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viernes, marzo 16, 2018

Rubens, Malraux y unos franceses

Cuando la pintura dejó de descubrir nuevos medios de representación, se lanzó, tras Rubens, a una búsqueda delirante del movimiento, como si solo el movimiento llevara implícita desde entonces la capacidad de persuasión que habían aportado hacía poco los medios de representación conquistados. Pero no era un hallazgo en el modo de representar lo que iba a permitir dominar el movimiento. Lo que requieren los gestos de ahogados del mundo barroco no es una modificación de la imagen, es una sucesión de imágenes; no es sorprendente que este arte todo gestos y sentimientos, obsesionado por el teatro, acabase en el cine...
La cita es de El Museo Imaginario, de André Malraux. Habla de pintura y de cine, pero cada vez que la leemos, desde sus primeras líneas hasta su última palabra, no podemos dejar de pensar en Blain, Blutch, Sfar y toda esa generación de autores de cómic que franceses que, desde finales de los 90 (y Edmond Baudoin mediante), han llenado las viñetas de movimiento, ligereza y libertad expresionista. Quizás, de haber nacido algunas décadas después, Malraux hubiera rematado sus palabras de forma diferente: "...no es sorprendente que este arte todo gestos y sentimientos, obsesionado por el teatro, acabase en el cine y el cómic"

lunes, mayo 04, 2009

Los cuatro ríos, de Baudoin. Escenas detectivescas.

No se parece nada la última obra de Edmond Baudoin publicada en nuestro país a lo que ya conocíamos de él. Quizás la diferencia estribe en que en este Los cuatro ríos comparte autoría con la escritora francesa Fred Vargas, guionista de la entrega. Si El viaje destilaba introspección onírica y lirismo de tintes surreales y Piero jugaba a la biografía recortada por la fragilidad del recuerdo, ahora, en Los cuatro ríos se nos sitúa en el mucho más pragmático territorio de la crónica social de barrio, la indagación detectivesca de serie negra y cierto exoterismo ausente de mística. Aclaremos el batiburrillo.
Los cuatro ríos arranca con un robo anecdótico por parte de dos ladronzuelos, raterillos callejeros, que se equivocan al elegir su víctima. El azar convierte un incidente criminal de poca monta en un desafortunado caso de venganzas trágicas. La víctima del robo, un anciano del barrio, resulta ser un oscuro personaje aficionado a las prácticas exotéricas y con claras tendencias homicidas rituales. De este modo, en un claro desajuste en la balanza del crimen y el castigo, Gregoire y su desafortunado amigo Vincent, pagan unas desmedidas consecuencias por sus andanzas al margen de la ley. La postal con doble cara del crimen y su castigo les sirve a los autores como marco para arrancar la narración en sus tres direcciones esenciales: la de la huida de Gregoire y cómo ésta afecta a su entorno familiar (padres y hermanos), la de la persecución vengativa del viejo asesino y la de la investigación policial comandada por el inspector Adamsberg.
Curiosamente, el carácter mundano de casi todos estos elementos y personajes que tejen la trama de Los cuatro ríos contrasta con la puesta en escena narrativa del conjunto, intencionadamente artificiosa en sus recursos y mecanismos constructivos. Fred recurre a una literariedad indisimulada a la hora de describir las escenas de su historia. De hecho, su introducción de escenarios y situaciones escoge un estilo marcadamente teatral, conciso y descriptivo, como si de acotaciones escénicas se tratara: "París. Fuente de Saint Michel. Temperatura estival. Mucha gente, como siempre. Grégoire Braban espera a su amigo Vincent. Recoge chapas y latas de cerveza, que va metiendo en una mochila negra...". Una decisión que, inicialmente, plantea cierta sorpresa y espesa el ritmo de la narración, en detrimento de la fluidez en la lectura. No obstante, casi de inmediato, reconocemos el artificio como parte de una armazón estilística compleja más amplia. Fred Vargas es una exitosa escritora de novela negra, el detective Jean-Baptiste Adamberg es su personaje más popular, Los cuatro ríos es un episodio más dentro de la serie: uno que cobra vida a través de las imágenes sugerentes de Baudoin, pero que mantiene intactos los mecanismos del conjunto (enriquecidos a partir de las posibilidades que aporta el discurso comicográfico).
La obra de Baudoin y Fred se recrea en ese carácter ficcional, en su elaboración literaria, y no intenta esconderla detrás de la narración, sino más bien subrayarla. Nace el cómic como narración gráfica, pero hace también suyos rasgos propios de los otros discursos literarios (la novela o el teatro). Dentro del lenguaje del cómic los globos de diálogo cumplen la misma función que los diálogos en la novela: funcionan como vehículos del estilo directo, de las intervenciones orales (o pensamientos representados) de los personajes. En Los cuatro ríos abundan las secciones dialogadas, tanto dentro de globos integrados en las viñetas, como en fragmentos de diálogo traspuestos sobre el papel. De esta manera, algunas páginas de la obra ofrecen una peculiar impresión visual: uno no sabe a ciencia cierta si se encuentra ante un cómic o ante una novela. Experimentación formal al servicio de la narración. Es éste uno de los principales mecanismos empleados por los autores para dotar de densidad a su relato.
De hecho, en los diálogos, brillantes, ágiles, ingeniosos, reside buena parte del encanto de este trabajo. Baudoin y Fred construyen una historia policiaca, una trama alrededor de un crimen y la consiguiente investigación, remodelando algunos de los ingredientes clásicos del género negro (el suspense, los interrogatorios, la recolección de pistas, la escena final de desenlace y exposición del caso por parte del detective, etc.) y dotándolos de cierta hondura lírica y un mucho de humanidad en la creación de personajes. Éstos, nuevamente, son descritos sobre todo por medio de sus diálogos; el personaje se modela por medio de sus palabras, podríamos decir:
- ... ¿Hace mucho que conocías a Ogier?
- No lo conocía. Nos encontrábamos de vez en cuando. Bebíamos un trago y hablábamos de motos.
- ¿Y ya está?
- Sí.
- ¿En su casa?
- En el bareto.
- ¿Tienes trabajo?
- No, estoy en parox.
- En el paro.
- Yo digo parox. Me relaja.
- Como quieras. Me importa un rábano [...] ¿Dónde estabas el lunes entre las veinte y las veintidós treinta?
- Todo el rato con mi familia.
- ¿Qué sucedió?
- El martes por la mañana fui a verlo.
- Para hablar de motos.
- Sí. Estaba en el suelo, en medio de un charco de sangre. Entoces los llamé. Si yo lo hubiera matado, no los habría avisado.
- Tal vez sí. Según tu opinión, ¿Qué le sucedió a Ogier?
- Un cabrón vino a mangarle la pasta. Vincent apareció y la cosa se enredó.
- ¿Su pasta? ¿o la pasta de otro?
- No comprendo de qué me habla.
- Voy a decírtelo más claro. Ogier atraca a un tipo. No es un principìante. El atracado atraca al atracador y la cosa se complica. Tenemos un fragmento de historia en común. Adelante.
- Ni idea. Yo no estaba allí.
- Creo que sí. El atraco lo hicistéis juntos. Y el lunes fuiste a buscar tu parte.
- ¡Joder, yo no lo maté! ¡Lo encontré muerto!
- Veremos si encontramos tus huellas en el calentador de agua. Ya sabes, el escondite.
- ¡Joder, yo no lo maté! ¡No salí de Stains! ¡Pregunte a mi familia!
- Ya sabes lo que significa el testimonio de una familia, y de una familia que hace piña: estax en un liox.
No se parece en nada Los cuatro ríos a otras obras de Baudoin que conocíamos, pero es igual en espíritu a todas ellas: siempre huyendo de las soluciones fáciles, siempre lírica, profunda y arriesgada. Todas ellas, obras "ilustradas" con un dibujo primoroso y evanescente, el del trazo ágil, irregular, expresionista, modulado, denso, de Edmond Baudoin; un dibujo que huele a poesía, "libre, humeante, provisto de brumas violetas". Así es este libro, en realidad: serie negra filtrada por el ritmo de Rimbaud. Nada menos.

miércoles, julio 25, 2007

Piero, del arte fraterno o la fraternidad dibujada.

Ya hemos dejado claro en estas páginas, y en alguna otra, nuestra devoción por Baudoin y por la capacidad evocadora de su trazo evanescente. Hemos comentado también lo mucho que nos gusta el carácter onírico de sus personalísimas narraciones, a medio camino entre el relato soñado y la alegoría poética o la capacidad magnética de su iconografía simbólica.
En las páginas de Piero, la última de sus obras que ha editado Astiberri en España, encontramos esos y muchos otros ingredientes característicos del francés. Se trata en este caso de un relato autobiográfico, en el que Edmond Baudoin recrea sus años de infancia junto a su hermano Pierre, Piero para sus íntimos. Junto a él, el joven Momón (Edmond para sus lectores) descubrirá la pasión por el dibujo; ambos desvelarán de forma autodidacta, como en un juego, los secretos de la creación artística, el misterio infinito de la línea y la mancha, el mensaje escondido de las formas sugeridas. Momón y Piero, Piero y Momón, nos enseñan a mirar la realidad como sólo la ven unos ojos infantiles, el mundo alterado por la sorpresa; a través de su mirada se nos muestra el descubrimiento ingenuo de la naturaleza, de las relaciones humanas, de la propia sexualidad. Baudoin navega en las aguas profundas del recuerdo para despertar en cada uno de sus lectores la memoria de lo que fuimos.
La técnica narrativa de este cómic (tan típica en Baudoin, por otro lado), sincopada y dispersa, parece adaptarse a la naturaleza fragmentaria de los recuerdos que construyen su argumento. La sucesión de anécdotas y episodios de los protagonistas se acumula en las páginas de Piero, con la pasión artística de los protagonistas como punto de anclaje del conjunto. El resultado, no obstante, no llega a alcanzar la brillantez que observábamos, por ejemplo, en El viaje. La razón parece obvia, lo que en aquel era evocación onírica, en Piero es parte de un relato autobiográfico, que se supone sujeto a unas reglas cronológicas básicas y a cierta linealidad. Por ello, la ordenación del relato en esos brochazos de la memoria que acabamos de señalar, no termina de funcionar a la perfección, y la obra se resiente (en términos negativos) por la propia dispersión que tan bien funciona en otros trabajos del francés.

En todo caso, pese a las muchas reticencias que despierta su obra, para un servidor cualquier trabajo de Baudoin merece la inversión y es altamente recomendable (con sus defectos y virtudes por bandera). Y Piero no lo iba a ser menos (recomendable), claro.

martes, septiembre 12, 2006

Baudoin. Un viaje interior.

Uno de los cómics que más profundamente me ha impresionado en los últimos (y generosos) tiempos, ha sido El Viaje, de Baudoin (bonitas imágenes en su web y un vídeo de un gato juguetón, que...). Desde que lo leí, miro de vez en cuando las listas de novedades con ojo avizor a la caza de alguna nueva edición española de su obra (siempre lamentaré no haber seguido con el francés de la Escuela de Idiomas); hasta que llegue ese día, podemos satisfacer la espera recreándonos en la maravillosa belleza onírica de los cuadros surreales de El Viaje. Incluyo aquí la reseña que sobre el mismo colé en el suplemento Culturas (del Tribuna de Salamanca), el domingo 30 de octubre de 2005. Para los insatisfechos y completistas, vinculo un artículo de Matt Madden (no se olviden de este nombre, volveremos a él) sobre el autor, titulado Edmond Baudoin: An Appreciation .
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Hay descuidos imperdonables: olvidarse de una fecha señalada, no recordar la hora de una cita o incluso haber obviado El viaje, de Baudoin, en nuestro repaso anual a los mejores comics del 2004. Pero, ya se sabe, a grandes errores, grandes excusas (¿qué ser humano puede seguir, física y monetariamente, la avalancha editorial española de los últimos meses?) y mejores sentencias (nunca es tarde si la dicha es buena). En el fondo, como dijo aquel sabio, no hay nada mejor que postergar el disfrute.

Y El viaje es sobre todo eso, un disfrute con mayúsculas: una experiencia visual y un ejercicio introspectivo de enorme hondura. Un viaje compartido entre su personaje, su autor, Edmond Baudoin, y nosotros, los lectores.

Simon, como le sucedía a Baudoin en los años 60, es un triunfador social abocado al fracaso personal, un hombre esclavo de su entorno, de su trabajo, de su geografía más inmediata. Un día, Simon, como hizo Baudoin a finales de aquella década, decide huir, romper los barrotes de su prisión física y mental, abrir su mente a nuevos parajes y gentes por conocer, enfocar su existencia hacia nuevas formas de entender la experiencia vital. Simon, al igual que Baudoin, escapa sin rumbo fijo, se aleja de su París, una ciudad que para él está muy lejos de las ensoñaciones mágicas de la mítica y bohemia ciudad del amor. Un París que podría ser Madrid, Tokio o Nueva York, daría igual, porque Baudoin, perdón, Simon, no se aleja de una ciudad sino de sí mismo.

En su viaje, nuestro viaje, reconoceremos los lugares que nunca hemos visitado aunque hayan existido siempre en nuestros sueños; volaremos hacia nuestros deseos infantiles ya olvidados y viviremos todos los momentos que nunca nos hemos atrevido a vivir. El viaje de Baudoin, es un tránsito interior hacia la madurez, hacia nuestra autoaceptación como adultos imperfectos; una renuncia definitiva de lo que fuimos y una afirmación serena (y optimista) del que ha de ser nuestro momento y nuestro lugar en cada instante vital.

Por eso, el dibujo de Baudoin más que representar, sugiere. Su trazo, etéreo, abierto y libre, encierra (valga la paradoja) símbolos e insinuaciones que se mueven en el territorio de la lírica, más que en el de la narración. Las pinceladas del francés ofrecen una visión expresionista (¡omnipresente la influencia de Munch!) de la realidad física transformada en un viaje iniciático hacia el futuro. Con El viaje vivimos una sensación familiar de déjà-vú: la obra de arte, una vez más, se configura en un estado de ánimo y el lector intuye en ella su propia experiencia, la de esa huida hacia adelante que es la existencia. Porque este cómic canta a todo lo que de verdad importa en nuestro periplo vital: a la libertad, al amor, a la amistad y a cada uno de nosotros mismos.

Vínculos a diferentes páginas de El Viaje (con diferentes calidades y tamaños): 1, 2 y 3.