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viernes, marzo 16, 2018

Rubens, Malraux y unos franceses

Cuando la pintura dejó de descubrir nuevos medios de representación, se lanzó, tras Rubens, a una búsqueda delirante del movimiento, como si solo el movimiento llevara implícita desde entonces la capacidad de persuasión que habían aportado hacía poco los medios de representación conquistados. Pero no era un hallazgo en el modo de representar lo que iba a permitir dominar el movimiento. Lo que requieren los gestos de ahogados del mundo barroco no es una modificación de la imagen, es una sucesión de imágenes; no es sorprendente que este arte todo gestos y sentimientos, obsesionado por el teatro, acabase en el cine...
La cita es de El Museo Imaginario, de André Malraux. Habla de pintura y de cine, pero cada vez que la leemos, desde sus primeras líneas hasta su última palabra, no podemos dejar de pensar en Blain, Blutch, Sfar y toda esa generación de autores de cómic que franceses que, desde finales de los 90 (y Edmond Baudoin mediante), han llenado las viñetas de movimiento, ligereza y libertad expresionista. Quizás, de haber nacido algunas décadas después, Malraux hubiera rematado sus palabras de forma diferente: "...no es sorprendente que este arte todo gestos y sentimientos, obsesionado por el teatro, acabase en el cine y el cómic"

lunes, mayo 30, 2011

El pequeño Christian, de Blutch. El final de la inocencia

El pequeño Christian o la crónica de cómo Christian deja de ser pequeño es, en realidad, la historia de nuestras vidas, del turbulento paso de la niñez a la aún más turbulenta adolescencia. La primera parte de esta obra se publicó hace doce años (los episodios centrados en la niñez del protagonista) y su autor tardó casi otros diez en sacar a la luz la segunda parte (la entrada en la adolescencia del pequelo Christian).

Blutch nos tenía acostumbrados en los últimos tiempos a ejercicios narrativos cargados de simbolismo, el que se encierra en los misterios de la sexualidad en el caso de La voluptuosidad, o los que esconde la historia y sus revisiones ficcionales, en Péplum. El pequeño Christian se mueve en el territorio de la crónica episódica humorística, en este sentido, mucho más cerca de las marcas narrativas de Blotch. Su trasfondo argumental, no obstante, es completamente diferente.

Dentro de su aparente libertad conceptual (evidente en su elección estética) Blutch es un guionista inteligente, lleno de profundidad y perspicacia psicológica. Una cosa no debería imponerse a la otra, en realidad. El pequeño Christian, que en teoría podría pasar por un trabajo humorístico menor, frente a la señalada densidad simbólica de sus obras precedentes, es, por el contrario, un acercamiento lucidísimo a la visión del mundo que tendría un niño preadolescente.

Blutch nos invita a navegar entre las dudas, las frustraciones y los episodios de aprendizaje que enmarcan este decisivo periodo de nuestras vidas, y lo hace desde la mirada aguda del ironista que respeta a su personaje, pero entiende la comicidad que se esconde en los dramas adolescentes. Miramos hacia atrás y nos sorprendemos de nuestra propia solemnidad, de la impostada trascendencia que tuvieron algunos episodios de nuestros 12 años. Blutch se acerca a esos capítulos, sólo anecdóticos desde la seguridad que aporta la distancia temporal, y nos los relata adoptando el punto de vista de su protagonista, el pequeño Christian. El truco reside en la selección de los instantes (algunos hilarantes, la mayoría realmente graciosos e incisivos) y en la presentación de los mismos, a través de esa visión infantil deformante.

No es la primera vez que se usa este recurso en el cómic ni mucho menos. Casi todas las aventuras de Calvin y Hobbes aparecen filtradas por la fantasía del niño que las protagoniza; es ese de hecho, el mecanismo rector de su esquema narrativo: Hobbes sólo es verosímil en tanto en cuanto existe en la imaginación de Calvin, sólo él y el lector son capaces (uno como protagonista, nosotros como espectadores) de interpretar ese plano de “realidad imaginada“.

Hace poco hemos podido leer otro cómic que guarda muchas semejanzas con El pequeño Christian, se trata de Marzi, de Sylvian Savoia y Marzena Sowa. En él, sus autoras relatan, también mediante una selección de episodios vitales, sus experiencias infantiles en un país sujeto a un régimen comunista. Como en la obra de Blutch, la inocencia infantil y su revisión irónica son los materiales argumentales de Marzi. Pero sus páginas caminan mucho más cerca del episodio costumbrista y se recurre menos en ellas al componente deformador de la fantasía.

Los capítulos de El pequeño Christian relatan episodios existenciales del niño protagonista (la escuela, la relación con las niñas, los mitos infantiles, la autoridad paterna, las vacaciones de verano), valiéndose de los propios referentes culturales y populares del personaje: el western, la publicaciones semanales Pif Gadget o La revista de Mickey, Los ángeles de Charlie, las películas de Steve McQueen, Tintín, etc. En El pequeño Christian la transición entre la realidad y los referentes ficcionales es tan fluida como lo sería en la imaginación de un niño: de hecho, todos necesitamos de unos asideros (ideológicos, culturales o vitales) que nos ayuden a entender la realidad y a sobrevivir en ella. Es comprensible que en el caso de un niño estos puntos de anclaje estén determinados por sus lecturas y sus diversiones más inmediatas. Blutch muestra una mirada sabia a la hora de elegir y plasmar unos referentes que, seguramente, fueron los suyos. Su trazo suelto (sobre todo en la segunda parte del volumen), su talento para la caricatura deformante y su habilidad gráfica a la hora de seleccionar sólo el elemento verdaderamente relevante del motivo dibujado, colaboran a reforzar la carga humorística que tan bien funciona en este cómic.

Blutch, junto a Sfar, Trondheim, Larcenet o Christophe Blain son los estandartes del nuevo cómic francés, caracterizado por el trazo suelto, el humor inteligente y la experimentación narrativa. Cada una de sus obras compensa la expectación que la precede y de su lectura uno siempre obtiene satisfacciones inmediatas y poso reflexivo. El pequeño Christian no iba a ser una excepción, pero es que, además, es muy divertido.

martes, junio 26, 2007

Blutch, las curvas del sueño.

Blutch es un niño travieso en busca de espectadores incautos que observen sus piruetas narrativas, sus juegos infantiles de papel, sus sueños proyectados. La voluptuosidad es uno de esos sueños (uno de los de niño grande) y funciona con las coordenadas alteradas de cualquier otro: las de la lógica-ilógica y el camino aleatorio por el mapa de lo conocido.
De pocos cómics se ha hablado más en los últimos tiempos que de éste de Blutch. Quizás, precisamente, porque casi todos nos reconocemos de un modo u otro (en alguno de sus momentos) en su extrañeza aparatosa de sueño azaroso. Detrás del absurdo, de la aparente exhibición narrativa impresionista de La voluptuosidad, existen pautas de comportamiento, anhelos y frustraciones perfectamente diseccionable. No se trata tanto de analizar una trama, con sus supuestas directrices diegéticas (personajes-escenario-acciones), sino de abordar las pasiones que en ella se simbolizan y desde ella se generan. Sería tan sencillo liquidar el efecto desconcertante de La voluptuosidad en un altar de adoración al surrealismo, que no nos vamos a tomar la molestia, siquiera. Hay que ser más ambicioso, penetrar con obstinación en el cripticismo simbólico de sus imágenes, en su agresiva sensualidad.
Aceptada la armazón onírica del relato como guía narrativa, no resulta tan impertinente recorrer las páginas de Blutch y rastrear, a través de ellas, en los bajos fondos de la corteza humana. Según leía La voluptuosidad, me acordaba de esa última obra casi maestra de Kubrick, que fue Eyes Wide Shut (a la que le sobraba algún subrayado o sobre-insistencia, para haber entrado en el olimpo de las obras póstumas). Me acordaba de Eyes Wide Shut, decía, porque, como en aquella, en La voluptuosidad se abordan las proyecciones poliédricas del deseo: los rayos torcidos de ese fractal que es el instinto sexual. El ser humano esconde, y pretende no reconocer, aquello que más anhela: la carne. Nadie en su sano juicio rompería su estatus social, ni las normas de la sociedad que lo ha "adoptado", en aras de una sinceridad no demandada. Ni siquiera un dibujante tan heterodoxo como Blutch.
Por eso, hasta La voluptuosidad se escuda en el artificio impresionista de su esqueleto narrativo (la historia de un sueño o la historia como sueño o las historias que se enlazan, como en un sueño), para hacernos probar la seta venenosa del deseo animal sin que nos intoxiquemos; una coartada. Ni el lector más desinhibido hubiera aceptado de otra manera ver reflejados sus infiernos interiores (o, en todo caso, no los hubiera admitido como propios): y es que, las bajas pasiones (hasta la ofensa) o el bestialismo simbólico necesitan esconderse detrás de una máscara (y hay muchas en La voluptuosidad) o bajo un saco cualquiera.