Seguimos donde lo dejamos, es decir, intentando superar el shock post-crécy. Para tal fin, Japón nos propone Kankichi, una parabolita simpática de Taiyo Matsumoto: la historia de un niño-dios de esos que abundan por las mitologías asiáticas. Un cuento con perro antropomórfico incluido, marcado por el esquematismo evocador del dibujo de Matsumoto, más cercano a la ilustración japonesa que al manga. Mito, fábula o cuento, esta historia preludia el tono lírico que, con matices variados, estará presente en casi todas las historias realizadas por autores japoneses que nos faltan por comentar en este volumen.
Entre medias, se cuela Sfar, uno de los (sorprendentes) líderes editoriales del mercado español en los últimos tiempos (al menos por lo que respecta al número de publicaciones). Al francés se le ve últimamente en todas las ensaladas comiqueras, así que Japón no iba a permitirse su ausencia. El Tokio de Oualtérou nos presenta su vena más sarcástica y ácida: un recorrido inmisericorde por el maravilloso mundo de los prejuicios culturales; un paseo por Tokio bajo la lluvia ácida de las palabras y los penssamientos de Oualtérou, amigo (¿imaginario?) de Sfar. Se trata de una lectura divertida, en todo caso, en la que el ofensor se retrata a sí mismo en cada una de sus ofensas, al tiempo que nos ofrece algunas claves de la diferencia entre culturas sitas a millas de distancia. Todo ello, adornado con la variante gráfica más suelta y abocetada del, ya de por sí relajado, estilo-Sfar.
Little Fish, joven, japonés y osado (en orden indiferente) recoge el guante lírico lanzado por Matsumoto. Lo hace a través de una historia sin palabras, El girasol, alimentada por el realismo de línea clarísima de sus dibujos y un cripticismo narrativo, que juega a adaptar la codificación del símbolo poético en forma de icono visual. Sugerente, pero tan oscuro en sus intenciones últimas que cuesta entrar en su propuesta.
Igualmente lírico y casi tan críptico es Elegir un insecto, de Moyoko Anno. Un ejemplo de sinestesia comicográfica tremendamente evocador: las imágen sugerida por un sonido, el de los grillos en este caso. La autora japonesa ejerce su derecho a la libertad creativa para sorprendernos con un encadenamiento (por momentos casi surreal) de pensamientos y sensaciones emanadas de una idea o, quizás sería mejor decir, de un sonido, con el que, aparentemente, mantiene ciertas relaciones de familiaridad. Un viaje por el pensamiento consciente, una fórmula de exposición lírico-narrativa que, quizás, merecería ser más ampliamente explorada.
Menos mal que aparece Boilet presto al rescate. Curiosamente, también Boilet alimenta su historia de iconos; literalmente, en este caso, pues La calle del amor plantea un viaje de ida y vuelta entre el amor y la ecología urbanita de Tokio, al ritmo de los iconos nuestros de cada día y ese hiperrealismo (o realismo de Polaroid -toma neologismo-) que es el nouvelle manga. Qué decirles, si ya lo he dicho hace sólo unas líneas: me encanta Boilet (y sus amantes desnudas, y su fascinación por la cultura japonesa...) y casi nunca me decepciona. Tampoco ahora.
Pasa Boilet por japonés, me imagino, porque tras él se nos coloca a un autor, francés de pura cepa: Fabrice Neaud, ese de los diarios dolorosos y sufrida intelectualidad. Si algo no me gusta de Neaud es precisamente su tendencia al melodrama y la autocompasión trágica; nunca acaba de hacernos ver cuán mal lo ha pasado por amor, cuánto estigma arrastra por su homosexualidad dolorida. Digo yo que no será el único que tiene achaques de corazón, pero él se esfuerza en que constatemos que así de dolorosos, sólo él. La ciudad de los árboles no iba a ser excepcional en este sentido. Una pena, porque en términos puramente antropológicos, culturales o informativos, ninguna de las historias en este volumen aporta tanto. Neaud se recorre cada rincón de Sendai y nos regala un mapa preciso de la ciudad, sus paisajes y su paisanaje, con un dominio ciertamente virtuoso del estilo realista. Aunque en algunos momentos existe el riesgo cierto de cierta saturación de información, lo cierto es que el autor se las arregla para salir airoso de sus descripciones, gracias a sus habituales e instructivos arranques de sinceridad y a un loable gusto por la anécdota. Lástima que lo pase tan mal.
Y vuelta a la poesía hecha cómic, al cómic poético y a la lírica en viñetas (ahora que todavía se respiran los efluvios de Buzzati). Daisuke Igarashi, que (sin saberlo) no quería ser menos que Matsumoto y se inventa una fábula onírica sobre caballos humanizados, niños en proceso de aprendizaje y desfiles japoneses; todo muy simbólico y alegórico, como no podía ser menos... Pues bueno.
Claro, ante este desfile de intenciones hechas viñeta, Kazuichi Hanawa se queda pensando y lo arregla con otro arrebato mitológico-natural: un bosque sagrado, espíritus del bien y del mal, niños no-natos, peregrinos sin ánimo de espíritu y espíritus que peregrinan más allá de la realidad. El dibujo, muy pictórico, con influjos evidentes del estilo manga clásico (con razón estamos ante un discípulo de Tsuge -¿quién se va a animar a editar sus obras en esta parte del mundo?). Para que lo entiendan ustedes, la impronta visual de Hanawa sería el resultado de poner en el molinillo al propio Tsuge, junto a Tatsumi, unas gotitas de Maruo y algo de Davodeau.
¡Miren qué casualidad! Precisamente es Étienne Davodeau el que cierra Japón, visto por 17 autores. Lo hace con Saporo fiction, la historia de un cruce de caminos: el del narrador Shiro Atsushi con un dibujante francés que ha llegado a Japón, no sabemos muy bien a qué (aunque todos nos lo imaginamos). Un divertido cambio de papeles que le permite a Davodeau ilustrar desde dentro ciertos hábitos culturales nipones, de esos que nos sorprenden a cualquier europeo. Una historia humilde pero entrañable, en la que el autor consigue perfilar con cuatro brochazos (figurados, ya conocemos todos el estilo de Davodeau -tan similar al de Kazuichi Hanawa... perdón por la broma) la personalidad de unos personajes de esos de los que es fácil encariñarse. Además, tiene Saporo fiction hasta una pequeña sorpresa argumental de las que provocan una sonrisa autosuficiente al grito de "me-lo-imaginaba", que no deja de tener su aquel.
Sumado todo, lo muy bueno, lo bueno, lo aceptable y lo que "nifunifá" (no creo que haya ninguna historia realmente mala), Japón consigue una nota media más que estimable y, sobre todo, nos garantiza unas cuantas horas de entretenimiento parcelado (o de un tirón, al gusto del consumidor) y todo eso al mismo tiempo que nos instruye. No es moco de pavo muticus.