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viernes, julio 29, 2016

Intrusos, de Adrian Tomine. Madurez generacional (en ABC Color)

En nuestro último artículo para el suplemento cultural de ABC Color, de Paraguay, hemos hablado de Intrusos, la última obra de Adrian Tomine. Se trata de un libro formado por seis historias breves; género en el que el norteamericano se ha revelado un verdadero maestro desde que publicara sus primeras historietas en su fanzine Optic Nerve. Intrusos es un trabajo complejo y ambicioso; un paso adelante en la capacidad narrativa de su autor y, en cierto sentido, una declaración de principios por parte de uno de los nombres esenciales de la revolución de la novela gráfica. De todo ello hablamos en "Madurez generacional". Acompaña a nuestro texto un afinado perfil biográfico a cargo de Juliá Sorel: "Adrian Tomine, Cazador de rutinas".
Se escucha y se lee mucho últimamente que Intrusos (Killing and Dying, en inglés) es el trabajo más maduro de Adrian Tomine. Analicemos qué hay de cierto en ello, y que hay de nuevo en ésta, su última colección de relatos breves.
Tomine pasa por ser uno de los grandes autores contemporáneos de la narración comicográfica. Las revistas y publicaciones más prestigiosas del mundo se pelean por sus dibujos e ilustraciones y prácticamente todos sus cómics se reciben con elogios unánimes de crítica y público. Lo curioso es que la cosa es así desde que el canadiense tenía 16 años y comenzó a autoeditarse su fanzine Optic Nerve en los 90 y a vender sus entregas por correspondencia antes de que Drawn & Quarterly (nada menos) se fijaran en él. Un talento precoz, un narrador superdotado.
Pero, ¿qué queda en Intrusos de aquel joven creador cuyas historias cortas todo el mundo comparaba con las de Raymond Carver? Sobre todo, precisamente, su gusto por la brevedad, por la condensación de la historia. Uno de los rasgos que más nos gustaban del Tomine de los Optic Nerve, perfeccionado en Sonámbulo y otras historias o Rubia de verano (dos de las recopilaciones de sus historias cortas publicadas en España), era esa capacidad de capturar el instante representativo: ese ojo clínico y quirúrgico que condensaba la vida o la psicología de un personaje en solo unos minutos, días o meses de su existencia. Sus historias parecían en el fondo fragmentos de narración, relatos in media res, que carecían de un principio o un final. Todavía hay mucho de ello en Intrusos, aunque la temporalidad de las historias de Tomine se haya vuelto, en general, más compleja y menos lineal: el relato que da nombre a la edición española, por ejemplo, apenas abarca unos días en la vida de su protagonista, un hombre de quien ni siquiera sabemos el nombre y que parece vivir una de esas etapas vitales de crisis y comportamientos erráticos que invitan más al olvido que a la creación de una historia a su alrededor. De otra situación de crisis personal arranca «Vamos, Búhos», de cronología igualmente breve (unas semanas, de nuevo), construida por pequeños saltos temporales irregulares. Es la historia del encuentro de dos personajes de edades diferentes que no tienen en común más que el estar perdidos y el carecer de una perspectiva futura de redención. Historias breves e instantes escogidos para la reconstrucción de vidas complejas: el Tomine de siempre, si cabe aún más hábil, imaginativo y complejo en la construcción de sus tramas (lo demuestra, por ejemplo, su fabuloso uso de la elipsis en «Triunfo y tragedia»).
De sus orígenes, el autor conserva también su enorme capacidad como dibujante realista, que no ha hecho sino mejorar con el tiempo (como ya dejó claro su excelente primera novela gráfica Shortcomings). Ha desaparecido cierta uniformidad que imprimía a las fisonomías femeninas y a sus personajes más jóvenes, en general. Tomine se ha consolidado como un dibujante sobresaliente: un autor con una línea clara y limpia que consigue capturar la realidad con un nivel de detalle y una apariencia de facilidad que no debe engañarnos respecto a su capacidad gráfica. Además, el Tomine de Intrusos es un dibujante mucho más ecléctico: juega constantemente con diferentes registros estilísticos y experimenta con recursos audaces en los usos cromáticos, como la alternancia entre el color y el blanco y negro en «Una breve historia del arte conocido como “hortiescultura”»; el falso empleo del bitono en «Vamos, Búhos»; el finísimo trazo gris vectorial en «Triunfo y tragedia», en vez de su habitual línea firme; o el gris monocromo en «Intrusos». En cada historia del libro, recurre a un estilo y una técnica de dibujo diferente, demostrando que es un creador en constante búsqueda. Así, mientras su estilo en «Amber Sweet» se parece mucho al de la línea clara y los colores planos que le hicieron célebre, el trazo suelto y modulado de «Intrusos», junto al empleo de la mancha y el sombreado expresionista, nos recuerda mucho más a autores como David Mazzucchelli o, si nos retrotraemos más en el tiempo, a los juegos de iluminación de un maestro como Milton Canniff.
Y es ahí donde tenemos que buscar la madurez del nuevo Adrian Tomine: en su conciencia generacional o, mejor aún, en su aceptación de pertenencia a un grupo privilegiado de autores que desde los 90 están provocando uno de los cambios culturales más excepcionales que ha vivido un discurso artístico en las últimas décadas: la madurez del cómic, que ha sucedido a la consolidación de la novela gráfica como formato. Tomine se sabe uno de los elegidos y, con sus pares, comparte el momento y avanza en una experimentación formal y conceptual intrínsecamente unida, en realidad, a la recuperación del pasado.
Quizás no haya mejor manera de entender Intrusos que por la lista de agradecimientos que el autor publica en las páginas finales. Entre sus nombres, adivinamos a algunos de los nuevos narradores de la literatura estadounidense, como Zadie Smith; encontramos a Chris Oliveros, el mago-visionario que en 1990 fundó Drawn & Quarterly, la casa editorial que tanto ha hecho por la consolidación del cómic moderno; aparece también otra visionaria, Françoise Mouly, que con su marido Art Spiegelman decidió a inicios de los 80 que el cómic podía ser un vehículo de alta cultura, un medio de creación adulta, y fundó la revista Raw.
Pero, sobre todo, en esa lista aparecen nombres como Chris Ware, Daniel Clowes o Seth..., los coetáneos de Adrian Tomine, los miembros de su «hermandad» artística: los que, como él, estaban llamados a cambiar el futuro del cómic cuando empezaron a participar en proyectos como Raw o cuando en el arranque de los 90 comenzaron a publicar y autoeditar revistas y fanzines cuyos nombres están cargados hoy de misticismo fundacional: Eightball, ACME Novelty Library, Palookaville u... Optic Nerve. 
Todos ellos se propusieron revitalizar el cómic, ampliar sus fronteras, desde una mirada constructiva al pasado, no solo del cómic, sino también de la ilustración o la tipografía. Construir un nuevo edificio a partir de la obra de genios como Winsor McCay, George Herriman, Frank King o Will Eisner, a los que las historias del arte y de la narración nunca habían puesto en el pedestal que se merecían. Sin ir más lejos, encontramos la influencia de Frank King en «Una breve historia del arte conocido como “hortiescultura”», con su alternancia entre episodios a media página en blanco y negro y otros a página completa en color, claro recuerdo de la transición de las antiguas tiras periodísticas diarias (dailies) a las grandes planchas dominicales a color (sundays). Habíamos visto ejercicios parecidos en la obra de Daniel Clowes (Ice Haven) o Seth (George Sprott). Igualmente, es imposible leer el relato «Traducido del japonés» y no recordar la obra de Chris Ware (y, de rebote, la de Winsor McCay), con esas preciosas postales de espacios apenas habitados, tan frías, detallistas y perfeccionistas que crean una geografía narrativa casi fotográfica (apoyada además por la visión subjetiva que construye el relato).
Es cierto, Intrusos es seguramente el trabajo más maduro y complejo de Tomine hasta la fecha, pero, sobre todo, es un ladrillo más de los muchos que él y sus «amigos» están colocando en la creación del edificio del cómic: el mismo espacio que habrá de cobijar el futuro del medio.

lunes, octubre 01, 2012

Optic Nerve #12, de Adrian Tomine. La sombra de Ware.

A estas alturas, la sombra de Mr. Ware no es que sea alargada, sino que amenaza con cubrirlo todo. Hasta las rendijas de ventilación del, aún por llegar, nuevo cómic.
Viene esta reflexión a cuento del último número que ha llegado a nuestras manos de Optic Nerve (el 12); el fanzine de Adrian Tomine, del que ya hablamos aquí con motivo de la edición por parte de Drawn & Quarterly de la caja con sus primeros 7 números en edición facsímile. El nuevo número de Optic Nerve (con tamaño de comic-book, portada seccionada y un diseño y maquetación muy elaborados) se parece poco a aquellos primeros juguetes narrativos, imperfectos y saludablemente espontáneos, de Tomine. Se mantiene en el equipo de Drawn & Quarterly, eso sí, aunque han pasado cinco años desde la aparición del último Optic Nerve. Algo ha cambiado en este lustro. Y Ware tiene mucho que ver con ello.
Lo nuevo de Tomine nos recuerda al trabajo del estadounidense desde la maquetación misma del fanzine, que algún despistado podría tomar por una nueva entrega de The Acme Novelty Library, más que por un nuevo Optic Nerve. En el interior, la distribución de los contenidos y el formato, con constantes homenajes al cómic clásico (tiras, dailies, sundays en color...), también recuerda a los imprevisibles juegos de maquetación y a la recuperación de modelos de diseño preterito, que caracteriza a la obra de Chris Ware. Este número 12, además, plantea un guiño de maquetación al posibilitar la doble posibilidad de una portada roja o naranja.
Más de lo mismo respecto a las variaciones estilísticas de Tomine en piezas como Hortisculpture, en la que abandona su habitual realismo (un tanto idealizado), en pos de una caricatura influida por las variantes más cartoon de la obra de Ware (e incluso de Clowes). Está de moda el eclecticismo autorial dentro de una misma obra. Este nuevo tipo de dibujo de Tomine, que ya anticipaba en Escenas de un matrimonio inminente, a nosotros nos recuerda al de otro de nuestros jóvenes autores predilectos, el también estadounidense Kevin Huizenga.
El protagonista de la ya citada A Brief History of the Art Form Known as Hortisculpture (nominada este año en los Premios Eisner a mejor historia corta) es un individuo francamente antipático, que parece un clon del Wilson de Clowes, al que se le hayan añadido algunos rasgos de la insegura personalidad de Corrigan. Difícil empatizar como lector con la obsesión "hortiescultora" de Harold.
Amber Sweet se parece más a las ya conocidas historias cortas de Tomine que pudimos leer en Sonámbulo o Rubia de verano. El Tomine que más nos gusta, aquel autor costumbrista tan "carveriano" que aprendimos a querer. La historia de esta joven muchacha que tiene la mala suerte de parecerse a otra persona, nos devuelve de nuevo al mejor Tomine. Le reconocemos en su estilo habitual y en una historia muy bien tejida a partir de uno de los temas favoritos en la obra del estadounidense-japonés: el azar caprichoso. En nuestra opinión, se trata de un relato muy superior a su compañero de volumen.

Después de la habitual sección de cartas del lector que encontramos en todos los Optic Nerve, el volumen se cierra con una historia metaficcional paródica. Un ejercicio de autorrepresentación en el que Tomine relata en dos páginas el propio proceso de creación de este último número de Optic Nerve. Una historieta ligeramente autocomplaciente y con un punto de vanidad camuflada de falsa modestia, pero francamente divertida.
No nos malinterpreten, no queremos decir que no apreciemos al afán experimental y las nuevas inquietudes creativas de Adrian Tomine, pero en ocasiones el homenaje estilístico (a Ware y Clowes en este caso) o la asunción de caminos ajenos, puede llegar a crear moldes más que a crecer como artista. Definitivamente, a nosotros lo que más nos ha gustado de este Optic Nerve #12 es aquello que lo emparenta con el Tomine de siempre, el que ya conocíamos.

lunes, abril 30, 2012

La caja de Tomine.

Cuando visitamos aquella tienda de cómics durante aquel viaje, nos quedamos con las ganas de traernos varios caprichos que nuestro exceso de equipaje desaconsejó adquirir allí y entonces. El más goloso, sin duda, fue la cajita con todos los primeros mini-comics (los Optic Nerve) de Adrian Tomine, que publicó Drawn & Quarterly en 2009.
Ya la tenemos. Leer (releer, de hecho) sus antiguas historias ha sido todo un ejercicio de nostalgia fanzinera de calidad suprema. Descubrimos a Tomine en una de esas listas con lo mejor del año que hacen en Rock de Lux (la del año 1999, nos parece recordar). Eran los tiempos de Sonámbulo y otras historias, los comic-books que publicaba La Factoría de Ideas de forma dispersa y episódica. El enganche fue inmediato. Nos encantaron esos relatos que parecían comenzar in media res y acababa también de sopetón, dejándonos con la sensación de que, en realidad, no necesitábamos mucho más para entender lo que allí estaba pasando, con la idea de que esa disección, esa selección deliberada de un instante fragmentado, recogía de hecho la esencia concentrada de un universo existencial completo. Oímos, o leímos, que Tomine era el Raymond Carver del cómic y que, encima, sólo tenía 19 años. En aquella época tampoco habíamos leído a Carver. Ahora nos damos cuenta de que ignorando al norteamericano ignorábamos también uno de los episodios fundamentales de la narrativa contemporánea. Carver es necesario, sus cuentos son la vida misma.
Tomine es un digno heredero, ciertamente, aunque no demasiado prolífico. En nuestro país hemos ido leyendo las obras que ha seguido publicando La Cúpula: Noctámbulo y otras historias, Rubia de verano, Shortcomings (su primera narración larga)...

Algunas de esas historias fueron publicadas en Optic Nerve el mini-cómic autoditado que Tomine vendió y distribuyó por suscripción postal, hasta que su obra fue descubierta por la editorial canadiense Drawn & Quarterly; fue en torno a 1994. Fueron ellos quienes en 2004 publicaron también una recopilación de aquellas primeras historias de Tomine en un librito llamado 32 Stories. The Complete Optic Nerve Mini-comics. En ellas, ya está el germen de la narrativa de este estadounidense-japonés precoz y superdotado para la concisión significativa. 32 Stories recopilaba los relatos de sus primeros siete números de Optic Nerve, narraciones breves tan brillantes como "Solitary Enjoyment" (nº 2), "Rodney" (nº 3), "Two in the Morning" (nº 5), "Leather Jacket" (nº 6), "Dine and Dash" (nº 7), etc.
No obstante, aquella publicación de 32 Stories se convierte en anécdota recopilatoria gracias a su reedición en 32 Stories: Special Edition Box Set, una cajita de cartón que recoge aquellos primeros siete números de Optic Nerve en inmaculada edición facsímile, es decir, tal y como fueron publicados en su día por el autor. Repasar la evolución del estilo de Tomine a lo largo de estas páginas es un ejercicio de lectura entrañable. También lo es comprobar la progresiva mejoría de cada número de Optic Nerve el paso de la fotocopia cutrona a los últimos cuadernillos con portada de cartón en color. Es divertido leer en cada ejemplar las cartas que recibía el propio Tomine y que, sin pudor ni autocensura, publicaba en el número siguiente: no deja de ser una sorpresa premonitoria el hecho de que entre los firmantes de aquellas misivas encontremos nombres como Megan Kelso, Tom Hart, Jason Lutes o James Kochalka; tan desconocidos por aquel entonces como lo era Adrian Tomine fuera de los círculos endogámicos de la autoedición de mini-comics.
Pues eso, que después de todo, la espera mereció la pena. La ha merecido también la relectura de los primeros trabajos de uno de nuestros autores favoritos. Algo que a veces olvidamos, y es que parece que su fama no le ha convertido en un dibujante más prolijo, sino todo lo contrario.

jueves, diciembre 18, 2008

Adrian Tomine y Shortcomings. Una lanza rota por lo verosímil.

Shortcomings, el último tebeo del ex-joven prodigio y canadiense Adrian Tomine, está recibiendo palos varios en la blogosfera y fuera de ella. Se le acusa de repetitivo, de haber perdido su toque mágico para la elección del instante narrativo, de recurrir a la tópica hollywoodiense para crear una tragicomedia plagada de todos los clichés que han generado esas obras pseudoeintelectuales nacidas a la vera acomodaticia de generaciones x y similares, etc. Aquí vamos a romper una lanza a favor de Tomine y de Shortcoming, un autor por el que sentimos predilección y un cómic que nos ha interesado en varios de sus planteamientos. Obviamente, nuestras afinidades e intereses, en tanto a cuales, no pueden ni deben ser tomados como argumentos para defender o atacar una obra. Los cariños y rencores aportan poco al debate crítico. Intentemos entonces defender nuestra postura: ¿qué hay de bueno en Shortcomings?
La capacidad de Tomine como narrador de historias está fuera de toda duda. Lleva años demostrándolo en sus historias cortas publicadas en su fanzine Optic Nerve y en esa serie que en España se ha agrupado bajo el título Sonámbulo y otras historias. En ambos casos, el canadiense se revela como un tipo dotado de una habilidad especial para dibujar situaciones y personajes de hondura. Tomine juega a la descripción psicológica a partir de instantes vitales diseccionados de su contexto, anécdotas cotidianas relevantes que, por sí mismas, revelan rasgos esenciales de la naturaleza de sus protagonistas. Fotogramas congelados en el instante preciso. No es de extrañar que volcara su talento en el lenguaje del cómic, cuya esencia, precisamente, consiste en esa "elección" de momentos congelados llamados viñetas que, una vez agrupados, conforman las secuencias. Curiosamente, a Tomine se le compara con un autor que brilla en otro tipo de vehiculo narrativo, el literario: hablamos de Raymond Carver. A ambos les favorecen los finales abruptos y los dos invitan al lector a que complete mentalmente sus historias cortas a partir de la limitada selección de indicios que ofrecen en sus páginas.
Evidentemente, si nuestro umbral de expectativas para con Shortcoming se sitúa en esta línea de análisis, la obra no puede sino decepcionarnos. Estamos ante un trabajo largo en el que Tomine no se parece a Tomine. Se acabó la sugerencia y el mensaje flotante, no más misterios narrativos o elucubraciones prolépticas. Shortcomings juega con todas las cartas dadas la vuelta sobre la mesa desde su primera mano narrativa. Entonces, si lo que había de bueno (de especial) en Tomine, ha desaparecido como recurso, ¿dónde está la gracia en esta nueva obra suya?
En nuestra opinión, en la segunda de sus virtudes: la creación de personajes. Decíamos al comienzo de estas líneas que lo que hace Tomine nos gusta; sin duda, una de las razones principales es que nos creemos casi todo lo que nos cuenta. A pesar de sus historias tortuosas sus personajes respiran realidad, hasta cuando, como en el caso de Shortcomings, sean unos individuos raros, raros. Porque el hecho es que las páginas de nuestro autor están pobladas de personajes tan normales, tan cotidianos e intrascendentes, que muchos de ellos parecen marcianos; y aún y así nos los creemos.
Las historias de Tomine inquietan por lo que sugieren, pero sus personajes son hombres y mujeres tan corrientes como uno mismo. Sus vidas trascurren sin emociones fuertes, sus días son los de cualquier dependiente, oficinista o mensajero, pero casi todos parecen esconder algún secreto (en realidad, como todos y cada uno de nosotros, ¿no les parece?). El talento de Tomine consiste en regalarnos el hueco de una cerradura para que durante unos segundos (minutos, horas, días) espiemos dentro de la cabeza de sus creaciones. En Shortcomings, por contra, nos abre la puerta de par en par.
Su personaje principal, Ben Tanaka, es un tipo que desde el comienzo se hace odiar. Un personaje soberbio, engreído y egoísta, incapaz de ofrecer nada y siempre dispuesto a expandir su infelicidad contagiosa. Uno de esos personajes urbanitas del S.XXI que, pese a relacionarse con individuos interesantes, vivir en una sociedad apacible, tener una novia encantadora y no sufrir grandes carencias, es un desgraciado. En realidad (miren a su alrededor) un ser la már de normal en este mundo en el que vivimos.
Tomine describe al personaje (nuestro punto de vista subjetivo a lo largo de toda la obra), su incompatibilidad con la realidad, a partir de diferentes escenas cotidianas que muestran su interrelación "disfuncional" (que sumamente extraña es y que de moda está esta palabra) con el entorno. Ahí tropezamos con algunas de las críticas que se le han hecho a Shortcomings: los personajes que rodean a Ben Tanaka parecen sacados de una comedia generacional de Kevin Smith: tenemos a la amiga-confesora lesbiana, los culturetas pedantes, el fotógrafo neoyorquino, la secretaria adolescente "indyalgo", etc. Todo muy cool, lo reconocemos, una estampa de modernidad después del grunge. Sin embargo, nos creemos lo que está pasando y, sobre todo, nos espanta la progresiva degradación moral de Ben Tanaka, su hundimiento en el fango del ego reprimido. La falta de empatía del protagonista principal discurre pareja a la lástima que genera su patetismo en el lector.
No todos los autores son capaces de mover a la reflexión a partir de la semblanza psicológica. Tomine sabe hacerlo y aunque sólo sea por eso (aunque sólo fuera para no llegar nunca a parecernos a Ben Tanaka), merece la pena leer su Shortcomings.

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En Entrecómics nos avisaron de que aquí pueden leer 5 páginas de Shortcomings en su versión inglesa.

jueves, enero 24, 2008

Nueve vidas de un sonámbulo.

Vimos ayer la película Nueve vidas, de Rodrigo García (para coleccionistas de anécdotas, el hijo de don Gabriel García Márquez), producida por Alejandro González Iñarritu. En su comienzo, nos recordó a las historias cortas de ese joven canadiense talentoso llamado Adrian Tomine, un dibujante que, a su vez, dicen, recuerda a Raymond Carver. Historias escuetas de vidas íntimas, fragmentos extirpados de una existencia, esbozos de historia que, pese a su aparente intrascendencia, revelan verdades ocultas del alma de sus protagonistas. Todo un ejercicio de cirugía introspectiva, el de estos señores. Nuestro papel, como espectadores o lectores, es presentir esas tragedias escondidas detrás de cada anécdota, adivinar la verdad revelada en esa media hora de vida arrancada de un mordisco.
Sucede que según avanzaba la película, las apariciones recurrentes de sus protagonistas y sus protagonismos intercalados nos hicieron acordarnos de Robert Altman y sus vidas cruzadas, hecho que curiosamente nos llevó mentalmente a una de nuestras últimas lecturas (disfrutadas), el Estafados de Alex Robinson (tan deudor del maestro de Kansas City). Vidas cruzadas, pensamientos cruzados para lecturas cruzadas.
Después de esta retahila de conexiones, cualquiera diría que, en realidad, la película en cuestión nos importó un pimiento. Pues no, lo cierto es que nos gustó mucho y se la recomendamos sin ningún género de dudas. Cierto es que alguna de esas nueve vidas lucía con más brillo que las otras, pero en general ya nos gustaría que todo el cine por el que pagamos le sentara tan bien a nuestro bolsillo.
Dicho lo cual y hablando de dineros, ¿no les parece impagable esto de poder charlar de cine, de literatura... y, de pronto, acordarse de tebeos que mantienen el tipo en las comparaciones? Quién nos lo iba a decir no hace tanto.