martes, enero 22, 2019

Berlín, ciudad de luz, de Jason Lutes. Presagios de tormenta

Cuando Michael Haneke estrenó La cinta blanca en 2009, ésta fue recibida con gran entusiasmo crítico. La película obtuvo la Palma de Oro del Festival de Cannes, el Globo de Oro, cuatro Premios del Cine Europeo y estuvo nominada al Oscar a mejor película extranjera. Se reconocía la complejidad y valentía detrás del clasicismo aparente que presentaba su puesta en escena y su fotografía en blanco y negro. Es cierto que la cinta de Haneke recordaba en ciertos momentos al cine clásico de Jacques Becker o de René Clément, pero sobre todo a ciertos trabajos de Bergman, llenos de simbolismo y espíritu crítico. Se especuló mucho sobre el tema y el significado de una obra que "dibujaba" el esbozo sincrónico de un momento histórico que, más que el propio Haneke, podrían haber conocido sus abuelos y sus padres: la Alemania de 1913. Lo curioso de La cinta blanca es que el director austriaco había filmado un cuadro de costumbrismo rural, no el escenario prebélico que haría intuir la Gran Guerra (1914-1918) que se avecinaba como una nube negra de devastación. La acción de la película de Haneke se centra en un pueblecito alemán anclado en su orgullo histórico y en sus tradiciones estrictas; un lugar que parece vivir ajeno al destino inminente del país. Sin embargo, en su atmósfera, en la mirada torva de sus gentes severas e intolerantes, se transluce la tragedia.
Recordamos haber leído críticas que hablaban del "huevo de la serpiente"; que, en sus análisis simbólicos de La cinta blanca, desbordaban el contexto inmediato de la película, para anticipar el surgimiento de una mentalidad racial y una forma de ver el mundo que terminarían por explicar el devenir posterior de Alemania en la Historia. Los hombres y mujeres que protagonizan la película de Haneke son los padres, profesores, pequeños burgueses y trabajadores que educarían a la futura generación de nazis que habría de dominar Alemania; y casi el Mundo.
Se nos vienen éstas referencias culturales y cinematográficas a la cabeza después de haber leído el tercer libro de Berlín, la obra magna que el estadounidense Jason Lutes ha tardado veintidós años en completar. Los tres volúmenes de esta trilogía rellenan el hueco que transcurre desde el final de aquella devastadora primera guerra y los albores del apocalipsis hitleriano. Son los años de la República de Weimar, el tiempo en el que los hijos de La cinta blanca alcanzan los puestos de poder y se empiezan a consolidar en el inconsciente colectivo aquellos pensamientos cargados de intransigencia y supremacismo racial; una huella histórica alimentada por el rencor del castigo europeo a los perdedores de la guerra y por un tratado de paz que marcaba con hierro el límite entre los derrotados y los vencedores. La Alemania de Weimar había salido hacia adelante con éxito, prosperidad y un importante bagaje intelectual, pero sus heridas seguían supurando odio y sed de venganza.
En los tres libros que componen Berlín, ciudad de luz, Lutes rastrea el lento despertar de esa Alemania herida y su transformación en una hidra desencadenada. Lo hace, además, de una forma similar a la que había empleado Haneke: sin estridencias o subrayados violentos. Desde el costumbrismo histórico (urbano, en este caso) que facilita el género narrativo de las vidas cruzadas. A lo largo de los tres cómics, el autor desarrolla una galería de personajes de toda condición (ideológica, social, cultural y religiosa), cuyas vidas terminan por entretejerse en una serie de episodios que anticipan la deriva prebélica de un país que, poco a poco, va dejándose atrapar por la tela de araña ideológica del nacionalsocialismo.
El hilo conductor de la obra (la aguja que enhebra todas esas vidas cruzadas) es la figura del periodista Kurt Severing, personaje sumido en un nihilismo desesperanzado y autodestructivo. Augur de la tragedia y cronista de un fracaso social que no deja de autoalimentarse como una bola de fuego. Junto a él, ama, bebe y sufre la artista Martha Müller, consumida también por el (des)amor atormentado de su amante y camarada de pesares. En las relaciones inestables de esta pareja protagonista se refleja la preocupación incesante y la fractura de una clase intelectual y una burguesía que en los años inmediatamente anteriores al estallido de la Segunda Guerra Mundial se vieron obligados a tomar partido. Muchos de aquellos hombres de cultura (filósofos, escritores y científicos de entre los más preparados y sagaces de Europa) se dejaron arrastrar por el espejismo febril del desagravio y la apología racial. Al resto no les quedó otro camino que la huida, el tormento o la muerte. Algunos, como el gran Stefan Zweig, huyeron para terminar sucumbiendo a otro tormento aún peor: el de la pena y la desesperanza.
Kurt, cuyo futuro no se nos revela en el cómic, es de los que decidió quedarse; al igual que Silvia, la niña comunista que reniega de su padre nazi; o Anna la joven lesbiana enamorada de Martha. Otros personajes de Berlín, como la familia judía del viejo Schwartz o la propia Martha, huyen del país o intentan esconderse dentro de su territorio. Tanto da. Todos ellos funcionan como representaciones simbólicas de un periodo y de una geografía tenebrosos.
Para su recreación, Jason Lutes recurre a una línea clara realista que, con el paso de las páginas y desde sus inicios en el primer tomo de Berlín, va ganando consistencia y fluidez. La rigidez inicial de algunas de aquellas primeras secuencias cede paso a un dibujo más fluido y a un empleo cada vez más insistente del claroscuro (eficaz para la construcción del creciente tono sombrío de la obra). Con cada página, la lectura de Berlín, ciudad de luz (la paradoja del título completo se revela en toda su magnitud a lo largo de esta tercera entrega) se vuelve más densa; las relaciones entre sus personajes, más dramáticas y dolidas; y la atmósfera que dibuja se presiente, en general, más irrespirable.
En este sentido, se agradece el final abierto del cómic, su falta de soluciones fáciles y de respuestas argumentales individuales para personajes concretos. Las cuatro doble páginas panorámicas (splash-pages) que cierran el conjunto son una respuesta diacrónica a una historia por todos conocida. Y, al mismo tiempo, un pequeño resquicio a la esperanza de un presente reconstruido. No por casualidad, los títulos de los tres volúmenes de la serie han sido: Berlín, ciudad de piedras (vol. 1), Berlín, ciudad de humo (vol. 2) y Berlín, ciudad de luz (vol. 3). Esperemos que, efectivamente, a la luz de el presente que estamos viviendo y de los síntomas que se vislumbran, no volvamos a repetir los mismos errores del pasado. La serpiente aún se revuelve en su nido.

domingo, enero 06, 2019

Los cómics de 2018 en Little Nemo's Kat

Como viene siendo tradición, celebramos el Día de Reyes con un roscón relleno de viñetas. Desglosamos y comentamos nuestra lista de cómics de 2018, lo cual no quiere decir que sean los mejores, pero sí los que más nos han gustado de entre los muchos que hemos leído en este año que se escapa. Sin orden de preferencia, les dejamos con una selección que no entiende de géneros, de nacionalidades ni de cualquier otra jerarquía. 

Lo que más me gusta son los monstruos (Reservoir Books), de Emil Ferris: Ya lo anunciábamos el año pasado, este sería el año de Emil Ferris y sus monstruos. El cómic de Ferris fue el gran triunfador del curso pasado en Estados Unidos y se esperaba su publicación en nuestro país como todo un acontecimiento. La autora ha facturado una obra inclasificable en la que el bolígrafo, los lápices de colores y el rotulador recrean sobre hojas pautadas de cuaderno un cuento grotesco habitado por niñas que quieren ser monstruos, jóvenes pandilleros, madres sobreprotectoras, mujeres asesinadas y un vecindario espeluznante lleno de secretos. Detrás de todo ello, se despliega un monumental ejercicio simbólico acerca del crecimiento personal y la supervivencia, un relato turbador y heterodoxo que combina su ritmo hipnótico con un talento gráfico desatado. Lo que más me gusta son los monstruos es un cómic que no puede dejar indiferente a nadie.
Pantera (Astiberri), de Brecht Evens: Pantera es el último trabajo de Brecht Evens, uno de los talentos jóvenes europeos más descollantes. Como en el resto de su producción, el autor nos deslumbra con las veladuras y superposiciones de su estilo gráfico, a medio camino entre la ilustración infantil y el pictoricismo, para narrar un cuento sólo en apariencia infantil. Aunque en un primer momento parece la típica historia de crecimiento, el viaje del niño hacia los escollos de la vida, muy pronto, el cómic nos empieza a abrumar con su sobreabundancia de texto y la verbosidad excesiva de sus personajes, enredados en una incongruente cháchara infantil que no parece tener fin. Y así, a medida que el relato se enreda y las páginas se van llenando de los amigos imaginarios de Christine, la niña protagonista de la historia, empezamos a sospechar que el cómic de Brecht Evens no es un amable cuento infantil con moraleja, sino una de aquellas terribles pesadillas que de niños nos despertaban en medio de la noche, sin que nunca adivináramos de dónde venían, ni si iban a regresar al día siguiente.
The Black Holes (Reservoir Books) Borja González: Desde su primera viñeta (esa maravillosa imagen crepuscular de una heroína romántica que vaga por un bosque persiguiendo un gemido), The Black Holes envuelve al lector en fabulosas imágenes que nacen de un empleo brillante del claroscuro y de la exquisita línea que González emplea para el diseño de sus estilizados y misteriosos personajes: mujeres que, pese a no tener rostro, son capaces de expresar deseos, emociones y miedos a través de su gestualidad y sus acciones. Sus protagonistas se mueven por las viñetas como figuras de aire, como fantasmas de un tiempo y una geografía soñados. Y, sin embargo, la historia de The Black Holes discurre a ras de suelo y nos conecta a realidades que, de alguna forma, nos resultan familiares por sus variadas referencias culturales: a la poesía del siglo XIX, al simbolismo, a la narrativa gótica; pero también a la recuperación de esas mismas referencias por parte de la juventud actual gracias al punk, al terror de serie B, al movimiento gótico adolescente o a la cultura pop. La trama discurre entre 1856 y 2016, y las vivencias de sus personajes femeninos se entretejen por medio de intuiciones, presagios y sensaciones compartidas, que construyen una red simbólica de vasos comunicantes entre esos dos periodos históricos tan distantes. Este cómic nos regala algunas de las viñetas más bellas que hemos presenciado últimamente. Un trabajo lleno de tonalidades y virtudes, que se lee como un nocturno de José Asunción Silva, como un cuento de Alan Poe, como un poema de Rimbaud o como una canción de Suicide.
Martha y Alan (Salamandra Graphic), de Emmanuel Guibert: Guibert continúa con su reconstrucción de la biografía de Alan Ingram Cope a partir de la voz narrativa del propio protagonista. Recuerden que (como se ha encargado de contarnos el propio Guibert) Alan fue aquel excombatiente norteamericano con el que el autor entabló amistad en la isla de Ré y cuya historia le inspiró para desgranar su vida en forma de cómic. Si en el primer volumen, La guerra de Alan, se acercaba a la experiencia bélica del personaje durante la Segunda Guerra Mundial, y en La infancia de Alan lo hacía a sus recuerdos de la niñez, Martha y Alan relata un acontecimiento mucho más puntual y circunstancial de su biografía: la historia de su primer amor, Martha Marschall. Se trata de un episodio humilde, pero cargado de emoción y melancolía: una de esas experiencias íntimas que nos ayudan a crecer como personas y nos enseñan a tomar decisiones. El realismo fotográfico de Guibert y su empleo de grandes viñetas a doble página aportan veracidad y carga nostálgica a un cómic que se lee con la emoción a flor de piel.   
Poulou y el resto de mi familia (Roca Editorial), de Camille Vannier: El desglose genealógico que emprende Vannier incluye una galería de personajes tan extravagante y un conjunto de experiencias vitales tan azarosas que, si no tuviéramos todos una familia con la que comparar, su cómic parecería pura invención. No lo es. Cada línea de relato, cada personaje de Poulou (empezando por el abuelo de Vannier que da nombre al libro) existió y vivió tal y como se explica en el cómic. El hecho de que la autora recurra a un estilo informal e infantil, mucho más cercano a la ilustración que al cómic, o de que el lenguaje (con una tipografía torpe e inestable) incluya incoherencias gramaticales y faltas de ortografía, rema en esa pretendida naturalidad que persigue la historia: a medio camino entre el recuerdo fragmentario, el relato oral y un realismo mágico infantilizado. Funciona. Poulou se lee de principio a fin con divertida curiosidad y un invariable gesto de sorpresa. Las decisiones disparatadas de sus personajes crean un itinerario familiar tan improbable que sólo puede ser cierto; y que, como sucede con muchas otras las familias, dibuja un trazado quebrado que discurre desde el éxito gozoso al hundimiento desesperanzado, desde el afecto al odio. La principal virtud de Vannier en este cómic reside en su acercamiento a la tragicomedia desde una espontaneidad deliberada (gráfica y textual) que desdramatiza el relato, pero que contribuye a su verosimilitud y le otorga una inesperada carga humorística. A veces, hay que tomarse la vida menos en serio. 
Joe Shuster. Una historia a la sombra de Superman (Dibbuks) de Julian Voloj y Thomas Campi: Voloj nos acerca a la complicada biografía del dibujante Joe Schuster desde un punto de vista confesional en primera persona, a partir de un flashback que arranca en 1975, cuando la vida de los creadores de Superman pasaba por sus momentos más complicados y sus nombres parecían relegados a un ostracismo definitivo. Mientras las compañías editoriales y las distribuidoras de licencias creativas ganaban millones de dólares gracias a personajes como Superman y todos los que vinieron detrás de él, muchos de los guionistas y dibujantes (creadores anónimos asalariados) que concibieron aquellas primeras historias terminaron en el más absoluto de los olvidos, sobreviviendo, muchas veces, en condiciones lamentables. Una historia a la sombra de Superman cuenta la historia del dibujante Joe Shuster y el guionista Jerry Siegel, pero, al mismo tiempo, es una crónica fidedigna y excelentemente documentada del nacimiento de comic-book y del género de los superhéroes en Estados Unidos; una industria del entretenimiento que hoy en día ha adquirido el rango de mitología popular. La alternancia estilística del italiano Joe Campi llena el relato de matices: pasando de una línea realista suelta a una elegante estilización retro que nos recuerda al estilo pictórico de las ilustraciones de Norman Rockwell y al empleo del color de Edward Hopper. Ideal para nostálgicos y curiosos de la historia del cómic: un tebeo tan entretenido como didáctico. 
Picasso en la Guerra Civil (Norma Editorial), de Daniel Torres: Empieza a ser una costumbre incluir a Torres entre lo mejor del año. Su nuevo cómic obliga a ello. No se trata ya de que su dibujo, la capacidad de Torres para el detalle y su variedad inabarcable de registros estilísticos, le sitúe entre los grandes dibujantes de cómic contemporáneo, si no que su audacia y talento como contador de historias tampoco parecen tener límites. Picasso en la Guerra Civil plantea un juego de espejos autoconsciente que termina por confundir la historia con la ficción en un divertido ejercicio de narración especulativa: ¿Y si el padre Daniel Torres hubiera dibujado cómics en los años 50?, ¿y si hubiera conocido a Picasso y éste le hubiera encargado su biografía en viñetas?, ¿se imaginan que Picasso hubiera participado en la Guerra Civil y lo hubiera contado? Estas hipótesis ficcionales encadenadas están en la base argumental de una novela gráfica que se construye a partir de su estructura concéntrica de metarrelatos: un juego de cajas chinas en el que cada línea narrativa esconde, como una sorpresa, un nuevo cómic en su interior; cada uno de ellos con su propio estilo gráfico y con diferente naturaleza. La historia del dibujante Francisco Torres es el marco del relato biográfico de Picasso en la Guerra Civil; esta última, a su vez, esconde el cómic de propaganda antifranquista Sueños y mentiras de Franco; y todas ellas se cuentan desde los recuerdos que el autor, un tal Daniel Torres, conserva de su padre dibujante. Con su cómic de cómics, Torres hace un homenaje a la historia del medio: al cómic de los pioneros, a Eisner y a sus páginas-viñeta, a la línea clara franco-belga, etc., pero sobre todo nos demuestra que el lenguaje comicográfico no tiene límites.
Nieve en los bolsillos. Alemania 1963 (Norma Editorial), de Kim: Recuperando la senda temática y estilística que más éxito le ha reportado en los últimos años (aunque esta vez en solitario), Kim hace un nuevo ejercicio de memoria histórica para reivindicar la figura de todos aquellos emigrantes españoles que, en los años 60, tuvieron que hacer las maletas para labrarse un provenir. Hay en nuestro país una tendencia incurable a olvidar la historia. Se nos olvida (cuando se trata de construir discursos del miedo, la amnesia es siempre una excelente materia prima), por ejemplo, que durante mucho tiempo la nuestra fue tierra de emigración: miles de conciudadanos se lanzaron a una aventura incierta sin más equipaje que la fe, el esfuerzo y la esperanza de hacerse un futuro que en tierra propia se intuía tenebroso. Kim (Joaquín Aubert Puig-Arnau) tira de autobiografía y de las experiencias que vivió en piel propia durante sus años de estancia en Alemania, para construir un relato tragicómico en el que se descubre lo peor y lo mejor del ser humano. Sus andanzas migratorias están contadas con un ritmo vivísimo que se alimenta de sus anécdotas, los sueños, las decepciones y las penurias que vienen aparejadas a toda huida hacia adelante. Es la carrera ingrata que acompaña al emigrante: individuos que abandonan su hogar, no por gusto, sino por puro instinto de supervivencia. Honestidad pura.
Berlín, ciudad de luz (Astiberri), de Jason Lutes: Después de Berlín, ciudad de piedras (vol. 1) y Berlín, ciudad de humo (vol. 2), se cierra la trilogía que el estadounidense Jason Lutes ha tardado veintidós años en completar con Berlín, ciudad de luz (vol. 3). Los tres volúmenes de esta epopeya rellenan el hueco que transcurre desde el final de la devastadora Primera Guerra Mundial y los albores del apocalipsis hitleriano. Son los años de la República de Weimar, un tiempo en el que se empiezan a consolidar en el inconsciente colectivo alemán pensamientos cargados de intransigencia y supremacismo racial. En los tres libros que componen Berlín, Lutes rastrea el lento despertar de la Alemania herida y su transformación en una hidra desencadenada. Lo hace sin estridencias o subrayados violentos. Desde el costumbrismo histórico (urbano, en este caso) que facilita el género narrativo de las vidas cruzadas. A lo largo de los tres cómics, el autor desarrolla una galería de personajes de toda condición (ideológica, social, cultural y religiosa), cuyas vidas terminan por entretejerse en una serie de episodios anticipatorios de la deriva prebélica de un país que, poco a poco, va dejándose atrapar por la tela de araña ideológica del nacionalsocialismo. Jason Lutes recurre a una línea clara realista que, con el paso de las páginas y desde sus inicios en el primer tomo de Berlín, va ganando consistencia y fluidez. La rigidez inicial de algunas de aquellas primeras secuencias cede paso a un dibujo más fluido y a un empleo cada vez más insistente del claroscuro (eficaz para la construcción del creciente tono sombrío de la obra). Con cada página, la lectura de Berlín, ciudad de luz (la paradoja del título completo se revela en toda su magnitud a lo largo de esta tercera entrega) se vuelve más densa; las relaciones entre sus personajes, más dramáticas y dolidas; y la atmósfera que dibuja se presiente más irrespirable. El final abierto del cómic, no obstante, deja un pequeño resquicio a la esperanza de un presente reconstruido y nos invita a no repetir los mismos errores del pasado.
March (Norma Editorial), de John Lewis, Andrew Aydin y Nate Powell: Un cómic sobrecogedor. El dibujante Nate Powell y el asesor político Andrew Aydin dan forma a la voz y la memoria de John Lewis, único superviviente de los "Seis Grandes" (Philip Randolph, Dr. Martin Luther King Jr., Roy Wilkins, Jim Farmer y Whitney Young), el grupo de hombres que pusieron rostro a la lucha por los derechos civiles y el fin de la segregación racial en Estados Unidos durante los años 60. En su país, los seis tienen categoría de leyenda por su lucha pacífica a favor de los derechos humanos, pero en España (con la excepción de Martin Luther King) la relevancia de su empresa no es tan conocida. March describe acontecimientos históricos fundamentales del siglo XX, como la Marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad de 1963, y arroja luz sobre uno de los hechos más vergonzante y dramático de la historia reciente de las democracias liberales: la segregación racial en Estados Unidos. John Lewis fue uno de los miembros fundadores y posterior presidente de la SNCC (Comité Coordinador Estudiantil No Violento), uno de los movimientos que más trabajó por el final del racismo social y político en los Estados Unidos. El cómic se acerca a los acontecimientos históricos sin remilgos ni medias tintas, desde la posición privilegiada que ofrece la memoria de un testigo de primera mano como Lewis. El lector asiste espantado al teatro de deshumanización y barbarie que, durante décadas, celebraron los estados del sur de Estados Unidos. Somos testigos de las matanzas y atrocidades cometidas por los ciudadanos de ciudades como Nashville, Liberty o Birmingham contra sus conciudadanos negros ante el silencio cómplice de la clase dirigente del resto del país. Y asistimos, finalmente, al triunfo de la razón. Este libro es una piedra más en esa batalla.
La tierra de los hijos (Salamandra Graphic), de Gipi: El mismo Gipi de siempre, ese que dibuja como nadie desde un trazo nervioso y quebradizo, el mismo que crea atmósferas bellísimas con una línea tan fina que parece transparente, vuelve más apocalíptico y desesperanzado que nunca. Su relato para después de un fin del mundo dibuja personajes animalizados y escenarios de pesadilla. Llevando al límite aquella máxima cánida hobbesiana, Gipi se instala en un género que goza de una popularidad inusitada en estos tiempos de augurios aciagos. Lo hace con naturalidad, sin especulaciones o explicaciones innecesarias, como quien pone la cámara a grabar un día cualquiera en la vida de una familia cualquiera. Así, a partir de las elipsis que naturalizan el relato desde sus primeras páginas, La tierra de los hijos nos permiten echarle un vistazo espantado a una de las muchas posibilidades de un futuro peor. Los escenarios postapocalípticos que plantea el cómic transcurren entre lo malo y lo pavoroso y lo hacen con un sentido de la normalidad que espanta; todo, desde ese realismo áspero y a veces incómodo que ha hecho de Gipi uno de los grandes nombres del cómic mundial. El Gipi de La tierra de los hijos se parece más al autor de Apuntes para una historia de guerra (aunque más tenebroso, más nihilista y menos simbólico) que al autor autobiográfico e intimista de sus obras recientes, pero sigue manteniendo esa línea desesperanzada que recorre casi toda su narrativa. Y, sobre todo, sigue demostrando que cada obra que publica es todo un acontecimiento para el medio.
La Patrulla-X Original (Panini), de Ed Piskor: La edición española del Grand Design de Piskor ha estado perseguida por la polémica, tanto por su desafortunada traducción "libre" del título (que escamotea las intenciones estilísticas y conceptuales de la obra original), como por las condiciones de impresión elegidas (con colores más saturados que en el cómic original, que perseguía un look deliberadamente retro). Nadie le ha puesto un solo pero, sin embargo, al hecho de que un autor proveniente del cómic underground, como Ed Piskor, se haya embarcado en una misión sui generis y tan ambiciosa que podría parecer irrealizable: la reconstrucción cronológica y comprensible de la historia mutante de Marvel; incluidas todas sus ramificaciones, desviaciones y excepciones. El conjunto funciona. El estilo de Piskor, tan rígido y entrañablemente anticuado como el de aquellos tebeos que rescataron el universo superheroico durante la Edad de Plata del cómic estadounidense, suscita nostalgias y satisfacciones de archivista antiguo.
¡Universo! (Astiberri), de Albert Monteys: En los últimos tiempos se han publicado pocos cómics más divertidos que ¡Universo!. La obra llega al formato en papel después de recibir numerosos premios y una exitosa trayectoria online en la plataforma Panel Syndicate. La imaginación de Albert Monteys y su talento visual desbordan cualquier límite espacio-temporal. ¡Universo! renueva el género de la ciencia ficción desde dentro y lo hace a partir un humor cargado de inteligencia y recursos técnicos. El inabarcable imaginario futurista de Monteys abarca desde una sorprendente e hilarante génesis del universo (uno de los relatos breves de ciencia ficción más brillantes que hemos leído), hasta completar todo un repertorio de posibilidades robóticas, viajes interestelares y vida interplanetaria. La habilidad gráfica de Monteys se despliega en la creación visual de un convincente escenario, tan lleno de ideas, ingenios tecnológicos y hallazgos conceptuales, que, literalmente y como indica su propio título, podemos afirmar que el autor ha engendrado su propio universo comicográfico. Deslumbrante.
Pulse Enter para continuar (Apa Apa), de Ana Galvañ: Suena a topicazo, pero el nuevo cómic de la autora murciana es una verdadera marcianada. Y resulta difícil no dejarse abducir por él. Desdoblamientos catódicos de personalidad, muñecas humanas circenses, campamentos futuristas, grupos terroristas de implantes cerebrales..., Galvañ retuerce las convenciones del medio, tanto gráfica como narrativamente, para construir pequeños relatos experimentales que desafían las expectativas del lector y que no se parecen a casi nada que hayamos leído antes. Pulse enter para continuar se inscribe dentro de ese nuevo cómic experimental español (Jose JaJaJa, Begoña García Alén, Andrés Magán, etc.) que, a partir de una línea clara, fría y depurada, casi geométrica, experimenta con las posibilidades del cómic hasta acercarse a la abstracción. Sin embargo, aunque sus historias puedan producir cierta perplejidad y se muevan en el terreno quebradizo de la paradoja, estamos seguros de que, si sigue regalándonos cómics así de audaces, a Ana Galvañ nunca le van a faltar seguidores de esos que adoran el riesgo y la sorpresa.