lunes, octubre 22, 2018

Un Jabato Planetario

No nos recordamos sin un cómic en la mano. Nos entregamos al vicio viñetero desde muy pequeños: los tebeos de superhéroes de Ediciones Vértice, los álbumes de Astérix y la revista Spirou Ardilla,  los míticos Don Miki que nos empujaron a viajar por la historia y la geografía acompañados de los personajes de Disney, la insuperable galería de personajes de Bruguera (que, parece, renacen ahora de sus cenizas y del polémico abandono); o aquellas reediciones hipnóticas de colores saturados de El Capitán Trueno y El Jabato; que en su segunda época publicó también la Editorial Bruguera bajo el nombre de "Trueno Color Extra" y "Jabato Color Extra".
Estuvimos muchos años fascinados por El Capitán Trueno. Un caballero español acompañado de su escudero Crispín y el fortachón empijamado Goliat, que recorría los rincones del globo en otro globo (aerostático y ciberpunk éste) liberando a campesinos oprimidos por tiranos orientales y batallando al servicio de valores caballerescos teñidos de liberalismo democrático. Cuando nació en 1956, la creación de Víctor Mora y Ambrós fue todo un ejemplo de talento y valentía: un discreto ejercicio de desahogo disfrazado de arte popular. Luego, con el paso de tiempo, a casi nadie se le escapó ya la crítica velada a una dictadura que, cuando se publicaron estas reimpresiones que leímos nosotros, estaba ya agonizando y casi enterrada en vida.
A la estela del éxito de El Capitán Trueno, aparecieron en 1958 las aventuras de El Jabato, dibujado por Darnís (Francisco Darnís Vicente) y también "iluminado" por los guiones de Víctor Mora. El escenario cambiaba desde la Edad Media a la época romana, pero El Jabato remedaba muchas características de su antecedente comiquero por lo que respectaba a sus motivos temáticos y al diseño de sus personajes. El parecido físico entre los dos héroes era reseñable, la fortaleza de Goliat encontraba su remedo en la del bárbaro amable Taurus, y donde Crispín ponía el contrapunto cómico, ahora aparecía ese griego daliniano apodado Fideo de Mileto que aturdía a la concurrencia con sus inspirados berridos; la bella vikinga Sigrid, novia del héroe castellano, cedía su lugar a Claudia, una no menos bella patricia romana entregada al recién nacido cristianismo. El Jabato, al igual que su gemelo medieval, regalaba su valor y sus nobles ideales a los desfavorecidos y a todos los parias, fugitivos y afrentados que las huestes del imperialismo romano iban dejado a su paso; todo un Espartaco en versión hispana. Además de todo ello, El Jabato y El Capitán Trueno compartían la autoría de sus espectáculares portadas a manos del gran Antonio Bernal: uno de los grandes ilustradores del cómic español.
Muy pronto, sin embargo, el Jabato y sus compañeros desarrollaron una personalidad propia que les granjeó multitud de seguidores y terminó por separar los pasos de la serie de la influencia original de su predecesora. Por supuesto, al igual que había hecho con El Capitán Trueno, Bruguera amortizó las aventuras del héroe romano en numerosas tiradas y reediciones; incluida esa colección de Jabato Color Extra con que el personaje llegó a nuestras manos.
Hacía mucho que no devolvíamos la mirada a la serie de Mora y Darnís (dibujante dotadísimo). Por eso, hemos recibido con una lagrimita de emoción y nostalgia agradecida la edición de coleccionista 60 aniversario que acaba de publicar Planeta DeAgostini (en esa valiosa carrera de recuperación de clásicos del cómic en la que lleva unos años embarcada la editorial).
https://jabato-microsite.planetadeagostini.es/sites/388/index.html?&utm_source=guerrilla&utm_medium=social&utm_campaign=jabato
Con unas condiciones de publicación y distribución similares a las que ya vimos, por ejemplo, en su recuperación del Blueberry, de Charlier y Giraud, Planeta propone una edición íntegra (en 53 volúmenes) de los álbumes de El Jabato, en edición muy cuidada con tapas duras, lomos de tela y páginas interiores mates que recrean fielmente la impronta de los tebeos originales (aunque, como en el caso de Blueberry, personalmente hubiéramos apostado por un papel de mayor gramaje).
Para fidelizar a coleccionistas y suscriptores, la editorial acompaña su edición de libretos explicativos con información sobre el personaje y de un cuidado merchandising que incluye tazas, gorras, cuadernos y una sorprendente recreación de falcata ibérica fundida en bronce y acero más que fidedigna.
Bienvenidas sean este tipo de iniciativas editoriales. Nunca han hecho tanta falta los héroes como ahora.

martes, octubre 09, 2018

"Palmira. El otro lado", de Carlos Spottorno y Guillermo Abril. Ruinas

Hace casi veinte años que estuvimos en Palmira. Aunque la idea del viaje surgió alrededor de la mística nabatea de Petra y de sus tesoros arquitectónicos excavados en la piedra, la visita que hicimos a Palmira ha permanecido en nuestra memoria con la huella de un acontecimiento vital imborrable.
La vida en Jordania transcurría lentamente en sus calles bulliciosas. Monumentos y ruinas al margen, nos llamó la atención su estricta religiosidad y la curiosidad que los turistas (las turistas especialmente) despertábamos entre las gentes de Amán y las demás poblaciones que visitábamos. Los mercados y las mezquitas estaban siempre abarrotados, pero las mujeres sólo parecían protagonistas secundarias en esos escenarios.
En Jordania se nos informó de que sólo era posible salir del país y volver a entrar en él una única vez. Apostamos por visitar Siria en vez de Israel. Iríamos a Palmira, previo paso por Damasco.
Cuando llegamos a Siria, después de un cruce de puestos fronterizos que nos pareció infinito, nos encontramos con un país mucho más secular y militarizado que Jordania. Las calles estaban aún empapeladas con pósteres e imágenes de Háfez al-Ásad, el recién fallecido presidente que había gobernado Siria manu militari durante casi treinta años. Su hijo, Bashar al-Ásad, acababa de llegar al poder y había puesto ya en marcha la campaña de imagen y propaganda que había de convertirle en figura de adulación y reverencia forzosas. En Damasco, la pasarela de personajes uniformados mostraba tal variedad y colorido, que resultaba imposible adivinar a qué fuerza o cuerpo del estado pertenecía cada militar que se nos cruzaba por el camino. En todo caso, su presencia resultaba atemorizante: estos individuos, fuertemente armados y con cara de pocos amigos, podían hacerle pasar a uno un mal rato; aunque casi siempre los problemas se solucionaban con un poco de dinero o alguna prebenda en forma de cajetilla de tabaco (algo de ello nos tocó vivir en un paso fronterizo que no olvidaremos fácilmente).
Al mismo tiempo, era bastante frecuente encontrarse en Damasco con individuos occidentalizados en sus modos y atuendos. Por contraste con lo que habíamos vivido en Jordania, nos sorprendía encontrar en las inmediaciones de edificios oficiales a mujeres con maletín y falda ejecutiva por encima de la rodilla.
Nos cruzamos también con sirios que, con miedo disfrazado de prudencia, nos dejaron ver discretamente su desacuerdo con el régimen dinástico de los al-Ásad. Varias de estas charlas informales tuvieron lugar en Palmira. La ciudad nueva, nacida al cobijo de las ruinas, se llama Tadmir (que es la traducción árabe del término arameo 'Palmira'). Con sus casas dispersas y sus edificios bajos, Tadmir tenía cierto aire fronterizo e improvisado, y sólo destacaban en ella el museo de Palmira y una animada vida comercial que se organizaba alrededor de su calle principal. A cada paso, nos asaltaban vendedores de teteras y antigüedades (souvenirs y quincalla, en gran medida), cuyas ganas de conversación hacían que pospusieran con rapidez sus objetivos mercantiles a favor de una charla amigable y curiosa nacida alrededor de un té.
Paseamos por las ruinas de Palmira, de día y de noche, sin nadie que nos controlara o dirigiera, sin barreras o entradas de acceso (se pagaba una única tasa cuando se entraba a la ciudad, nos parece recordar). No había muchos más turistas que nosotros: los únicos actores en su teatro romano, increíblemente conservado; los únicos caminantes que cruzaban de noche la encrucijada del Tetrapylon o paseaban al lado del Templo de Bel con el eco lejano de los chacales y del viento. Desde las ruinas del castillo de Palmira (Qalʿat Ibn Maʿn), acompañados por las cabras y algún niño pastor sonriente, uno podía sentirse cercano a aquellos viajeros románticos que, como el conde de Volney, se sobrecogían ante las Ruinas de Palmira y creían ver elevarse su alma hacia alguna instancia superior. 
No habíamos vuelto a "visitar" Palmira hasta que, hace unos días, El País publicó "Palmira. El otro lado" en su suplemento semanal. Fue también un reencuentro con sus autores, Carlos Spottorno y Guillermo Abril, a quienes habíamos descubierto con La grieta; esa apasionante fotonovela política que no hace demasiado nos abrió la mente de par en par y nos invitó a adentrarnos en reflexiones doloridas acerca del futuro de Europa. "Palmira. El otro lado" se publicó simultáneamente en España y Alemania (en el Süddeutsche Zeitung Magazin). Con el mismo formato de cómic fotonovelado que usaron en La grieta (y con un tratamiento fotográfico similar), sus autores se embarcan en un reportaje sobre el terreno. Su objetivo: visitar la Palmira después de ISIS. Recordemos que el terrorismo islamista ocupó la ciudad por dos veces y que dinamitó una parte de los monumentos del yacimiento. 
Sin embargo, las ruinas de Palmira (algunas de ellas convertidas en escombros después de la ocupación terrorista) resultan ser sólo la excusa adecuada para ir un paso más lejos y descorrer la cortina que oculta la tragedia Siria a Occidente. Spottorno y Abril se acercan a Damasco para entrevistar a los protagonistas directos del drama: para palpar los matices que construyen las diferentes versiones de una guerra que parece interpretarse de forma divergente según la esquina del mundo desde la que se observe (Europa, Estados Unidos, Ruisa o sobre el terreno devastado). Como sucedía con La grieta, "Palmira. El otro lado" se niega a emitir juicios de valor: como ejercicio periodístico que es, se alimenta de los propios interrogantes que se generan en su recorrido y de los testimonios que ofrecen las gentes que habitan sus viñetas. Será el lector quien habrá de encontrar su camino entre las palabras y las imágenes que llenan sus páginas. Los cronistas visitan el lugar, exponen los documentos, nos muestran las huellas y las imágenes de los escombros, hacen las preguntas... Sin embargo, no se adivinan respuestas claras. Éstas se esconden detrás de los silencios, entre los resquicios del miedo, los intereses políticos y las palabras huecas. Después de leer este cómic se nos reproducen las mismas dudas e inquietudes que nos asaltaban con su anterior trabajo: ¿Está el mundo ya en medio de una guerra silenciosa que amenaza con quebrar los frágiles equilibrios que apenas sujetan la paz en Occidente? ¿Hasta qué punto no son Iraq y Siria los tableros de juego en los que se están ejecutando, entre miles de víctimas reales, los primeros movimientos de esa guerra tácita ya desencadenada?
Precisamente, la única evidencia que el lector puede extraer después de la lectura es la que ofrecen con grosera crueldad las víctimas y las ruinas de Siria. Unas ruinas que proyectan su sombra agorera sobre el futuro de muchas generaciones por venir. Porque cuando se destruye el patrimonio de un país, no sólo se destruye su historia sino que se compromete, quizás irremisiblemente, el futuro de las gentes que habrían de vivir de ella. Por eso, junto al drama de los miles de muertos y refugiados, junto a la destrucción de casas y ciudades enteras, de Siria, nos duele también la destrucción inconsciente de sus ruinas y restos arqueológicos. Y nos acordamos de aquella vez, hace casi veinte años, en la que charlamos con las gentes que convivían junto a los muros de Palmira, mientras comprobábamos que nos parecíamos a ellos más de lo que habíamos imaginado.