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jueves, marzo 15, 2007

Fiebre amarilla (II): Japón de Ponent Mon.

Seguimos donde lo dejamos, es decir, intentando superar el shock post-crécy. Para tal fin, Japón nos propone Kankichi, una parabolita simpática de Taiyo Matsumoto: la historia de un niño-dios de esos que abundan por las mitologías asiáticas. Un cuento con perro antropomórfico incluido, marcado por el esquematismo evocador del dibujo de Matsumoto, más cercano a la ilustración japonesa que al manga. Mito, fábula o cuento, esta historia preludia el tono lírico que, con matices variados, estará presente en casi todas las historias realizadas por autores japoneses que nos faltan por comentar en este volumen.
Entre medias, se cuela Sfar, uno de los (sorprendentes) líderes editoriales del mercado español en los últimos tiempos (al menos por lo que respecta al número de publicaciones). Al francés se le ve últimamente en todas las ensaladas comiqueras, así que Japón no iba a permitirse su ausencia. El Tokio de Oualtérou nos presenta su vena más sarcástica y ácida: un recorrido inmisericorde por el maravilloso mundo de los prejuicios culturales; un paseo por Tokio bajo la lluvia ácida de las palabras y los penssamientos de Oualtérou, amigo (¿imaginario?) de Sfar. Se trata de una lectura divertida, en todo caso, en la que el ofensor se retrata a sí mismo en cada una de sus ofensas, al tiempo que nos ofrece algunas claves de la diferencia entre culturas sitas a millas de distancia. Todo ello, adornado con la variante gráfica más suelta y abocetada del, ya de por sí relajado, estilo-Sfar.
Little Fish, joven, japonés y osado (en orden indiferente) recoge el guante lírico lanzado por Matsumoto. Lo hace a través de una historia sin palabras, El girasol, alimentada por el realismo de línea clarísima de sus dibujos y un cripticismo narrativo, que juega a adaptar la codificación del símbolo poético en forma de icono visual. Sugerente, pero tan oscuro en sus intenciones últimas que cuesta entrar en su propuesta.
Igualmente lírico y casi tan críptico es Elegir un insecto, de Moyoko Anno. Un ejemplo de sinestesia comicográfica tremendamente evocador: las imágen sugerida por un sonido, el de los grillos en este caso. La autora japonesa ejerce su derecho a la libertad creativa para sorprendernos con un encadenamiento (por momentos casi surreal) de pensamientos y sensaciones emanadas de una idea o, quizás sería mejor decir, de un sonido, con el que, aparentemente, mantiene ciertas relaciones de familiaridad. Un viaje por el pensamiento consciente, una fórmula de exposición lírico-narrativa que, quizás, merecería ser más ampliamente explorada.


Menos mal que aparece Boilet presto al rescate. Curiosamente, también Boilet alimenta su historia de iconos; literalmente, en este caso, pues La calle del amor plantea un viaje de ida y vuelta entre el amor y la ecología urbanita de Tokio, al ritmo de los iconos nuestros de cada día y ese hiperrealismo (o realismo de Polaroid -toma neologismo-) que es el nouvelle manga. Qué decirles, si ya lo he dicho hace sólo unas líneas: me encanta Boilet (y sus amantes desnudas, y su fascinación por la cultura japonesa...) y casi nunca me decepciona. Tampoco ahora.
Pasa Boilet por japonés, me imagino, porque tras él se nos coloca a un autor, francés de pura cepa: Fabrice Neaud, ese de los diarios dolorosos y sufrida intelectualidad. Si algo no me gusta de Neaud es precisamente su tendencia al melodrama y la autocompasión trágica; nunca acaba de hacernos ver cuán mal lo ha pasado por amor, cuánto estigma arrastra por su homosexualidad dolorida. Digo yo que no será el único que tiene achaques de corazón, pero él se esfuerza en que constatemos que así de dolorosos, sólo él. La ciudad de los árboles no iba a ser excepcional en este sentido. Una pena, porque en términos puramente antropológicos, culturales o informativos, ninguna de las historias en este volumen aporta tanto. Neaud se recorre cada rincón de Sendai y nos regala un mapa preciso de la ciudad, sus paisajes y su paisanaje, con un dominio ciertamente virtuoso del estilo realista. Aunque en algunos momentos existe el riesgo cierto de cierta saturación de información, lo cierto es que el autor se las arregla para salir airoso de sus descripciones, gracias a sus habituales e instructivos arranques de sinceridad y a un loable gusto por la anécdota. Lástima que lo pase tan mal.
Y vuelta a la poesía hecha cómic, al cómic poético y a la lírica en viñetas (ahora que todavía se respiran los efluvios de Buzzati). Daisuke Igarashi, que (sin saberlo) no quería ser menos que Matsumoto y se inventa una fábula onírica sobre caballos humanizados, niños en proceso de aprendizaje y desfiles japoneses; todo muy simbólico y alegórico, como no podía ser menos... Pues bueno.
Claro, ante este desfile de intenciones hechas viñeta, Kazuichi Hanawa se queda pensando y lo arregla con otro arrebato mitológico-natural: un bosque sagrado, espíritus del bien y del mal, niños no-natos, peregrinos sin ánimo de espíritu y espíritus que peregrinan más allá de la realidad. El dibujo, muy pictórico, con influjos evidentes del estilo manga clásico (con razón estamos ante un discípulo de Tsuge -¿quién se va a animar a editar sus obras en esta parte del mundo?). Para que lo entiendan ustedes, la impronta visual de Hanawa sería el resultado de poner en el molinillo al propio Tsuge, junto a Tatsumi, unas gotitas de Maruo y algo de Davodeau.
¡Miren qué casualidad! Precisamente es Étienne Davodeau el que cierra Japón, visto por 17 autores. Lo hace con Saporo fiction, la historia de un cruce de caminos: el del narrador Shiro Atsushi con un dibujante francés que ha llegado a Japón, no sabemos muy bien a qué (aunque todos nos lo imaginamos). Un divertido cambio de papeles que le permite a Davodeau ilustrar desde dentro ciertos hábitos culturales nipones, de esos que nos sorprenden a cualquier europeo. Una historia humilde pero entrañable, en la que el autor consigue perfilar con cuatro brochazos (figurados, ya conocemos todos el estilo de Davodeau -tan similar al de Kazuichi Hanawa... perdón por la broma) la personalidad de unos personajes de esos de los que es fácil encariñarse. Además, tiene Saporo fiction hasta una pequeña sorpresa argumental de las que provocan una sonrisa autosuficiente al grito de "me-lo-imaginaba", que no deja de tener su aquel.
Sumado todo, lo muy bueno, lo bueno, lo aceptable y lo que "nifunifá" (no creo que haya ninguna historia realmente mala), Japón consigue una nota media más que estimable y, sobre todo, nos garantiza unas cuantas horas de entretenimiento parcelado (o de un tirón, al gusto del consumidor) y todo eso al mismo tiempo que nos instruye. No es moco de pavo muticus.

martes, marzo 13, 2007

Fiebre amarilla (I): Japón de Ponent Mon.

Queda un poco lejana la edición de este volumen por Ponent Mon, pero no es hasta hace poco cuando me he acercado a él y a su hermano pequeño sobre Corea, así que me toca mirar hacia atrás, aunque sólo sea porque la cosa lo vale. Lo cierto es que la idea de Los Institutos y Alianzas Francesas de Japón (como anuncia la carta prólogo de Boilet a Davodeau) tiene su aquel. También es cierto que la relación entre manga y bande dessinée o, más concreto, entre Boilet y el proselitismo del mestizaje comicográfico japo-franchute, está comenzando a aparecer hasta en la sopa (o el ramen, en su defecto). Soy pro-Boylet y pro-nouvelle-manga, ya lo saben, pero, caray, parece que el francés sea el único dibujante de cómics residente en Tokio ex-becario de Kodansha y creador de un estilo nuevo de manga, ehem...
Detallitos aparte, lo cierto es que estas recopilaciones (publicadas en varios países casi al mismo tiempo, por cierto) se me antojan una buena iniciativa y, lo que es mejor, un conjunto valioso de historias cortas elaboradas por algunos de los mejores autores del momento (no sólo en sus respectivos países, añado). La idea de ofrecer una doble visión auóctona-foránea favorece un interesante cambio en los puntos de vista de cada relato, no tanto por la técnica narrativa en sí, sino por la subjetividad inherente a un proyecto dirigido y condicionado temáticamente, como éste. Lo explica Boilet en su carta:
La obra recopilará historias cortas de ocho autores francófonos invitados a ocho ciudades de Japón (las ciudades de los Institutos y Alianzas respectivos: Tokio, Kyoto, Osaka, Nagoya, Fukoka, Sapporo, Sendai y Tokushima) y de ocho autores residentes en Japón (7 autores japoneses + el menda).
Además, la edición ofrece buenos detalles no muy frecuentes, como un breve perfil biográfico de cada autor al principio de su historia, así como un pequeño mapita con la localización geográfica del lugar en el que se desarrolla cada una de ellas; no esta mal para iluminar parcialmente el terreno por el que nos adentramos. Acerquémonos ahora brevemente a alguno de los cómics incluidos:
Arranca el libro con Historia de la playa, de Kan Takahama, la joven y entregada discípula de Boilet en el noble arte de llevar a buen puerto el nouvelle manga, como vía de creación. Delicada y poética, como casi siempre, la japonesa recrea una anécdota personal junto a su mentor y ex-amante. Un ejercicio de confesión y striptease emocional, con trasfondo trágico-nostálgico; todo muy autorreferencial y, como suele ser norma en la escuela, muy bien dibujado.
David Prudhomme se nos descuelga en La puerta de entrada con la actualización en clave surrealista de una fábula alegórica tradicional (la leyenda de Urashima Taro, parece ser), que jalona de referencias cruzadas y guiños humorísticos, cuyo conjunto, debo confesar, me ha dejado más frío que a una bacalada.
Otra cosa es Cielo de verano, de Taniguchi. El autor nacido en Tottori es un valor seguro; es tan difícil que decepcione como que abandone su corpus de referencias habituales. De hecho, en esta historia corta, Taniguchi recupera algunos de sus referentes temáticos (la nostalgia de la infancia, la imposibilidad de recuperar el tiempo perdido, el destino caprichoso, etc), una tópica que nos recuerda a Barrio lejano o El almanaque de mi padre; algo de lo que no nos vamos a quejar, desde luego.
Después de la aparición de Fresa y chocolate, Aurelia Aurita es bien conocida por los aficionados al cómic tanto aquí como en su país; no lo era tanto cuando se ideó este volumen, ya que su obra se limitaba al álbum Angora y a algunas historias cortas. Sin embargo, ¡Ahora ya me puedo morir! desvela muchos de los rasgos distintivos de la autora: un marcado erotismo, su minimalismo gráfico y su fluidez narrativa a la hora de ordenar los materiales de un modo original y, en ocasiones, poco ortodoxo. Además, como la chica tiene muy poco pudor y aún menos pelos en la lengua (no sé si en este caso el símil es adecuado), el ejercicio resultante es de una sinceridad tan ingenua que de puro prosaica termina siendo poética (permítaseme la paradoja).
François Schuiten y Benoît Peeters se olvidan del cómic y recurren al relato ilustrado, para recrear una distopía urbana muy de su gusto: Osaka 2034. Mensajes cuasi-publicitarios y el recurso a la descripción objetivista, de apariencia incluso cientifista (aunque no exenta de ironía), para acercarnos a arquitecturas y entidades ficticias; como si no les conocieramos.
Emmanuel Guibert sigue la línea de los anteriores y ejerce de cuentista, dejando en un segundo plano sus muy evidentes dotes como dibujante. Un relato ilustrado en primera persona, lleno de vivencias retrospectivas y confesiones tan personales, que terminan por situar a la historia en la línea del diario. Probablemente responda a la concepción amplia e inclusiva de la obra pero, que quieren que les diga, a mí me parece un poco fuera de lugar.
Y terminamos la sesión de hoy (que va adquiriendo dimensiones de manuscrito feudal japonés) con Nicolas de Crécy. Menudo tipo el de Crécy, éste juega en otra liga. Me recuerda a Lars Von Trier cuando le da por jugar con sus espectadores (o sea, casi siempre) y los zarandea alternativamente desde el desconcierto, a la irritación y el deslumbramiento, para terminar pareciendo el más listo del barrio y dejar nuestro ego de "interpretadores" críticos y anticipadores de expectativas por los suelos. Así es de Crecy, o así lo parece en Los nuevos dioses (y en muchas de sus obras, lo reconocerán conmigo). Lo que comienza como un relato desconcertado y autocomplaciente por la exageración del recurso técnico empleado en la elección de la voz narrativa, termina por funcionar a favor de la historia y de su creador (para nuestra sorpresa). Así, la historia del relato que se cuenta y se crea a sí mismo (el metarrelato más físico y palpable que se pueda idear), crece (literalmente, se va conviertiendo en un monstruito amorfo) y adquiere forma a partir de la informidad inicial concretada en esa única voz narrativa presente en los cartuchos. Vamos, el sueño húmedo de un post-moderno (y lo digo en el buen sentido de la palabra).
Mañana seguimos con Japón y luego nos vamos a Corea...