martes, septiembre 25, 2018

Autómatas, juguetes y algún cómic

Hace unos cuantos posts, nos recreábamos con los peculiares robots o, como las llama él, esculturas cinéticas (kinetic sculptures) retrofuturistas de Serge Jupin. Hablábamos entonces nosotros de "autómatas", permitiéndonos una licencia terminológica que no se ajusta del todo a la realidad.
Volvemos ahora sobre el tema porque tenemos la sensación de que, en los últimos tiempos, gracias a escaparates online como éste, tanto autómatas como robots y juguetes pop han adquirido una dimensión artística y cierta apreciación escultórica; con la consiguiente revalorización económica de cara a coleccionistas, aficionados y curiosos a tiempo parcial. Incluso las galerías y casas de subastas habituales parecen haber entrado en el juego sin muchas reticencias. Ya se sabe que la etiqueta "pop" todolo puede.
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Sin embargo, desde sus orígenes el concepto del autómata va mucho más allá de las intenciones lúdicas que se le suponen a un juguete y más allá del valor escultórico que se le pueda dar hoy en día. El autómata era una recreación de vida a partir de ingenios mecánicos. De hecho, hasta que su existencia se populariza entre los cortesanos del siglo XVIII, su manufactura no estaba conectada con el entretenimiento sino con la ciencia. Pioneros como Alberto Magno, Al-Jazari y Leonardo utilizaron al autómata como contenedor estructural para la ejecución práctica de muchos de sus hallazgos mecánicos (poleas, engranajes, cigüeñales, pesas, etc.).
Pero, como ya hemos apuntado, fue en el siglo XVIII cuando la popularidad de los autómatas se consolidó en todas las cortes de Europa. Y fue entonces cuando se creó esa mitología que –a través de la literatura y de testimonios históricos imprecisos, fragmentarios o idealizados– une al autómata con el ilusionismo, la alquimia, con el fraude o directamente con la especulación fantasiosa. Se dice, por ejemplo, que Descartes –quien en "Tratado del hombre" afirmaba que el cuerpo humano funciona de forma similar a una máquina– creó y convivió con una niña-autómata que le ayudó a superar la muerte de su hija.
Mucho se escribió en su día, también, sobre aquel autómata fabuloso bautizado "El Turco"; jugador de ajedrez imbatible que entre sus "víctimas" contó a reyes, nobles y hasta al mismísimo Napoleón. A este ingenio mecánico (diseñado por el Barón Wolfgang Von Kempelen en 1769) le dedicó Edgar Allan Poe el artículo titulado "El jugador de ajedrez de Maelzel", en el que –como si abordara un misterio insondable– intentaba desentrañar el secreto inexplicable del autómata invencible. Sobre "El Turco" giraba igualmente "El maestro de ajedrez", de Ambrose Bierce. Mucho más recientemente, han sido Alex Romero y el dibujante Fritz quienes han recuperado el texto de Alan Poe para trasladar a viñetas el mito de este singular ajedrecista inanimado en una historia corta, titulada como el texto original: "El jugador de ajedrez de Maelzel".
Reales parecían las creaciones mecánicas del relojero Jacques de Vaucanson (la relación entre autómatas y engranajes cronográficos siempre ha sido estrecha). Fue él quien diseñó un pato mecánico cuasi-mágico cuyo aparato digestivo reproducía –decía él– con exactitud biológica el funcionamiento de su equivalente animal en todos sus pasos. Ni siquiera Luis XV daba crédito cuando el ánade milagroso comía mansamente de su mano justo antes de defecar lo previamente ingerido (hemos encontrado alguna réplica moderna mucho menos escatológica). Por supuesto, había truco. Vaucanson fue también artífice de muchos otros autómatas portentosos, incluidos algunos ingenios musicales que maravillaron a sus contemporáneos tocando instrumentos con la precisión de una máquina dotada de alma.
De eso, de máquinas con alma y humanos que venden su alma al diablo por una bella máquina, habla El hombre de arena (1817), el cuento fantástico de E. T. A. Hoffmann; sin duda, la ficción protagonizada por autómatas más popular de todos los tiempos. Una historia de terror gótico que encontró su maravilloso reverso secuencial en viñetas gracias al talento infinito de Federico del Barrio.
Si les interesa el tema, les recomendamos un libro que les hará pasar buenos ratos: El rival de Prometeo. Vidas de autómatas ilustres (cuya edición corre a cargo de Sonia Bueno Gómez-Tejedor y Marta 'La Petite Claudine' Peirano) recopila buena parte de los textos y artículos que hemos mencionado en este post y añade varios otros que ayudan a recorrer las vías que conectan a los autómatas con robots, cyborgs y otras criaturas "sin alma" ideadas y luego temidas por el ser humano.

miércoles, septiembre 12, 2018

Grafitis iraníes y otras curiosidades

Acabamos de regresar de un viaje a Irán. Una de esas "aventuras" que, entre muchas otras compensaciones, cuenta con la de echar abajo prejuicios y poner en cuestión las certezas que nos venden medios, mercados y demás agoreros del miedo.
Nos encontramos con los serios problemas que ya anticipábamos respecto a derechos humanos, derechos de la mujer y libertad de expresión. Pero también nos sorprendimos con una relajación política, social y religiosa que no sospechábamos, y que permite atisbar cierta apertura ideológica en un futuro no muy lejano. Cada vez queda menos de aquel Irán sombrío y fundamentalista de los ayatolas, aunque los rostros de Jomeini y Jamenei le persigan a uno, omnipresentes, desde pósters, muros, postales y billetes de curso legal.
Frente a ese Irán antipático y atemorizante del "eje del mal" que nos venden los voceros neocon de Donald Trump y la ultraderecha europea (ambos, si cabe, más atemorizantes y sombríos que su propia propaganda), en la antigua Persia nos hemos encontrado con algunas de las personas más hospitalarias, honradas y orgullosas que hemos conocido en nuestra biografía viajera. Una vez más, el pueblo demuestra ser mejor que sus gobernantes. No exageramos si afirmamos que Irán es uno de los países más seguros en los que hemos estado. Y menos atosigantes. No recordábamos ya la sensación de pasear por un bazar sin ser perseguidos por contumaces enjambres de vendedores reacios a dejar escapar su presa occidental.
En Irán se puede ser casi invisible. Una verdad a medias. Al turista occidental se le acercan los locales con frecuencia y casi nunca con segundas intenciones: los iraníes quieren saber de dónde somos, adivinar qué pensamos de su país, practicar un poco su inglés o, la mayor parte de las veces, echarnos una mano en aquello que pudiéramos necesitar. No son pocas las ocasiones en las que el local invitará al forastero a comer en su casa o a conocer a su familia; sin otra contrapartida que la satisfacción de poder presumir de hospitalidad.
Al margen de sus gentes, el país rezuma arte, cultura y espiritualidad. Su historia es una crónica de civilizaciones, religiones y algunos de los grandes nombres de la historia: desde Ciro, Darío I el Grande y Jerjes a Alejandro Magno, Gengis Kan o Kublai Kan. Sus dinastías de gobernantes discurren entre elamitas, aqueménides, partos, sasánidas, árabes, mongoles, safávidas, kayares y los Pahlevi de infausto recuerdo; sin olvidar a los ayatolas. No vamos aquí a hablar de los jardines de Shiraz, de las ruinas mitológicas de Persépolis y las majestuosas tumbas reales de Necrópolis, de las torres de aire de Yazd o los iwanes fabulosos de Isfahan...
Nos vamos a desplazar, sin embargo, hasta su capital Teherán. Una ciudad gigantesca, contaminada hasta extremos peligrosos y superpoblada, pero también el ejemplo más claro de la apertura sociopolítica y evolución tecnológica que alumbrará al país en un futuro no muy lejano: la que será -esperamos- la puerta de entrada para los muchos turistas que visitarán el país.
Como sucede con otras grandes metrópolis contemporáneas (estamos pensando en ciudades como Berlín, Saigón o Nueva York), Teherán puede leerse como un mapa de la historia reciente de su región. En sus palacios fastuosos, en sus edificios gubernamentales y en los grafitis que -cada vez con más frecuencia y abundancia ilustran sus muros y edificios- podemos leer la historia de los últimos sahs kayar, la del colonialismo ruso e inglés, la de la llegada de los Pahlevi y la de la revolución de los ayatolas contra los sahs y el intervencionismo estadounidense. Entre los grafitis iraníes, obviamente, encontramos muchas muestras de rechazo a Norteamérica y a las políticas occidentales (sobre todo en los alrededores de la antigua Embajada Estadounidense; ya saben, aquella de la crisis de los rehenes, que luego hemos visto en Argo), pero también muestras de la exuberante caligrafía farsi y motivos decorativos que nos remiten directamente a la arquitectura y la ornamentación persa tradicional.
Les dejamos aquí con algunos ejemplos del arte urbano iraní que hemos encontrado durante nuestro periplo:
Por cierto, ¿a qué y quién les recuerdan estos dos últimos grafitis?