Algo está definitivamente cambiando en el panorama del cómic. La Torre Blanca es un cómic adulto y un cómic para adultos: sí, quiero decir eso, que un niño difícilmente podría disfrutarlo y un adolescente lo comprendería sólo a medias. Sin embargo, no se parece en nada a "aquellos cómics adultos", los que nos vendían en los 70 y 80 como anomalías de mercado: aquí no sale ni una teta de aquellas (bueno sí, una) que nos recalentaban las meninges. El estado (el estadio) adulto de La Torre Blanca se huele en otros detalles y se adivina en otras intenciones: en la nostalgia profunda de su protagonista-narrador; en las imágenes idealizadas de su pasado colorido, que contrastan con la aspera angulosidad del presente (su presente); en el dolor por los momentos perdidos y la experiencia malganada...
¿Cómo puede sufrir alguien que no conoce el dolor? Cierto que el dolor de la adolescencia es profundo, intenso, desgarrado, pero está fabricado en cristal soplado. Duelen más los años, la asunción de que aquel dolor de juventud (que nos parecía infinito y agónico) no volverá, porque ya no vivimos la vida como lo hacíamos, como un drama-aventura bizantina. No quiero ponerme tremendo, claro, porque el trabajo de Auladell regala muchos instantes de belleza ensoñadora, y porque de nada sirve recrearse en el óxido que nos afecta o ha de afectar a todos. Pero si algo me gusta de La Torre Blanca, es su capacidad para recoger ese instante fugaz de desesperación existencial, ese pinchazo que a todos nos escuece cada cierto tiempo.
Las soluciones narrativas y visuales del autor se revelan muy efectivas, en todo caso: la mezcla de evocaciones infantiles (recreadas desde la fragilidad del recuerdo idealizado), subrayadas por la amable calidez de los colores pastel, contrasta con las frías tramas grises y las líneas cortadas sobre el vacío de la viñeta. Las mil aventuras de la infancia (cuántas cosas viven los niños, y todas a la vez), se enfrentan a los paseos solitarios del protagonista, que rumia sus viejos recuerdos al tiempo que construye una realidad presente, monótona y, en muchos casos, de espaldas a sí misma.