A nuestro país, de Igort nos han llegado noticias con cuentagotas: 5, el número perfecto; Baobab; algunas historias sueltas en revistas y antologías, y poco más. Nosotros nos trajimos de un lejanísimo viaje transalpino un trabajo que firmó con Massimo Carlotto, titulado Dimmi che non vuoi morire; y debemos confesar que, años después, aún espera en la montaña de pendientes.
En un vistazo superficial, los trabajos de Igort pueden dan cierta pereza visual: su estilo es sobrio y solemne, a veces simbólico, otras casi expresionista; sus personajes parecen tallas góticas en madera y casi nunca se recrea en un dinamismo excesivo en sus secuenciaciones. Nos recuerda un poco a los dibujos de ese Andrés Rábago, Ops, El Roto. Recientemente, Sins Entido ha publicado Cuadernos ucranianos, una obra de Igort ante la que el lector no debe sentir pereza ninguna, porque se trata de un cómic sobresaliente.
Ya hemos señalado alguna vez que hay historias que por su veracidad o por la tragedia insoportable que se encierra tras su reconstrucción ficcional, resultan casi irrebatibles en el terreno emocional. Es cierto que una mala narración puede llegar a arruinar cualquier búsqueda de empatía, pero no lo es menos que toda ratificación histórica le añade a una historia un plus de credibilidad y capacidad de perturbación. Es el caso de esta obra. Desde la primera página, Igort se encarga de dejar claro que en su relato no hay más ficción que la de la reconstrucción ordenada de los hechos históricos: el artificio está en la forma, no en lo relatado. La batería de datos, nombres propios, fechas y testimonios que sostienen la crónica modelada por Cuadernos ucranianos es el resultado de la estancia del autor ("Relación de un viaje que duró casi dos años") en el escenario del "crimen", la Ucrania postsoviética, uno de tantos cadáveres geográficos que reflotaron putrefactos de las profundidades de la antigua URSS.
Hubo un tiempo en que en Occidente se observaba a la Rusia comunista con cierta indulgencia, sus líderes parecían inofensivos ancianos seniles de otro tiempo y sus figuras históricas (Lenin y, sobre todo, Stalin) no parecían más que eso, figuras históricas. A esta percepción contribuyó gente como el Pulitzer Walter Duranty, el corresponsal del New York Times en Moscú, un periodista arribista y adulador que ayudó a afianzar "un culto a la personalidad del dictador incluso en Occidente". El trabajo en los últimos lustros de historiadores y personajes de la cultura como Nikita Mijalkov (Quemado por el sol) o Martin Amis (Koba el temible), nos han ayudado a levantar el velo y a dejar a la vista la evidencia tenebrosa: Stalin se sienta al lado de Hitler o Pol-Pot en el podio de los monstruos genocidas de la historia reciente.
Igort aporta algo más de luz a dicha evidencia, revelando un drama histórico sobre el que en los anales históricos recientes se ha hablado poco o nada: el genocidio practicado sobre los kulaks (campesinos poseedores de tierras) ucranianos entre 1931 y 1934, una matanza que se dio en llamar la deskulakización.
Con el fin de conseguir incorporar a la rebelde Ucrania ("con una fuerte tradición campesina compuesta por pequeños y medianos terratenientes") al plan de colectivización bolchevique, Stalin y sus generales trazan un plan sistemático que consiga doblegar al país, "aniquile sus impulsos independentistas y destruya su identidad": se trataba de aislar a Ucrania y cortar sus medios de producción y sustento. Mediante el arresto de los cabezas de familia, la deportación sistemática de kulaks y la posterior requisación de bienes, animales, cosechas y alimentos, la región cayó en una hambruna tan brutal que hizo aumentar exponencialmente a hambruna, la violencia y provocó terribles episodios de canibalismo; la población de kulaks pasó de los 5,6 millones de 1928 a los 149.000 de 1834.
En su intento de ilustrar lo inenarrable, Igort maneja un doble registro artístico: para su enumeración de datos históricos y para la ordenación de los acontecimientos (apoyada en numerosos documentos oficiales de la época), el italiano recurre a ilustraciones de apoyo sobre textos ágiles e informativos. Pero además, entre cifras espeluznantes y espeluznantes referencias, el autor incluye varios relatos comicográficos reducidos, de naturaleza biográfica. Se trata de episodios fidedignos sobre las vidas de esos testigos que Igort se encontró en su travesía, y que tuvieron a bien desnudarse vitalmente ante sus preguntas en indagaciones.
Las vidas de los Serafina Andréyevna, Nicolái Vasílievich o María Ivánovna no intentan funcionar, ni mucho menos, como ejemplos ilustrados de una tesis o como pruebas del delito. Son simple y llanamente confesiones descarnadas, a tumba abierta, de auténticas tragedias personales; ejemplos en carne viva del derrumbe existencial que asola a este planeta que habitamos, con una frecuencia cíclica y machacona. Cuando leemos sus retratos de resistencia y lucha infructuosa, pareciera que estuviéramos presenciado algunas de aquellas vidas de santos y hagiografías iluminadas de nuestro adoctrinamiento pasado (que tanto gustaban a ese otro pequeño y miserable dictadorcillo nuestro), eso sí desprovistas del resplandor místico y la aureola santificante. Tragedias sin excusas las de estos pobres hombres y mujeres ucranianos que sobrevivieron al monstruo y a sus plagas, y se agarraron a la vida, para constatar que al final de la misma, no había nada más que una tumba hecha de barro y heces.
No nos extraña que el Igort narrador deambule por su propia obra en estado perpetuo de congoja y estupor. En ese mismo estado nos deja con su último subrayado:
Una noticia reciente: van a colocarse numerosos retratos gigantes de Stalin en las principales plazas de Moscú a partir del 1 de abril de 2010. "Que saga sonriendo," aconsejan los dirigentes del revivido partido comunista. Y esto no es, por desgracia, una inocentada.
2 comentarios :
Gran comic y gran entrada. Totalmente recomendable.
Sí que es un gran cómic, uno de los mejores de este año, sin duda. Gracias, don Miguel, por las palabras y por la visita.
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