Si el cine de Hayao Miyazaki brilla por su capacidad para crear universos paralelos que se rigen por unas reglas propias, pero que, en su fantasía desbordada, rezuman verosímilitud, el anime de Satoshi Kon se instala de lleno en la realidad, para alterarla y convertirla en universo de pesadilla o en thriller enloquecido.
Desde su celebrada Perfect Blue (1997), el director japonés busca sus fuentes de referencia en la realidad más inmediata, en el mundo de los fans, del cine o del mundo empresarial. En esa misma cinta, un personaje que en realidad está interpretando a otro personaje, le repite con insistencia a Mima (una joven estrella del mundo de la canción que lo abandona todo para convertirse en actriz) una sentencia que resuena a lo largo de toda la cinta como un leitmotiv: "no hay forma de que las ilusiones cobren vida". O quizás deberíamos decir que la consigna sobrevuela todo el cine de Satoshi Kon, casi sin excepción.
Los personajes de sus películas creen entender el mundo que les rodea, soportan sus existencias apacibles, hasta que una chispa de anormalida enciende la trama y pone su mundo patas arriba. En esos instantes es cuando empiezan a desplegarse los diferentes planos de realidad que surcan la ficción de Kon: éstos pueden traducirse en forma de sueños recurrentes, realidades virtuales o viajes interiores fruto de la obsesión, o desequilibrios mentales. Las películas de Satoshi Kon se instalan entonces en mundo de paranoia en el que resulta difícil distinguir la línea del relato principal de aquellos otros metarrelatos que la surcan. ¿Cuándo estamos ante la Mima actriz y cuándo lo hacemos ante la joven ex-cantante llena de dudas (por haber cruzado una línea actoral y haber prestado su cuerpo a exhibiciones eróticas)? ¿En qué momento exacto se cruza la vida de la protagonista con su papel en la ficción televisiva? ¿Está el personaje al borde de la esquizofrenia o es el espectador el que está empezando a perder contacto con la realidad ficcional?
En la sorprendente, pero muy irregular, tanto técnica como narrativamente, Tokyo Godfathers (que elaboró Kon junto a Shôgo Furuya en 2003), la epifanía surge a partir de la inesperada aparición navideña de un bebé abandonado. La vida de los vagabundos protagonistas cambia en ese momento, para convertirse en una búsqueda que se convierte a la vez en un ejercicio de expiación interior. La película se desdobla en diferentes planos interpretativos basados en referentes religiosos (la Natividad) y cinematográficos (en un arriesgado cruce entre ¡Jo, qué noche! de Scorsese y Qué bello es vivir, de Capra).En el cine de Kon no se ofrecen respuesta claras, no se dan soluciones ni intentan explicarse las repeticiones cíclicas.
Quizá el mayor defecto de su filmografía sea, precisamente, su tendencia a la exhibición retórica y al manierismo postmoderno. En en su cine no existen la medida, ni la contención cuando los diferentes niveles de la narración empiezan a desdoblarse, a multiplicarse a confundirse entre ellos. Pareciera que cuando su ánime entra en el territorio de la paranoia caleidoscópica, ya nunca hubiera vuelta atrás y que Satoshi no supiera nunca cuando dejar de darle vueltas a las tuercas de su maquinaria. Sucede en Millenium Actress (2002), en la que Chiyoko Fujiwara, una actriz retirada, repasa su biografía a instancias de un joven director de cine admirador que acude a visitarla. A lo largo de su semblanza biográfica, Chiyoko entremezcla episodios de su vida durante los años de la Segunda Guerra Mundial y la consiguiente posguerra, con las andanzas de los personajes que representó en sus películas. Como es de esperar en las producciones de Kon, los dos planos de realidad terminan entremezclándose, la realidad del personaje se imbuye de la ficción de sus actuaciones y el espectador desconcertado termina asiendo hilos que en realidad no hacen sino enredarse en una fascinante madeja argumental. Porque, seguramente, el conflicto en las tramas de este director nace de la confusión y crece de forma irregular, pero éstas nunca, nunca pierden su capacidad hipnótica. El espectador asiste embelesado al espectáculo de la confusión.
Repetición paranoica y obsesión son dos constantes dentro de la filmografía de Kon. Están presentes en Perfect Blue (en el contexto del mundo del espectáculo), en Millenium Actress (en el mundo del celuloide), en Paprika (dentro del universo de las realidades virtuales) y hasta en los capítulos de la serie de animación Paranoia Agent (en la que de nuevo surge la duda entre lo real y lo imaginado) firmados por él... Son dos ingredientes que alimentan un cine que podríamos situar dentro del género negro. Los thrillers de Kon tienen esa cualidad especial que caracteriza a cierta literatura (lo vemos en el clásico Azul casi transparente, de Ryu Murakami, por ejemplo) o cine oriental, como el del coreano Bong Joon-ho (autor de la excelente y turbadora Memorias de un asesino, 2003). Misterio, corrupción y sexualidad explícita aparecen filtrados por un turbulento realismo mágico nipón que, sin dejar de ser deudor del género negro clásico norteamericano (el de los Chandler y Hammett), se acerca a la liga de los artistas del extrañamiento, en la que juega gente como David Lynch o Daniel Clowes. Aunque, es verdad, parte de ese extrañamiento se debe a la incomprensión y el desconcierto con los que se reciben en occidente muchas de las costumbres, actitudes y filosofías del pueblo japonés, y de los países del lejano oriente en general. Nos cuesta entender el fenómeno fan tal y como aparece en Perfect Blue o la exhibición de la sexualidad casi adolescente que se subraya en el anime, los videojuegos y el manga japonés, pero en el fondo, en esa puerta a lo desconocido que se nos abre es donde reside el encanto de creadores tan singulares como lo fue Satoshi Kon.