Somos de los muchos que en su día nos rendimos ante la compleja
expresividad de Fueye, el premiado trabajo anterior del argentino JorgeGonzález. Por eso, nuestra aproximación a Dear Patagonia estaba cargada
de expectativas positivas, casi todas ellas satisfechas con creces una vez
concluida su lectura.
Jorge González sigue creciendo como narrador y como artista
gráfico. Es la suya una propuesta compleja, en ocasiones hasta incómoda para
aquellos lectores que busquen compensaciones lúdicas inmediatas en su
acercamiento a la obra de arte. La exigencia estética de los trabajos de
González arranca tanto de su concepción plástica, como de su tejido y
construcción narrativa.
Respecto al primero de los factores, podríamos incluir al
autor dentro de una línea expresionista que le conecta, por un lado, con la
herencia de maestros del cómic como Alberto Breccia o Carlos Nine, pero que se
demuestra también profundamente contemporánea gracias al éxito de tantos
dibujantes actuales (franceses en su mayoría, aunque no podemos olvidar al
genial Gipi) que han construido su poética alrededor de una línea cercana al
esbozo caricaturesco expresionista; nos referimos a gente como De Crecy, Blutch
o Sfar. González es un artista dotado para el eclecticismo gráfico, sus páginas
están cargadas de recursos visuales y soluciones sorprendentes: el epílogo del
libro (“Siguiendo la espiral torcida”), por ejemplo, nos recuerda con su
esquematismo minimalista y su empleo del color y de la mancha a los trabajos de
otro autor joven lleno de genio, Brecht Evens.
Está claro que las viñetas de Dear Patagonia tienen
unas connotaciones pictóricas mucho más marcadas que las de cualquier obra de,
pongamos, Sfar o Larcenet, sin embargo, también percibimos en ellas una querencia
de ruptura, una huida del clasicismo y de la tradición comicográfica más
académica (si tal cosa ha llegado a existir alguna vez; a lo mejor deberíamos
decir “más popular”), del ilusionismo y de las claves del artificio realista;
en esa línea tenemos que interpretar las anotaciones a lápiz “abandonadas” en
los márgenes de las páginas de Dear Patagonia, la línea esbozada una y mil veces hasta el
garabato en muchas de sus viñetas o los solapamientos de los marcos de viñeta en las calles (los gutters), que
nos sugieren, nos desvelan, la técnica de bricolaje que se esconde detrás del
montaje de cada página.
El trabajo gráfico de Jorge González nos recuerda también a las asombrosas páginas del añorado Ricard Castells, uno de los grandes olvidados del cómic europeo. Sus composiciones expresionistas también se acercan en ocasiones a la abstracción. La gestualidad de sus lápices nos recuerda al informalismo de Tapies, mientras que su construcción de paisajes tiene una solidez casi matérica, mucho más cercana a la propuesta de autores como Zóbel o, incluso, Barceló. No siempre es fácil leer las viñetas de Dear Patagonia, pero siempre es un deleite asomarse a sus paisajes y extensiones infinitas, a sus inmensos cielos grises y a las planicies esteparias que con tanta precisión consiguen capturar el paisaje del gran desierto argentino. Jorge González interpreta el paisaje desde una óptica profundamente subjetiva, casi romántica, y lo convierte en el protagonista decisivo de su novela gráfica. Un paisaje que comprende (léanlo en el mejor de los sentidos) no sólo la contextualización geográfica de la historia, sino a todo el paisanaje nativo que llegó a habitar dichas geografías: las tribus seminómadas de los indios mapuches y tehuelches que recorrían sus parajes, los buscadores de fortuna y desesperados que se acercaban a un nuevo mundo improbable, los hombres de religión que buscaban debajo de cada pedrusco la evangelización del salvaje, los cuatreros, esclavistas, comerciantes, ganaderos y colonos que quemaban cada mala hierba que pisaban, etc. Es esta Patagonia, seguramente, la misma que recorrió Martín Fierro, está marcada por los mismos cruces de navajas y boleadoras, y habitada por los mismos guanacos, maras y lagartos.
Y Buenos Aires como paisaje contrapuesto. El Buenos Aires febril y expansivo, en ocasiones no menos gris y asfixiante que aquel otro desierto. Una ciudad que Jorge González ilustra como la cara arrabalera de aquellos cuadros llenos de luces de neón, coches y música que pintara Mark Tobey. La gran ciudad como símbolo y metáfora de una civilización (política, económica, social) que intenta escapar de su pasado o que, en un ejercicio de autoconsuelo aséptico, lo encierra en las urnas de los museos o lo enmarca en los estantes de una librería. En las últimas páginas del libro, el escritor Alejandro Aguado (guionista del último capítulo e inspirador parcial del cómic a través de su propio relato biográfico) le confiesa al periodista que lo entrevista:
El trabajo gráfico de Jorge González nos recuerda también a las asombrosas páginas del añorado Ricard Castells, uno de los grandes olvidados del cómic europeo. Sus composiciones expresionistas también se acercan en ocasiones a la abstracción. La gestualidad de sus lápices nos recuerda al informalismo de Tapies, mientras que su construcción de paisajes tiene una solidez casi matérica, mucho más cercana a la propuesta de autores como Zóbel o, incluso, Barceló. No siempre es fácil leer las viñetas de Dear Patagonia, pero siempre es un deleite asomarse a sus paisajes y extensiones infinitas, a sus inmensos cielos grises y a las planicies esteparias que con tanta precisión consiguen capturar el paisaje del gran desierto argentino. Jorge González interpreta el paisaje desde una óptica profundamente subjetiva, casi romántica, y lo convierte en el protagonista decisivo de su novela gráfica. Un paisaje que comprende (léanlo en el mejor de los sentidos) no sólo la contextualización geográfica de la historia, sino a todo el paisanaje nativo que llegó a habitar dichas geografías: las tribus seminómadas de los indios mapuches y tehuelches que recorrían sus parajes, los buscadores de fortuna y desesperados que se acercaban a un nuevo mundo improbable, los hombres de religión que buscaban debajo de cada pedrusco la evangelización del salvaje, los cuatreros, esclavistas, comerciantes, ganaderos y colonos que quemaban cada mala hierba que pisaban, etc. Es esta Patagonia, seguramente, la misma que recorrió Martín Fierro, está marcada por los mismos cruces de navajas y boleadoras, y habitada por los mismos guanacos, maras y lagartos.
Y Buenos Aires como paisaje contrapuesto. El Buenos Aires febril y expansivo, en ocasiones no menos gris y asfixiante que aquel otro desierto. Una ciudad que Jorge González ilustra como la cara arrabalera de aquellos cuadros llenos de luces de neón, coches y música que pintara Mark Tobey. La gran ciudad como símbolo y metáfora de una civilización (política, económica, social) que intenta escapar de su pasado o que, en un ejercicio de autoconsuelo aséptico, lo encierra en las urnas de los museos o lo enmarca en los estantes de una librería. En las últimas páginas del libro, el escritor Alejandro Aguado (guionista del último capítulo e inspirador parcial del cómic a través de su propio relato biográfico) le confiesa al periodista que lo entrevista:
La mirada patagónica elaborada desde cualquiera de los
campos literarios y académicos es la gran ausente a nivel nacional. Las
editoriales de los grandes centros urbanos privilegian la mirada extrañada de
los cronistas de siglos atrás o bien la de extranjeros… / …el contraste entre
ambos relatos resulta notable mientras que el patagónico no cesa de renovarse,
retroalimentarse y acrecentarse a pasos agigantados, el foráneo parece
estancado en la imagen que ellos mismos se crearon… / …pareciera que Patagonia
les sirve para proyectarse a sí mismos… Y eso que es una tierra que les resulta
totalmente ajena, extraña...
Hablábamos al comienzo de estas líneas de la exigencia
estética de Dear Patagonia, pero también de su complejidad narrativa. La obra
se desarrolla en nueve capítulos que se engarzan mediante el frágil hilo de la Historia y se aíslan unos
de otros gracias a largas elipsis temporales. Del primero al último, el relato
recorre 121 años de historia intergeneracional, que arranca con las matanzas de
los indígenas pobladores originales de la Patagonia y concluye con el capítulo
metaficcional de los pasos previos a la propia construcción del relato. Entre medias, el autor esparce diferentes episodios aislados de
los protagonistas. Como sucedía con el apartado gráfico, Jorge González organiza
sus materiales narrativos de un modo expresionista: cada capítulo es un
brochazo de historia vital, un episodio más o menos independiente, retazos de vida de
unos personajes cuyo denominador común es el arraigo patagónico; del que
alguno, como Julián, intenta huir desesperadamente.
Acompañamos a protagonistas diversos a través de sus árboles
genealógicos y, al mismo tiempo, recorremos la historia reciente de Argentina,
con todos sus claroscuros: los de las revueltas sindicales, los años trágicos de
la dictadura y su connivencia con el nazismo, los de la expansión urbana y la desprotección de los indígenas, etc. Es quizás hacia el final de Dear Patagonia, en los episodios construidos sobre guiones ajenos, que
coinciden con la aparición de personajes secundarios como el doctor Menguele de
la Villa 31 y el
indio Cuyul, cuando el relato se aparta ligeramente de sus intenciones iniciales y
se deshilacha un tanto en perjuicio del brillante recorrido que había marcado en sus
dos primeros tercios. De igual modo, el epílogo metadiegético (la mencionada
entrevista a Alejandro aguado) peca, seguramente, de discursivo y explicativo, aunque, desde
un punto de vista narrativo, funcione de forma efectiva en la creación de un
marco de referencia, el macrorrelato en el que se insertan el resto de los capítulos.
Son en el fondo críticas menores a un cómic que,
precisamente, se construye sobre la ruptura y la discontinuidad de su propuesta
(como ya sucedía con Fueye); un relato
lleno de hallazgos y virtudes, que se despliega con la hermosura expresionista de
unas viñetas que son una obra de arte en sí mismas. Un homenaje preciosista, valiente y
sincero a la Patagonia,
el de Jorge González:
En este
silencio parece que el pasado está vivo. No se lo ve pero se lo siente. Visitar
estos lugares despojado de gente se me volvió un vicio, una necesidad. / Por
eso mismo vengo cada tanto. Parece que no hay nada, pero hay de todo, sólo hay
que dejarse llevar, saber ver. No hay punto medio, es mirar el horizonte o el
suelo. / La magia de la
Patagonia profunda... mejor que siga así, solitaria.