klayman compró en su vida. En parte por esta razón, pero también para evitar pagar a las agencias existentes por los derechos de reimpresión, los primeros editores de cómics empezaron a experimentar con contenido original, contratando a artistas o equipos de artistas para que crearan sus propios personajes y tiras. Si tenían experiencia, estos artistas carecían por lo general de éxito o talento; los que tenían talento carecían de experiencia. Esta última categoría incluía en su mayor parte a inmigrantes o hijos de inmigrantes, o bien a chavales del campo recién bajados del autobús. Tenían sueños, pero sus apellidos y su falta de contactos les impedían toda posibilidad real de éxito en el mundo majestuoso de las portadas del Saturday Evening Post y los anuncios de las bombillas Mazda. Muchos de ellos, hay que decirlo, no sabían hacer un dibujo realista del apéndice corporal reconocidamente complejo con el que confiaban en ganarse la vida (págs. 85-86).

Páginas y párrafos como este demuestran el amor sincero de Chabon por el mundo de las viñetas y su profundo conocimiento del mismo. Nos morimos de ganas por ver lo que los señores de HBO pueden hacer con un material tan jugoso como el que se maneja en las páginas de Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay. Si Sam estaba en lo cierto y Ciudadano Kane era como un cómic, no queremos ni pensar las viñetas televisivas que le pueden salir al señor Stephen Daldry:
Después de volver a casa desde la estación de Pennsylvania, los cuatro se sentaron ya entrada la noche, bebieron café, pusieron discos en el Panamuse y recordaron conjuntamente momentos, tomas y líneas de diálogo. No podían olvidar el largo movimiento ascendente de la cámara, a través de la maquinaria y las sombras de la ópera, hasta los dos tramoyistas que se agarraban las narices en el debut de Susan. Nunca olvidarían cómo la cámara se había metido por la claraboya del sórdido bar de copas para mostrar a la pobre Susie en plena decadencia. Discutieron sobre los pasajes cruzados del laberíntico retrato de Kane, y sobre por qué todo el mundo sabía cuál había sido su última palabra cuando no parecía haber nadie con él cuando la susurró. Joe intentaba expresar, formular, la revolución de sus ambiciones en relación a la forma de arte mal prensada y grapada a la que los habían llevado sus inclinaciones y la suerte. No era simplemente, le dijo a Sammy, cuestión de que alguien adaptara el repertorio de trucos cinematográficos desplegados de forma tan atrevida en la película —primeros planos extremos, ángulos extraños, disposiciones extravagantes de las figuras y los fondos—. Joe y otra gente llevaba tiempo tanteando con aquellas cosas. Era que Ciudadano Kane representaba, más que ninguna otra película que hubiera visto Joe, la fusión total de imagen y relato que era —¿acaso Sammy no lo veía?— el principio fundamental de la narración en el cómic, y el núcleo irreductible de su asociación. Sin el diálogo ingenioso y poderoso y sin el rompecabezas de la historia, la película solamente habría sido una versión americana del mismo rollo expresionista perturbador y sombrío al estilo de la Ufa Films que Joe había crecido viendo en Praga. Sin las sombras inquietantes y las arriesgadas incursiones de la cámara, sin la iluminación teatral y los ángulos vertiginosos, habría sido simplemente una película inteligente sobre un hijo de puta rico. Pero era más, mucho más, de lo que ninguna película necesitaba ser. En aquel sentido crucial —su fusión inextricable de imagen y relato— Ciudadano Kane era como un cómic (pág. 347).