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viernes, octubre 20, 2017

Las grietas de Europa (y España)

Hay muchas razones para recomendar la lectura de La grieta, de Carlos Spottorno y Guillermo Abril. Sorprende, en primer lugar, la osadía formal de un reportaje periodístico a medio camino entre el cómic y la fotonovela. Pero también lo hace la clarividencia de su recorrido narrativo, que se despliega como un artículo de investigación sobre el terreno acerca de las fronteras de Europa y su inestabilidad reciente, para terminar mudando hacia el ensayo político sobre el porvenir de la Unión. 
Además de todo ello, personalmente hemos disfrutado de La Grieta porque compartimos de principio a fin algunas de las conclusiones de su exposición; su lectura, nos sugiere varias reflexiones que podríamos sintetizar en tres puntos:
  1. Después de la Guerra Fría y una vez concluido el conflicto de los Balcanes (derivado en gran medida del cierre en falso de aquella), Europa ha vivido un periodo insólito de paz, estabilidad y bienestar. 
  2. Esta situación se explica en gran medida gracias a la consolidación de un europeísmo comunitario impulsado por los tratados y resoluciones de la UE en su compromiso para consolidar una Europa de las naciones articulada en torno a los valores racionalistas de la modernidad.
  3. En los últimos años, sin embargo, la estabilidad europea y esos mismos valores de solidaridad y compromiso supranacional se están viendo amenazados por una serie de factores achacables tanto a causas endógenas (la inoperante maquinaria burocrática del aparato europeo y los dispares intereses nacionales), como a factores exógenos de naturaleza impredecible, ante los cuales la administración comunitaria ha respondido con ineficacia y lentitud. Para Spottorno y Abril, esas son "las grietas" que amenazan con socavar este largo periodo de Pax Europea.
En su primera parte, La grieta analiza el drama de la emigración que se estrella contra los muros y las alambradas de Ceuta, Melilla, Orestiada, Lesovo, Rözske o Medyka. El fracaso de Europa en la absorción e integración de refugiados (políticos, amenazados, evacuados) conecta tangencialmente con otros factores de riesgo cuya expansión comienza a ser preocupante, y amenaza con resquebrajar el proyecto común europeo: el aumento de los populismos antieuropeístas; la fiebre nacionalista e independentista que encara crisis globales con soluciones centrípetas; la desprotección ante los terrorismos islamistas asociados al desarraigo de colectividades de emigrantes de segunda generación; la aparente resurrección de la vieja dialéctica de bloques en forma de una nueva Guerra Fría soterrada en la que Rusia vuelve a ser protagonista principal, etc.
La conclusión última de La grieta le hiela a uno la sangre y nos deja en un estado de suspensión desesperanzada. Ante la fotografía a doble página de unos emigrantes ubicados delante de un puesto fronterizo, el narrador sentencia:
Es como si uno se viera en un espejo. Cuando los mira, realmente ve el mundo que somos. Se ve Oriente y sus guerras. La miseria en África. Se ve Rusia al fondo. Y se ve también Europa, a este lado, ese remanso seguro. La unión, el sueño de paz, su riqueza. Y todas sus grietas. Se ve al Reino Unido con un pie fuera y a Estados Unidos ya con un presidente en plena evolución. Los muros alzándose entre países. El auge del nacionalismo. Y un lenguaje militarizado. Beligerante. Enconado. Voces que alertan de una tercera guerra mundial. Incluso algunas que aseguran que ya ha empezado.

En la enésima revisión a su ya clásica tesis sobre "el fin de la historia", el politólogo Francis Fukuyama supeditaba el recorrido de su teoría (que, recordemos,  anunciaba el final de las ideologías y el triunfo del capitalismo económico y las democracias liberales como modelos de gobierno en el mundo) a la irradiación de diferentes factores
poco controlables; a saber: la expansión impredecible del Islam; el déficit democrático que provoca la pérdida de un objetivo común que unifique los esfuerzos colegiados de Europa (y sus países miembros) y Estados Unidos; la dependencia estricta que existe entre el desarrollo económico y la consolidación democrática; y, por último, las consecuencias imprevistas de la tecnología.
Los peores presagios que Fukuyama enfrentaba a la democracia liberal moderna universal (no muy diferentes, algunos de ellos, de los que se mencionan en La grieta) parecen estar confirmándose sin remisión en este bienio dramático (2016-2017), que no deja de traer malas noticias y castigarnos con malos augurios.
Acerquémonos al caso de España.
Llevamos en nuestro país más de dos meses secuestrados por un nerviosismo "prebélico" que está afectando a todas las estructuras y estratos del país, y que ha sumido a una gran parte de la población en un estado de desasosiego galopante: hablamos del caso catalán, desde luego.
El independentismo desatado como un virus en Cataluña, hasta el extremo de violar la legalidad constitucional vigente (con la que podemos estar o no de acuerdo, pero en ella se establece la norma legal que garantiza la convivencia democrática), responde a una acusada ineficiencia política por parte de los gobiernos central y autonómico, y a una alarmante visión cortoplacista asentada en mezquinos intereses políticos y en una insolidaridad intolerable, en ambos casos.
Frente a países democráticamente más maduros, desde hace décadas, en España (y Cataluña, como una de sus partes) la política ha estado marcada por intereses individuales y partidistas cuya rentabilidad se ha visto supeditada a la permanencia en el poder (lo cual explica en gran medida el fenómeno infeccioso de la corrupción). Además, la política española se ha visto gravemente contaminada por un frentismo (muy acusado en la derecha española y catalana) que se ha alimentado siempre del odio proyectado sobre un enemigo recreado artificiosamente en el imaginario colectivo de sus masas de votantes. Durante años, la derecha española (aunque no únicamente) pretendió, de forma torticera y peligrosa, que la amenaza cruenta y real del grupo terrorista ETA proyectara su sombra difamante sobre rivales políticos, periodistas y ciudadanos, a quienes desde la bancada del PP se acusó también de "ser ETA" o de "apoyar el terrorismo", con espurios intereses electorales (entre las víctimas de la infamia encontramos a auténticas víctimas de ETA e incluso al entonces Presidente de Gobierno del partido de la oposición).
Concluida la amenaza terrorista, la derecha española decidió proyectar su ofensiva frentista contra un nacionalismo catalán que hasta entonces, no lo olvidemos, había sido su aliado de gobierno en diversas legislaturas y mantenía el independentismo en mínimos testimoniales. La suspensión del Estatuto de Autonomía de Cataluña en 2010, por parte del Tribunal Constitucional a instancias del Partido Popular (después de que hubiera sido aprobado por los Parlamentos catalán y español en 2006), encendió una mecha que ahora, siete años después, amenaza con hacer explotar el autogobierno catalán y, de rebote, la economía regional y nacional.
El nacionalismo catalán, por su parte, comparte el mismo grado de culpa que sus viejos socios de gobierno, y añade el agravante de haber incumplido las leyes que garantizan el estado de derecho. Sus cifras electorales han engordado en gran medida gracias a esa confrontación contra el "gobierno de Madrid" (todo es Madrid en el ideario nacionalista) y una retroalimentación victimista sustentada en proclamas como el célebre "España nos roba"; que tan hondamente ha calado en el inconsciente colectivo catalán, como reactivo a afrentas históricas pocas veces constatables fuera del imaginario independentista. Todos estos aspectos se han consolidado y exacerbado en el actual salto al vacío que supone el Procés; y que, como sucediera con el Brexit o anhelara el Frente Nacional de Marie Lepen, amenaza con desestabilizar el Estado de Bienestar europeo.
Entendiendo el muy subjetivo sentimiento de pertenencia a una nación o un territorio, y estando a favor de un referéndum pactado dentro de la Ley (con unas condiciones pautadas de mayoría cualificada y unas consecuencias claramente expuestas), nos cuesta creer que alguien se tome en serio (más allá de farisaicos intereses económicos) su pertenencia a un proyecto común europeo, basado en la solidaridad interterritorial y la unión de fronteras, al mismo tiempo que se plantea la ruptura unilateral de uno de sus estados miembros. No entendemos gran cosa, siempre pensamos que "unir" era un antónimo de "separar".
Cuanto más distante presintamos su fondo, más escabrosa será la grieta.