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jueves, junio 30, 2016

La muerte de Stalin, de Nury y Robin. El Aparato perverso

La primera referencia visual que se nos viene a la cabeza cuando abrimos La muerte de Stalin y le echamos un vistazo a los dibujos de Thierry Robin es Tim Sale. Los dos comparten un mismo gusto por la caricatura estilizada y sombría, y por un uso expresionista de las sombras y el color. El dibujo de Robin es, no obstante, más detallista y anguloso, más simbólico también. 
Sin embargo, en La muerte de Stalin no aparecen superhéroes, sólo supervillanos; y mucho peores que el Joker, Penguin o Kingpin. Hubo un tiempo en que la figura de Stalin (y el Aparato soviético de los años de plomo comunistas) contaron con cierta indulgencia por parte de la progesía europea. Todavía no existía la suficiente perspectiva histórica para calibrar la barbarie bolchevique y poder situar el sadismo psicópata de tipos como Stalin al nivel de otros monstruosos congéneres como Hitler y sus patéticos “subalternos” Mussolini y Franco. El posicionamiento anticapitalista ante los abusos interesados de Estados Unidos en geografías del Sudeste Asiático, Centro y Sudamérica, durante los años de la Guerra Fría y el Telón de Acero, hicieron el resto.
Una vez caídos el telón y la venda, la Historia se ha mostrado con toda su insoportable crueldad. El cine, la novela y el cómic han abordado el tema con interés creciente, dando lugar a trabajos muy estimables. Hablábamos de ello cuando reseñamos ese cómic de terror que es Cuadernos ucranianos, de Igort. En él, el italiano relataba con detalle la purga genocidio que Stalin llevo a cabo en Ucrania, provocando una hambruna con la finalidad de castigar a disidentes y latifundistas desafectos al régimen. 
La muerte de Stalin plantea el escenario histórico de los últimos días del dictador y las luchas intestinas de Politburó soviético por rellenar el vacío y ocupar las posiciones de poder. Las crías de la serpiente devorándose unas a otras en el nido junto al padre muerto. El guión de Fabien Nury captura la atmósfera sofocante y totalitaria de un régimen enloquecido, burocratizado hasta la paranoía y en proceso continuo de autocombustión fraticida. Lo hace con un ritmo trepidante y con un humor negro  que encaja perfectamente con las situaciones kafkianas del caos y la confusión que sucedieron a la muerte de Stalin (tan deseada por muchos de los suyos). Asistimos a los manejos de Beria para hacerse con el poder y al contraataque de Khrushchev, somos testigos del dolor fanatizado de Molotov y de la reacción descontrolada de Vassia, el cruel hijo de Stalin.
Comenta Thierry Robin que en 2008 recopiló importantes cantidades de material y documentación con el fin de dibujar una biografía sobre la figura de Stalin. Se rindió cuando se percató de la proporción de una tarea que le hubiera exigido más de 1000 páginas y muchos años de trabajo. De aquella empresa resultaron un buen número de páginas ya dibujadas y la base conceptual del proyecto que poco después le propondría Fabien Nury: dibujar los acontecimientos que rodearon la muerte de Stalin y las reacciones de sus protagonistas. 
Porque este es, en realidad, un cómic coral; un trabajo en el que el protagonista permanece siempre en un segundo plano, mientras la sombra de sus atrocidades cruza cada una de sus páginas creando una red de sobreentendidos, referencias a trágicos acontecimientos históricos e insinuaciones en voz baja sobre el gulag, las purgas intestinas, el miedo generalizado, la paranoia o las delaciones. La corte de personajes que rodeaban a Stalin protagoniza unas páginas y una Historia sobre cuyas licencias nos advierten sus propios autores:
A pesar de estar inspirada en hechos reales, esta historia no resulta ser menos ficticia. Está libremente construida a partir de una documentación parcelaria, en ocasiones parcial y a menudo contradictoria...
Los autores quieren dejar claro que, en cualquier caso, ellos apenas han tenido que forzar su imaginación, siendo incapaces de inventar nada remotamente parecido a la furiosa locura de Stalin y su entorno.
Es un mensaje calculadamente ambiguo y cargado de la misma ironía inteligente que recorre el cómic. De hecho, notará el lector que  los acontecimientos que en él se cuentan resultan en ocasiones tan disparatados, que es imposible que la Historia los escribiera de otro modo. En otros casos, como bien nos avisa el historiador Jean-Jacques Marie en el posfacio, las hipérboles, los desplazamientos temporales y los excesos caricaturescos, responden a unos fines narrativos que ofrecen “una imagen de conjunto a veces más verídica que los propios sucesos”. La de un fragmento de la historia oscuro, trágico y que nunca deberíamos olvidar. Terminamos de leer La muerte de Stalin y nos recorre un escalofrío, junto a la certeza de que no cualquier tiempo pasado fue mejor.