En Bélgica, si nos siguen ya lo saben, se viaja con una cesta llena de cerveza, chocolate y cómics. Por cortesía de Ryanair, y sus precios imbatibles acompañados de emociones fuertes, la visitamos con bastante frecuencia. En Bélgica se encuentran algunas de las ciudades más bellas de Europa: esa Brujas de cuento de hadas (pero bastante aburrida); Gante, la de los castillos y los canales, o la Amberes portuaria, con sus callecitas de canto rodado y una estación en la que bien valdría poner una pica.
En Amberes, además, vivió y creó parte de su obra el gran Rubens. Para los amantes del barroco, la visita a la catedral (que cobija dos increíbles trípticos del genio flamenco) y a su casa-taller compensa la visita.
Lo que no conocíamos, y hemos descubierto en nuestro último viaje, es el Museo de Mayer van den Bergh, una casa en el centro de la ciudad en la que vivió el coleccionista que da nombre al museo que ahora la ocupa. Van den Bergh era un joven adinerado del S.XIX que dedicó una gran parte de sus ganancias y de la fortuna familiar al coleccionismo de obras de arte; muchas de ellas de origen flamenco. La visita a su casa-museo tiene el doble aliciente de comprobar in situ las condiciones de vida burguesa de la Bélgica decimonónica y de poder disfrutar, al mismo tiempo, de la muy interesante colección de pintura y escultura (de distintos periodos) que ocupa sus estancias, y que el propio Van den Bergh se encargó de atesorar durante su breve vida (1858-1901) a lo largo y ancho de Europa. Hay, verdaderamente, piezas impresionantes, pero ninguna como las que ocupan los muros de la estancia dedicada a Pedro Brueghel el Viejo (Pieter Brugel, dicen los belgas).
Resulta que la gran virtud del joven coleccionista fue la de apostar por un autor que, en aquel momento, era básicamente un desconocido. Hasta que el bueno de Fritz Mayer no pusó los ojos (y su bolsa) en él, nadie había dado un doblón por un pintor al que en su propia época muchos habían considerado cuanto menos estrafalario y, cuanto más, obsceno y sacrílego. Sus trabajos se encontraban dispersos y a menudo se confundían con los de sus hijo (Pedro Brueghel el Joven) y los otros miembros pintores de la saga (los Jan Bruegel, padre e hijo). En el museo se encuentran algunas de sus obras maestras, como Censo en Belén (1566), Dulle Griet (1562) o Los doce proverbios, pintados sobre platos.
Siempre nos ha parecido que el arte de Brueghel el Viejo, como el de su contemporáneo Hyeronimus Bosch, el Bosco (del que también hay alguna obra importante en la casa Van den Bergh), tenía mucho de cómic; quizás por su caricaturismo paródico, que hoy se entiende en un plano alegórico, o por su sentido del humor extremo, que en los siglos XIX y XX encontró una vía de desarrollo en la ilustración, primero, y en el cómic, más tarde. Lo cierto es que siempre nos ha parecido encontrar los rostros de los personajes de Brueghel en ilustradores posteriores como Daumier y en otras obras del arte popular contemporáneo, más allá de la Vanguardia Surrealista con las que siempre se emparenta la obra del pintor flamenco.
En este viaje ha coincidido, además, que en el museo se exponía una colección completísima de los muchos grabados que eBrueghel elaboró a lo largo de su vida (muchos de ellos junto al editor al Hieronymus Cock). La exposición se titulaba The Unseen Pieter Bruegel y allí estaban sus Grandes paisajes (1555-1556), los Episodios de La Biblia o sus series de Las siete virtudes y Los siete pecados capitales. Revisando todos ellos (algunos iluminados por la presencia de las placas de cobre originales), el espectador adivina que detrás de la mirada alucinada y de las visionarias pesadillas alegóricas de Brueghel, se escondía en verdad una de las manos más dotadas para el dibujo de aquella Europa convulsa y efervescente.
Una de las confusiones más molestas que vive el amante del cómic, en estos tiempos tan documentados y "enciclopédigitalizados", es la que unifica al cómic junto al ánime, la ilustración o cualquier otra disciplina más o menos afín que se les ocurra. Es cierto que el cómic es hermano discursivo de otros vehículos narrativos, por un lado, y plásticos, por el otro, pero su idiosincrasia parece ya, a estas alturas, bien trazada y estudiada. Dicho lo cual, de vez en cuando produce verdadero placer zambullirse en las afinidades (muchas) que el cómic sigue compartiendo con otros vehículos, como este de la ilustración que nos ocupa (y que forma parte esencial de su identidad genética y de su particular prehistoria), y dejarse llevar por ellos. Gozoso el viaje a través de los viejos grabados del viejo Brueghel.