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lunes, abril 08, 2013

Dear Patagonia, de Jorge González. Amplitudes expresionistas.

Somos de los muchos que en su día nos rendimos ante la compleja expresividad de Fueye, el premiado trabajo anterior del argentino JorgeGonzález. Por eso, nuestra aproximación a Dear Patagonia estaba cargada de expectativas positivas, casi todas ellas satisfechas con creces una vez concluida su lectura.
Jorge González sigue creciendo como narrador y como artista gráfico. Es la suya una propuesta compleja, en ocasiones hasta incómoda para aquellos lectores que busquen compensaciones lúdicas inmediatas en su acercamiento a la obra de arte. La exigencia estética de los trabajos de González arranca tanto de su concepción plástica, como de su tejido y construcción narrativa.
Respecto al primero de los factores, podríamos incluir al autor dentro de una línea expresionista que le conecta, por un lado, con la herencia de maestros del cómic como Alberto Breccia o Carlos Nine, pero que se demuestra también profundamente contemporánea gracias al éxito de tantos dibujantes actuales (franceses en su mayoría, aunque no podemos olvidar al genial Gipi) que han construido su poética alrededor de una línea cercana al esbozo caricaturesco expresionista; nos referimos a gente como De Crecy, Blutch o Sfar. González es un artista dotado para el eclecticismo gráfico, sus páginas están cargadas de recursos visuales y soluciones sorprendentes: el epílogo del libro (“Siguiendo la espiral torcida”), por ejemplo, nos recuerda con su esquematismo minimalista y su empleo del color y de la mancha a los trabajos de otro autor joven lleno de genio, Brecht Evens.
Está claro que las viñetas de Dear Patagonia tienen unas connotaciones pictóricas mucho más marcadas que las de cualquier obra de, pongamos, Sfar o Larcenet, sin embargo, también percibimos en ellas una querencia de ruptura, una huida del clasicismo y de la tradición comicográfica más académica (si tal cosa ha llegado a existir alguna vez; a lo mejor deberíamos decir “más popular”), del ilusionismo y de las claves del artificio realista; en esa línea tenemos que interpretar las anotaciones a lápiz “abandonadas” en los márgenes de las páginas de Dear Patagonia, la línea esbozada una y mil veces hasta el garabato en muchas de sus viñetas o los solapamientos de los marcos de viñeta en las calles (los gutters), que nos sugieren, nos desvelan, la técnica de bricolaje que se esconde detrás del montaje de cada página.
El trabajo gráfico de Jorge González nos recuerda también a las asombrosas páginas del añorado Ricard Castells, uno de los grandes olvidados del cómic europeo. Sus composiciones expresionistas también se acercan en ocasiones a la abstracción. La gestualidad de sus lápices nos recuerda al informalismo de Tapies, mientras que su construcción de paisajes tiene una solidez casi matérica, mucho más cercana a la propuesta de autores como Zóbel o, incluso, Barceló. No siempre es fácil leer las viñetas de Dear Patagonia, pero siempre es un deleite asomarse a sus paisajes y extensiones infinitas, a sus inmensos cielos grises y a las planicies esteparias que con tanta precisión consiguen capturar el paisaje del gran desierto argentino. Jorge González interpreta el paisaje desde una óptica profundamente subjetiva, casi romántica, y lo convierte en el protagonista decisivo de su novela gráfica. Un paisaje que comprende (léanlo en el mejor de los sentidos) no sólo la contextualización geográfica de la historia, sino a todo el paisanaje nativo que llegó a habitar dichas geografías: las tribus seminómadas de los indios mapuches y tehuelches que recorrían sus parajes, los buscadores de fortuna y desesperados que se acercaban a un nuevo mundo improbable, los hombres de religión que buscaban debajo de cada pedrusco la evangelización del salvaje, los cuatreros, esclavistas, comerciantes, ganaderos y colonos que quemaban cada mala hierba que pisaban, etc. Es esta Patagonia, seguramente, la misma que recorrió Martín Fierro, está marcada por los mismos cruces de navajas y boleadoras, y habitada por los mismos guanacos, maras y lagartos.
Y Buenos Aires como paisaje contrapuesto. El Buenos Aires febril y expansivo, en ocasiones no menos gris y asfixiante que aquel otro desierto. Una ciudad que Jorge González ilustra como la cara arrabalera de aquellos cuadros llenos de luces de neón, coches y música que pintara Mark Tobey. La gran ciudad como símbolo y metáfora de una civilización (política, económica, social) que intenta escapar de su pasado o que, en un ejercicio de autoconsuelo aséptico, lo encierra en las urnas de los museos o lo enmarca en los estantes de una librería. En las últimas páginas del libro, el escritor Alejandro Aguado (guionista del último capítulo e inspirador parcial del cómic a través de su propio relato biográfico) le confiesa al periodista que lo entrevista:
La mirada patagónica elaborada desde cualquiera de los campos literarios y académicos es la gran ausente a nivel nacional. Las editoriales de los grandes centros urbanos privilegian la mirada extrañada de los cronistas de siglos atrás o bien la de extranjeros… / …el contraste entre ambos relatos resulta notable mientras que el patagónico no cesa de renovarse, retroalimentarse y acrecentarse a pasos agigantados, el foráneo parece estancado en la imagen que ellos mismos se crearon… / …pareciera que Patagonia les sirve para proyectarse a sí mismos… Y eso que es una tierra que les resulta totalmente ajena, extraña...
Hablábamos al comienzo de estas líneas de la exigencia estética de Dear Patagonia, pero también de su complejidad narrativa. La obra se desarrolla en nueve capítulos que se engarzan mediante el frágil hilo de la Historia y se aíslan unos de otros gracias a largas elipsis temporales. Del primero al último, el relato recorre 121 años de historia intergeneracional, que arranca con las matanzas de los indígenas pobladores originales de la Patagonia y concluye con el capítulo metaficcional de los pasos previos a la propia construcción del relato. Entre medias, el autor esparce diferentes episodios aislados de los protagonistas. Como sucedía con el apartado gráfico, Jorge González organiza sus materiales narrativos de un modo expresionista: cada capítulo es un brochazo de historia vital, un episodio más o menos independiente, retazos de vida de unos personajes cuyo denominador común es el arraigo patagónico; del que alguno, como Julián, intenta huir desesperadamente.
Acompañamos a protagonistas diversos a través de sus árboles genealógicos y, al mismo tiempo, recorremos la historia reciente de Argentina, con todos sus claroscuros: los de las revueltas sindicales, los años trágicos de la dictadura y su connivencia con el nazismo, los de la expansión urbana y la desprotección de los indígenas, etc. Es quizás hacia el final de Dear Patagonia, en los episodios construidos sobre guiones ajenos, que coinciden con la aparición de personajes secundarios como el doctor Menguele de la Villa 31 y el indio Cuyul, cuando el relato se aparta ligeramente de sus intenciones iniciales y se deshilacha un tanto en perjuicio del brillante recorrido que había marcado en sus dos primeros tercios. De igual modo, el epílogo metadiegético (la mencionada entrevista a Alejandro aguado) peca, seguramente, de discursivo y explicativo, aunque, desde un punto de vista narrativo, funcione de forma efectiva en la creación de un marco de referencia, el macrorrelato en el que se insertan el resto de los capítulos.
Son en el fondo críticas menores a un cómic que, precisamente, se construye sobre la ruptura y la discontinuidad de su propuesta (como ya sucedía con Fueye); un relato lleno de hallazgos y virtudes, que se despliega con la hermosura expresionista de unas viñetas que son una obra de arte en sí mismas. Un homenaje preciosista, valiente y sincero a la Patagonia, el de Jorge González:
En este silencio parece que el pasado está vivo. No se lo ve pero se lo siente. Visitar estos lugares despojado de gente se me volvió un vicio, una necesidad. / Por eso mismo vengo cada tanto. Parece que no hay nada, pero hay de todo, sólo hay que dejarse llevar, saber ver. No hay punto medio, es mirar el horizonte o el suelo. / La magia de la Patagonia profunda... mejor que siga así, solitaria.

miércoles, enero 28, 2009

Fueye, de Jorge González. Tangos en la niebla.

Leemos de noche mejor. Acabada la lectura -postergada más de la cuenta- de Fueye, de Jorge González, se nos vienen varias ideas un tanto deslavazadas a la cabeza. No nos apetece mucho entrar ahora en sesudas reflexiones de orden académico, avisamos.
Ganadora de un premio “novel", el de la Fnac y Sins Entido, Fueye concluyó el curso 2008 convertida en acontecimiento comiquero patrio, en tebeo reseñado, alabado y señalado en unas y otras listas compiladoras. Nos parece, además, que con justicia recibirá nuevas loas y galardones en este recién comenzado 2009. Básicamente, porque la obra de Jorge González rezuma vitalidad y modela la complexión nerviosa, imbricada y ramificada de las creaciones polisémicas. Como nos decía un antiguo profesor que ahora ocupa sillones elevados: la calidad de una obra depende de la riqueza latente en su red de asociaciones internas, la labor del lector es desenredar esa madeja. Fueye está lleno de nudos y de cabos enlazados: los de las historias que narra (la de tres generaciones emigradas y renacidas en Buenos Aires y la de un dibujante de cómics en busca de la inspiración detrás de su historia), los de la creación de la historia y los del recuerdo preñado de biografías (propias y ajenas).
Lo más curioso es que este tebeo que nace en una imprenta fecundada por un premio local, haya parido una obra tan ajena a lo hispano. No se trata tan sólo de la banda sonora que recorta viñetas al ritmo del bandoneón o de la (aún más) obvia deslocalización geográfica de lo narrado (paisanaje, acentos, paisajes urbanos), sino de algo más profundo: la naturaleza de Fueye es tan trasatlántica y arrabalera como el espíritu de su población (los gordos Vicentes, los Luises transexuados, la Nélida madre escondida o ese niño Horacio, niño-viejo sin sueños, desestructurado en su propio conformismo).
Fueye no pretende ser una obra perfecta, ni redonda, ni su orgullo reside en una “belleza ordenada” que no posee. El trabajo que nos ocupa presume, precisamente, de su imperfección, de sus vericuetos y pasajes abiertos (insinuados). No es una historia de emigrantes (solamente) y de fracasos existenciales (capítulo 1), sino (también) la historia autorreferencial de su creación (capítulo 2), plasmada en la descripción autobiográfica de los procesos artísticos e intelectuales que engendran una narración. Debido a esta dualidad, el conjunto se descoyunta en ese paisaje abierto que acabamos de mencionar, surcado de vías, calles y cables que se entrecruzan para crear una red de relaciones (la madeja, de nuevo). Argentinismo, elucubración bonaerense, mancha porteña desde el exilio: “Fuera de tu casa podés convertirte en quien quieras” o “Parte de mí, cuando viaja a Argentina, está “obligada” a matar recuerdos. Me defiendo”, dice su autor-personaje.
Tampoco nos pertenece el expresionismo de sus imágenes. Dejó de hacerlo el día que desterramos a Ricard Castells a vivir, con Aguirre, en su Dorado, hace ya muchos años. Estamos tajantes. Tampoco es para tanto, quizás, hasta la historia del cómic español sigue, en buena forma. Pero lo cierto es que González y sus formas esbozadas, bocetos que dibujan “la sombra en el viento, el olor a humedad, a adoquín y a cemento”, parece más cercanas al ideario estético de, por ejemplo, nuestros hermanos italianos (quién sabe si parientes de los mismos que empiezan esta aventura en un puerto de Génova el 19 de octubre de 1916): los Toppi, Mattotti, Bataglia, Gipi, Igort…o de autores hispanoamericanos como Breccia o Nine. En España, quizás debido a “la paciencia y rabia contenida mientras [vemos] en silencio [nuestros] armarios llenos de cadáveres, sepultados, generación tras generación”, no hemos estado en las últimas décadas para demasiados expresionismos. Hasta las reconstrucciones artísticas suelen ser ortodoxas, pulcras y asépticas; a no ser que quieran quedar expuestas al riesgo del insulto y el recalcitrante ninguneo revisionista (pobre Movida, pobres de sus miembros).
Fueye respira de la heterodoxia del otro lado: “Acá todo está por construir, y mucho más a pulmón. Los emprendimientos colectivos y respuestas creativas a los problemas a las crisis…”, le comenta uno de los personajes al Jorge González-personaje en el tramo final de la obra. Quizás por eso, sea tan disfrutable y haya sido elogiada en nuestro país: porque desde su espíritu complejo y contradictorio, un argentino que lleva quince años viviendo entre nosotros, ha sido capaz de desnudarnos su naturaleza de emigrante y, de paso, la nuestra propia, la de los gallegos que fuimos y somos.