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miércoles, mayo 06, 2020

Funan, de Denis Do. El infierno en la memoria

Entre 1975 y 1979 Camboya vivió uno de los episodios más sangrientos y crueles del siglo XX. En poco más de cuatro años, el régimen comunista de los Jemeres Rojos asesinó en torno a dos millones de personas, casi un cuarto de la población camboyana. Bajo el gobierno totalitario de Pol Pot, se llevó a cabo una política de exterminio sistemático que afectó en gran medida a los intelectuales, universitarios, trabajadores cualificados, políticos y funcionarios de la Kampuchea democrática. Grandes sectores de la población de la nueva República Popular de Camboya, sobre todo de su capital Phnom Penh y de las grandes ciudades, fueron obligadas a desplazarse al campo dentro de un plan de restitución de una economía agraria que perseguía basado en modelos arcaicos de desarrollo tradicional. Miles de camboyanos murieron de hambre en un régimen de semiesclavitud en los campo de concentración agraria que se crearon para tal efecto. Muchos otros miles fueron torturados y asesinados en un proceso paranoico de delaciones e acusaciones aleatorias de traición al movimiento. Los padres fueron separados de los hijos y se inició un proceso de adoctrinamiento y deshumanización que acabó transformando a muchos niños y adolescentes en torturadores y asesinos al servicio del régimen. La película documental S-21: La máquina de matar de los jemeres rojos (2003), del camboyano Rithy Panh, es un viaje espeluznante al interior de las mentes manipuladas de algunos de aquellos niños torturadores.
En diciembre de 1978 el ejército de Vietnam entró en Camboya como respuesta a los frecuentes ataques e incursiones que estos habían sufrido a manos del ejército jemer. En los 17 días que duró la guerra, Vietnam desmanteló el gobierno de los Jemeres Rojos y obligó a sus principales cabecillas a pasar a la clandestinidad. Las crónicas de aquella invasión describen el horror de las tropas vietnamitas ante las atrocidades perpetradas por el régimen del terror de Pol Pot y la degradación de una población al borde del colapso.
Funan (2018), la película de animación del director francés de origen camboyano Denis Do, sitúa su acción en ese mismo contexto fratricida que acabamos de resumir. El título remite al antiguo reino que se desarrolló en el sur de la Península de Indochina entre el siglo I y el siglo VI d.C. El eco distorsionado de aquel esplendor imperial de Funan resuena en la iluminación genocida de la expansión jemer.
En su apartado gráfico, Funan nos recuerda a Persépolis, sobre todo por lo que respecta al diseño de personajes y a su sobrio realismo, ligeramente caricaturesco. Ambos relatos tienen bastantes puntos en común. Como Persépolis, la película de Denis Do también tiene una fuerte base autobiográfica. El director construye su historia a partir de los recuerdos personales que le transmitió su madre, testigo directo y superviviente de la dictadura jemer. Como sucede en el relato de Satrapi, en Funan asistimos también al nacimiento del terror desde su germen. Observamos la eclosión del huevo de la serpiente y los efectos de su veneno sobre una población que, impotente, intenta sobrevivir a la tragedia desencadenada. Esa transición rápida entre el bienestar de una normalidad aparente y el infierno desatado en apenas un instante es una de las razones de que Persépolis y Funan den tanto miedo. El silencio de la tragedia latente. 
A lo largo de la película seguimos los pasos de una de las familias que vivieron el desarraigo forzado y el exilio desde la ciudad a los campos de concentración agraria. El niño Chou lleva una vida feliz y ordinaria junto a su familia, cuando la radio anuncia la noticia: el ejército revolucionario de Kampuchea ha tomado la capital Phnom Penh. Es el 17 de abril de 1975. El principio de una epopeya sangrienta. Como sucede en la película, los padres de Denis Do también extraviaron a uno de sus hijos (el hermano del director) en el tránsito de deportación forzosa a los campos de trabajo. Ese hecho puntual es el primer escalón en el descenso al infierno rojo de Chou y su familia.
El tono de la película evolucionará a partir de la transición que se establece entre la mirada inicial, inocente y sorprendida, del niño Chou y la mirada áspera, endurecida y agónica de su madre, que domina las escenas finales. La historia de búsqueda y supervivencia que articula el relato se construye de forma sutil alrededor de estos dos puntos de vista externos, lo hace sin subrayados y con una dosificación progresiva y muy medida de la carga dramática. 
En el ambiente opresivo y brutal de Funan no hay otro espacio para la esperanza que el que aportan los seres humanos, las víctimas involuntarias de la tragedia; individuos que, luchan por su supervivencia y que se esfuerzan por recordarnos que, cuanto más trágico es el contexto, más necesaria es la lucha por que la humanidad se imponga al odio de los chacales. Lo estamos viviendo estos días.
Pueden ver
Funan estos días en la plataforma de Movistar +

miércoles, abril 15, 2020

La magia de Hayao Miyazaki. Bálsamo para una cuarentena

En 2013 Hayao Miyazaki anunció su jubilación, dejándonos huérfanos de su talento infinito y de su capacidad para crear mundos terapéuticos. Ahora, la plataforma Netflix nos da la oprtunidad de repasar su producción y analizar algunos rasgos de su cine. Un buen remedio para sobrellevar los rigores de la cuarentena. Con esa idea, recuperamos y actualizamos el artículo que publicamos en 2015 en ABC Color.
Caja mágica
La llegada del director japonés a las pantallas occidentales en 1997, con el estreno mundial de La Princesa Mononoke, se vivió como un acontecimiento que los espectadores disfrutamos entre la sorpresa entusiasta y la fascinación ante lo desconocido. ¿Se podía hacer eso con dibujos animados? Casi inmediatamente, los grandes festivales y eventos cinematográficos empezaron a hacerse eco de ese nuevo cine de animación japonés que se acercaba a la fantasía con una sensibilidad hasta entonces desconocida. El Studio Ghibli, que el director fundó junto a su amigo Isao Takahata en 1985, se convirtió en una caja mágica de la que regularmente salía una joya de anime destinada a hacer historia y a hipnotizar a su cada vez más ingente legión de admiradores en el mundo entero.
Además de por su perfección y pericia técnica, las películas del mago Miyazaki brillan por dos rasgos esenciales: una imaginación desbordante que le permite crear asombrosos mundos de ficción y un gusto por el detalle que garantiza la verosimilitud de dichos universos, no importa cuán fantasiosos lleguen a parecer.
El detalle, el proceso o el gesto son componentes básicos de las cintas del director japonés. Sus personajes no se comportan como simples entes animados, sino que responden a pálpitos humanos. La niña ensoñada que se aburre mientras reposta el hidroavión de Porco Rosso, sopla a la mosca que se posa sobre el ala, ésta resbala hacia abajo antes de reemprender el vuelo; el pequeño incidente (anecdótico, trivial y, por eso mismo, absolutamente realista) saca a la muchacha de su ensoñación.
En la emocionante Mi vecino Totoro (1988), la niña Mei, en su desesperación ante los negros presagios comunicados por un telegrama, se aferra a una mazorca de maíz, convertida en símbolo de su afecto y de sus esperanzas. Abrazada a la panocha, corre, llora y se pierde en los mundos tenebrosos de sus miedos recién descubiertos. El espectador asiste conmovido a ese gesto de humanidad, a su desamparo. Vida animada.
Proceso y detalle
A Hayao Miyazaki siempre le ha gustado recrearse en los procesos artesanos e industriales o, tan sólo, en las faenas domésticas (muchas veces dentro de un contexto de fabulación steampunk). Las construcciones, máquinas e ingenios de sus películas (sean éstos castillos andantes y flotantes, fábricas metalúrgicas, hidroaviones, bicis voladoras o fortalezas defensivas) funcionan porque encierran un diseño y una ingeniería manual o mecánica minuciosos. Han sido creados por alguien. Sus películas no se conforman con el resultado, nos muestran el proceso: en Nausicaä del Valle del Viento (1984) descubrimos a los habitantes del valle reparando sus molinos de viento, o revisando sus plantaciones en busca de hongos tóxicos; a los mineros de El castillo en el cielo (1986) extrayendo carbón; contemplamos a las mujeres milanesas diseñando, construyendo y montando las piezas del avión que pilotará el personaje principal de Porco Rosso (1992); al igual que son mujeres quienes trabajan en la gigantesca forja de la Ciudad de Hierro en La Princesa Mononoke; en Mi vecino Totoro, asistimos a la limpieza y restauración exhaustiva de la casa de campo que va a ocupar la familia protagonista y en Nicky, la aprendiz de bruja (1989), el pan y las empanadas de arenque se cocinan en hornos de leña cuyas ascuas vemos preparar antes de la cocción. Y, como colofón, en su última película, El viento se levanta (2013), Miyazaki ofrece un recorrido diacrónico por la historia de la ingeniería aeronáutica japonesa con un lujo de detalles mecánicos y una precisión tecnológica que apabullan al espectador.
El gusto por el detalle ayuda a dotar de verosimilitud a las construcciones ficcionales del maestro japonés: sus texturas presentan una proximidad casi física. El agua de las cintas de Miyazaki se puede beber, es fresca y apetecible, fluye cristalina por los arroyos de Mi vecino Totoro o se agita amenazante y tempestuosa en El viaje de Chihiro (2001). La madera cruje o crepita en El Castillo Ambulante (2004) en cada vaivén de la ciclópea construcción; el metal rechina con cada martillazo en las forjas de La Princesa Mononoke y con cada vuelta de tuerca de los mecánicos que construyen los aviones en El viento se levanta; el polvo revolotea y adquiere vida a base de escobazos en Mi vecino Totoro, como lo hace la harina en la tahona de Nicky, la aprendiz de bruja.
Vida animada
El realismo del detalle al servicio del relato. Miyazaki construye sus ficciones desde un entramado de realidad en el que la ficción comienza siempre a partir de una chispa que termina incinerando la historia. Una suerte de realismo mágico nipón. Todos reconocemos el mundo (en ocasiones gracias a referencias literarias o a la cuentística popular) que habitan los personajes de Miyazaki: sus ciudades, sus escenas campestres, sus parajes naturales. Sin embargo, la imaginación del creador enriquece esos escenarios realistas a base de fantasía: mediante la recurrencia a criaturas y a fenómenos mágicos que se integran con absoluta normalidad dentro de ese plano de realidad. Son en muchos casos elementos deudores de la espiritualidad japonesa: el animismo sintoísta que dota de vida a la multitud de dioses y espíritus que habitan los universos humanos y divinos. Sólo el espectador vive instalado en la sorpresa. En los mundos de la factoría Ghibli, las personas, los animales y los seres mágicos conviven con absoluta naturalidad, como si habitaran en un melting pot de ensueño.
Esta cohabitación de mundos, nunca enfrentados, unida a la sensibilidad exquisita de Miyazaki, facilita la creación de momentos bellísimos: como esa estela de hidroaviones caídos en combate que asciende hacia el cielo en Porco Rosso; la secuencia de la Princesa Nausicäa hechizada por la lluvia de esporas tóxicas en la Jungla Tóxica; o las escenas del Espíritu del Bosque sanando a Ashitaka en el corazón de la espesura en La Princesa Mononoke. Detrás de la fantasía y la magia, las cintas del artista japonés encierran una carga simbólica, no siempre trasparente, que resguarda valores positivos como la amistad o la filantropía (subrayada en las relaciones entre niños y ancianos), junto a códigos entroncados con el imaginario espiritual nipón: la memoria de los antepasados y el culto a los espíritus, el respeto a la naturaleza (el agua, el viento y la vegetación son omnipresentes en sus películas) y a las criaturas animales frente a la industrialización urbanita, la búsqueda interior y el ensueño como factores de superación, etc.
Donde se cocinan los sueños
Pero si hay un tema que sobrevuela la filmografía de Miyazaki, ese es el de la infancia como espacio de fantasía, como refugio secreto en el que se cocinan los sueños. Ese es el tema vertebral de cintas como El viaje de Chihiro, pero se repite de forma más o menos directa en casi todas sus películas. La infancia es el refugio que nos salva de los errores de la edad y de la monotonía existencial que encuentra su caldo de cultivo en las grandes ciudades y en las ocupaciones rutinarias que realizan los adultos. Por eso, la infancia se asocia normalmente a contextos rurales y al mundo de la naturaleza, unos escenarios que se cargan de valores positivos y se refuerzan con el peso del folklore y de los oficios tradicionales. En estos espacios, Miyazaki crea a su vez otros refugios habitacionales (el refugio dentro del refugio) en los que sus personajes se protegen de las amenazas exteriores, lugares que nos remiten a nuestros propios espacios de cobijo ante el miedo: en ese sentido funcionan la casa en el bosque de la pintora amiga de Nicky o la acogedora habitación abuhardillada de la panadería en Nicky, la aprendiz de bruja; o el montón de heno dentro del vagón en el que ésta se refugia a dormir durante una tormenta, en la misma película. Los encontramos en todas sus películas, como encontramos en casi todas ellas a personajes positivos y espirituales que se imponen a la mezquindad y bajezas humanas, para salvar al mundo del destino que parecen escribir sus propios habitantes.
Aunque cualquier excusa es buena para repasar su filmografía, ahora que sabemos que no va a volver a hacer más películas (no está aún claro si el Studio Ghibli seguirá los pasos de su fundador), el cine de Hayao Miyazaki se antoja más necesario que nunca: sus historias, cargadas de valores positivos, tienen la extraña cualidad de hacernos sentir mejor con nosotros mismos, las imágenes de sus películas encierran una calidez analgésica y sus construcciones fantásticas son un refugio excelente para esquivar, durante casi dos horas, los peligros de la edad. Ya le echamos de menos.

miércoles, abril 08, 2020

Aute, despidiendo a un artista

Esta semana ha fallecido Luis Eduardo Aute. Cantautor, pero también poeta, director de cine, ilustrador y, sobre todo, así se sentía él, pintor. Aute fue un creador con mayúsculas, un humanista de los que existen pocos. Hoy no pretendemos repasar su perfil biográfico ni analizar la enorme coherencia de su obra, en todas sus facetas, pero tampoco queremos dejar pasar la ocasión de recordar brevemente la influencia de un artista que, a muchos, nos enseñó a ser un poco más sensibles, a abrir los ojos a nuevos juegos del lenguaje y a escuchar la música de una forma diferente. Luis Eduardo Aute será siempre uno de esos nombres que explican nuestro pasado.
Luego, descubrimos sus películas de animación (atemporales, universales), su capacidad para hablar en imágenes a través de la poesía. Y nos dimos cuenta de que, cantando, hablando, escribiendo, pintando y dibujando, escuchábamos siempre una misma voz, la del humanista, politico a veces, pero siempre comprometido con la vida, la paz y el amor. Vemos mucho de ello en Un perro llamado dolor; que es, además, una carta visual de amor a su gran pasión, la pintura.

jueves, abril 02, 2020

Heavy metal, de Gerald Potterton. Aquellos maravillosos años

A quienes vivimos la fiebre de las revistas de cómics en los años 80 y su posterior decadencia, se nos siguen viniendo a la cabeza nombres como Totem, Cimoc, Cairo, Zona o El Víbora; títulos todos ellos asociados en la memoria a autores que ya han adquirido el marchamo de clásicos. Entre esas cabeceras míticas se colaban algunas que venían del extranjero, como la revista francesa Métal Hurlant o la estadounidense Heavy Metal (concebida a partir de aquella).
Fue el editor Leonard Mogel quien decidió adquirir los derechos de Métal Hurlant para fundar Heavy Metal en 1977, y en sus páginas aparecieron traducidas las historias de algunos de los grandes nombres europeos, los Milo Manara, Moebius, Philippe Druillet, Enki Bilal o nuestro Josep María Bea. A esos autores se fueron sumando creadores estadounidenses de la talla de Richard Corben, Howard Cruse o Bernie Wrightson.
Sin embargo, hemos traído Heavy Metal a colación para comentar brevemente su transformación en película de animación en 1981. De chavales, nos cruzamos con su carátula en infinidad de ocasiones (¡aquellos videoclubs!), pero no ha sido hasta fechas recientes cuando nos hemos animado a verla. Mogel fue también el productor ejecutivo de la cinta, que estuvo dirigida por Gerald Potterton, además de por un numeroso equipo creativo.
La película se compone de historias cortas que recopilan y adaptan algunos cómics que se publicaron en la revista. La aparición de una misteriosa esfera alienígena (the Loc-Nar) sirve como hilo conductor (un tanto forzado, es cierto) de los diferentes relatos. Casi todos los argumentos están inspirados por ese furor renovado por los géneros de fantasía y ciencia ficción que caracterizó a la segunda etapa del underground (ya entrados los años 70) y que se contagió a productos mainstream, como la revista antológica Star Reach (1974); una de las bases del futuro cómic alternativo estadounidense de los años 80. 
En las historias y el estilo gráfico de Heavy Metal se pueden ver los ecos de autores como Jack Kirby, Richard Corben o Jack Katz, pero su esencia bebe sobre todo del universo giraudiano y de los autores de ciencia ficción europea (Bilal, Druillet o Caza) que inspiraron el nacimiento de la revista. Desde el póster inicial, la cinta de Mogel anuncia los ingredientes de su receta: fantasía, mundos imaginarios futuristas y mucha sexualidad explícita. La ilustración de esa guerrera cabalgando sobre un pájaro gigante nos invita a pensar en aquellas maravillosas ilustraciones de Frank Frazetta y Al Williamson que tanto inspiraron a los futuros portadistas de revistas europeas y norteamericanas, nombres míticos como Esteban Maroto, Boris Vallejo, Tim White, Chris Achileos o el propio Corben.

https://muuta.net/wp/articles/heavy-metal-the-movie-1981-den-sequence/
Es Richard Corben, precisamente, el autor de uno de los relatos de que conforman Heavy Metal (en concreto el que está basado en su popular personaje Den). Junto al suyo, la película adapta cómics de habituales de sus páginas como Bernie Wrightson ("Captain Sternn") o el mismo Jean Giraud ("Taarna"). Entre los artistas que ayudaron a dibujar sus historias, aparecen algunos otros grandes nombres: Chris Achilleos y Howard Chaykin ("Taarna"), Thomas Warkentin ("Soft Landing"), Neal Adams ("So Beautiful and So Dangerous") o Juan Giménez ("Harry Canyon"). Casi nada. 
Sin embargo, el tiempo ha dejado cicatrices en una película como esta. Vista desde el presente digital, algunas de sus animaciones resultan toscas y poco fluidas (mientras la volvíamos a ver, no dejabamos de acordarnos de los episodios animados de una serie contemporánea como He-Man). Pese a todo, su estética resulta entrañable por cuanto refleja el imaginario icónico de una época caracterizada por la experimentación gráfica y por la recuperación de los géneros fantásticos y de aventuras que habían triunfado en las publicaciones pulp de los años 40 y 50. Las historias de Heavy Metal combinan con desenfado la ciencia ficción con el noir más estereotipado, el género postapocalíptico con la capa y espada o el ciber punk con un erotismo sin censuras. Entre sus temas se adivinan las inquietudes políticas y sociales de aquel periodo de Guerra Fría: el ecologismo, el antibelicismo, el miedo nuclear, etc. Los diferentes estilos gráficos de cada episodio (que varía desde la influencia de Moebius que hemos mencionado a otros episodios más cartoon) se alimentan de técnicas dispares como el collage, los fotolitos coloreados de Corben y los episodios de abstracción psicodélica. Y, además de todos estos alicientes, su banda sonora combinaba las partituras de un Elmer Bernstein al frente de la Royal Philarmonic Orchestra, junto a una selección de rock ochentero que incluía temas de Black Sabbath, Devo, Donald Fagen, Journey o Blue Oyster Cult.

A lo mejor Heavy Metal no ha envejecido tan bien como otras películas de dibujos animados de su época, pero cualquier espectador de cierta edad, de aquellos que íbamos al quiosco a comprar revistas mensuales, disfrutará de ella como un viaje en el tiempo. Un poco de nostalgia ochentera para sobrellevar el presente.

Pueden ver Heavy Metal online aquí o aquí.

miércoles, marzo 18, 2020

Posts para una cuarentena

Se acercan tiempos difíciles, que diría Ambus Dumbledore. Este coronavirus dichoso nos ha pillado a todos con el pie cambiado.
Aunque el peso de la pandemia está recayendo en nuestros sanitarios y sus efectos en la gente mayor, muchos ciudadanos estamos enclaustrados en nuestras casas en una necesaria cuarentena preventiva.
Con esa idea en mente, hemos decidido dedicar nuestros posts de las próximas semanas a temas y posibilidades relacionados con esa seclusión. Centraremos nuestras reseñas en películas de animación disponibles en las plataformas audiovisuales y reflexionaremos acerca de algunas lecturas relacionadas con la situación que nos está tocando vivir
Ánimo a todos, paciencia y tranquilidad. Y un agradecimiento sin fin a todos los miembros de la Sanidad Pública española. Si pretendemos extraer alguna lectura positiva de esta crisis, ésta debería estar orientada a una reivindicación de los servicios de salud pública.

martes, noviembre 12, 2019

Un día más con vida. Kapuściński en la encrucijada

Un día más con vida (Another Day of Life, 2018), de Damian Nenow y Raúl De la Fuente, fue una de las películas más premiadas de 2019: entre muchos otros, recibió el Goya y el Premio del Cine Europeo a la mejor cinta de animación, fue Premio del Público en el Festival de Cine de San Sebastián, ganó un Premio Platino del Cine Iberoamericano, etc. La película es una coproducción europea (España, Polonia, Alemania, Hungría...) que recurre a ese estilo de animación naturalista a partir de actores reales que ya hemos visto en películas estupendas, como Vals con Bashir, y que se adapta como un guante a historias de tono documental y biográfico como la que nos ocupa.
La película relata los turbulentos episodios que sucedieron a la independencia de Angola en 1975. Cuando Portugal decidió cerrar su etapa colonial, el país africano se convirtió en una pieza geoestratégica dentro del escenario global de la Guerra Fría que enfrentaba a Estados Unidos y la Unión Soviética. Mientras que las fuerzas populares comunistas de liberación del MPLA recibían armas y dinero soviético en su búsqueda de un conflicto revolucionario a gran escala, la CIA financió secretamente a los sanguinarios ejércitos paramilitares del FNLA y UNITA, responsables de numerosas matanzas de campesinos y de la aniquilación de pueblos enteros. En medio de este escenario prebélico surge la figura de Ryszard Kapuściński, uno de los nombres míticos del periodismo de guerra del siglo XX. 
Somos grandes admiradores del reportero y novelista polaco. Sus libros se leen como los testimonios lúcidos y perturbadores de un testigo directo de la Historia; y se disfrutan como la mejor novela posible de aventuras. Como suele suceder con los elegidos, el éxito y el prestigio del periodista no se vieron exentos de polémicas. Desde antes de su muerte hubo voces que le acusaron de novelar la realidad y de rellenar los huecos de sus vivencias reales con anécdotas efectistas, no siempre de primera mano. Se le acusó de intervenir activamente en los sucesos de aquellas historias (de la Historia) que luego habría de relatar en sus libros; de romper la objetividad equidistante del cronista y sobrepasar la línea deontológica del observador imparcial. Nos importa poco, la verdad. Todavía no hemos encontrado una manera mejor de intentar entender el laberinto africano del siglo XX, su tortuoso e inacabable proceso de descolonización, sus matanzas sanguinarias, la huella viscosa de la explotación europea, la historia infame de sus sátrapas y tiranos genocidas..., que leyendo a Kapuściński. En novelas-reportaje como Un día más con vida, Ébano, El emperador o El Sha, el autor arrojó luz sobre las sombras de las políticas silenciadas, las guerras fratricidas y los procesos intervencionistas que derivaron en cientos de miles de muertos. El humanista y el periodista comprometido han sobrevivido y se han impuesto a las reticencias generadas a su alrededor.
Un día más con vida combina su animación naturalista con imágenes reales de archivo y fragmentos de cine documental protagonizado por algunos de aquellos hombres que acompañaron al periodista polaco en su peligrosa epopeya angoleña. Personajes como Artur o Luis Alberto nos ayudan a entender el impulso temerario que llevó a Ryszard Kapuściński a viajar desde Luanda hasta el sur de Angola, territorio minado debido a los enfrentamientos armados y las emboscadas que se sucedían entre las dos facciones enfrentadas; pero, al mismo tiempo, el lugar donde encontrar al mítico Farrusco, el líder guerrillero que inspiraba a muchos de los rebeldes angoleños, un ex-paracaidista portugués que cambió de bando y decidió quedarse en Angola y combatir por ella y por sus gentes después de que su país la abandonara.
En el sur, Kapuściński fue testigo de la invasión del ejército sudafricano (la Sudáfrica del apartheid) apoyadas por la CIA. Fue testigo, igualmente, de la ayuda militar que Angola recibió de Cuba, y, entre uno y otro episodio, se vio obligado a tomar una de las decisiones más trascendentales de su vida. La película indaga con lirismo y con tensión en esa zozobra interior del protagonista. Un lirismo que aparece en la cinta cada vez que el relato objetivo de los acontecimientos se ve sobrepasado por la duda del ser humano, por la introspección inevitable del reportero que se siente impotente en medio del caos (la "confusão") que durante décadas invadió el destino de Angola y sus gentes: "Sabía que presenciaba acontecimientos que iban a marcar el destino de la humanidad durante generaciones, siglos incluso: el nacimiento del Tercer Mundo".
Como le sucedería muchas otras veces a lo largo de su carrera, el periodista sobrevivió milagrosamente a su obstinada temeridad y dio sentido al cliché: vivió para contarlo. Lo hizo en su primer libro Un día más con vida, del que la película de Nenow y De la Fuente toma su nombre. La película funciona como el relato sincero de aquellas vivencias iniciáticas, pero también como un homenaje al hombre que Kapuściński llegó a ser: el cronista íntegro, valiente y comprometido que siempre supo elegir el ángulo correcto para contar la historia, su historia.
Me identifico con los humillados y ofendidos, entre ellos me encuentro a mí mismo. La pobreza no tiene voz. Mi obligación es lograr que la voz de estas personas sea escuchada. Ésta es mi misión.

jueves, mayo 31, 2018

La tortuga roja, de Michael Dudok de Witt. La soledad del náufrago

Pocas cintas recientes (¿Boyhood, quizás?) han sido capaces de mostrar de forma más simbólica y sintética el ciclo de la vida, la muerte (y el proceso de supervivencia que discurre entre ambos) que La tortuga roja (2016), la película de animación del Estudio Ghibli dirigida por el dibujante holandés Michael Dudok de Wit. En 2017 obtuvo el Óscar a la Mejor película de animación.
Desde la sencilla metáfora del náufrago desvalido en una isla desierta, la cinta indaga con lirismo contemplativo en los procesos de supervivencia y crecimiento personal ante la adversidad. Y como la soledad suele ser muda, lo hace sin una sola palabra; valiéndose únicamente de la fuerza de las imágenes y de los sonidos vibrantes y multicolores de la naturaleza. No recordamos una película de dibujos animados en la que el mar y sus criaturas traspasen la pantalla con mayor verosimilitud. Los planos generales de la isla enmarcan la soledad del protagonista con sus imponentes bosques de bambú, los perfiles de los arrecifes de coral o los vertiginosos acantilados. También los habitantes de la isla participan de este naturalismo envolvente: lejos de identificarse con el estilo tradicional de Ghibli, los personajes de La tortuga roja nos recuerdan por su diseño realista y conciso a los que llenan las páginas de los cómics de Emmanuel Guibert o de Paco Roca.
En la primera parte de la cinta no es difícil identificarse con la zozobra del personaje principal (en la claustrofóbica escena de la cueva submarina, por ejemplo), maravillarse con sus exploraciones y descubrimientos o, más adelante, sobrecogerse por su desvalimiento ante las fuerzas desbocadas de la naturaleza.
El simbolismo de la historia se desdobla en dos direcciones: por un lado, en las secuencias oníricas que (como en un espejismo o en una pesadilla) recogen la angustia desesperada del protagonista principal; por otro, en el componente fantástico que convierte a la naturaleza en elemento dador de vida y portador de muerte. Es ahí donde irrumpe la figura animal que da nombre a la cinta: esa tortuga roja que abre la posibilidad de que, en un giro argumental inesperado, la existencia solitaria del náufrago recobre su esperanza. A partir de ese punto de inflexión simbólica, podemos interpretar todo el relato como una gran fábula panteísta en la que las vivencias de los protagonistas (el náufrago y sus nuevos acompañantes) podrían traducirse como una gran metáfora de las diferentes etapas vitales del ser humano (nacimiento-crecimiento-emancipación-muerte) y un reflejo de su papel insignificante dentro del universo.
Y entre tanto náufrago, un aviso para navegantes y espectadores despistados: no esperen grandes sobresaltos argumentales (alguno hay, no obstante), ni acción trepidante en La tortuga roja. Pese a su paternidad holandesa y su producción parcialmente gala, en esta película late con fuerza el espíritu de Ghibli (no es casualidad que fuera fue el mismísimo Isao Takahata quien recomendara al director holandés), con su habitual cadencia contemplativa y su vínculo inquebrantable con la naturaleza y las filosofías animistas. Estamos ante una obra pausada, profunda y llena de argumentos para la reflexión.

jueves, abril 05, 2018

En defensa de la Ciudad Tesoro, de Michael Arias. Gatos ciberpunk

En defensa de la Ciudad Tesoro (Tekkonkinkreet, 2006), de Michael Arias, no es un anime al uso. Por de pronto, su diseño prescinde de los contornos suaves y los rostros afables asociados al dibujo animado japonés tradicional. Sus líneas angulosas y los rasgos afilados de sus personajes pudieran haber sido ejecutados por el Dave McKean de Cages o por un Teddy Kristiansen de inspiración nipona. En realidad, la película de Arias es una adaptación de Tekkonkinkreet, uno de los cómics de Taiyō Matsumoto; mangaka heterodoxo y talentoso con un estilo gráfico inconfundible. Es fácil encontrar conexiones (visuales, obviamente, pero también temáticas) entre En defensa de la Ciudad Tesoro y otra obra de Matsumoto como Sunny. Ambos están protagonizados por adolescentes inadaptados capaces de encontrar su hogar en coches abandonados; jóvenes que se enfrentan a la necesidad de crecer en un entorno refractario habitado por adultos sin escrúpulos ni empatía.
El filme se mueve en un territorio tradicional del anime, el del ciberpunk, su mirada distópica tiene más que ver con una revisión simbólica del presente que con un futuro tecnológico. La gran ciudad crece con desmesura entregada a una voracidad urbanista que se alimenta de los más desfavorecidos. Vehículos, muchedumbres y letreros de neón conviven en un magma de ruido acústico y visual. En ese contexto, Ciudad Tesoro sobrevive como un resto arqueológico de otros tiempos en los que las personas intentaban convivir en comunidad. El distrito adolece de los mismos defectos que el resto de la ciudad, cierto, pero sus calles están limpias, sus gentes sonríen y la vida comercial y los centros de entretenimiento conservan cierta humanidad pretérita. La ambientación ciberpunk de Tekkonkinkreet no siempre es oscura y desasosegante: en sus cielos brilla el sol y vuelan las aves, su arquitectura combina el diseño steampunk con la impronta clásica de templos y monumentos orientales y occidentales (algunos de ellos reconocibles, como la réplica de Santa Sofía). Pero (y en esto sí que se ajusta al tópico del anime ciberpunk) el empuje de las macrocorporaciones y de las grandes empresas de la construcción amenaza con hacer desaparecer cualquier vestigio de humanidad.
En Ciudad Tesoro sobreviven los hermanos Kuro (Negro) y Shiro (Blanco), conocidos como los “Gatos”. Porque eso son, dos gatos callejeros que habitan en azoteas, saltan entre cornisas y cometen pequeñas fechorías alimenticias; dos gatos resabiados de ciudad que intentar proteger su territorio con uñas y colmillos afilados. Kuro, el mayor, es un joven arisco, sombrío y protector; su hermano Shiro es el niño inmaduro, inconsciente, eternamente feliz y resiliente ante un entorno que invita más a la supervivencia que al optimismo. Ambos representan una imagen de la juventud como dualidad simbólica: inocencia frente a rebeldía, fantasía frente a realidad, verano frente a invierno. 
Con estos mimbres futuristas, Arias construye una fábula vertiginosa y violenta, en la que conviven empresarios corruptos, yakuzas, policías desbordados, bandas callejeras y sanguinarios humanoides casi indestructibles, mientras en el cielo azul sigue brillando el sol. La reestructuración urbanística de Ciudad Tesoro movilizará a los Gatos en su defensa, pero, paradójicamente, también a sus habitantes menos recomendables; todos ellos reconocen que en su lucha no importa tanto preservar una geografía como una forma de vida que tiende a desaparecer bajo el peso del dinero, el combustible principal de la codicia humana. Al final, todo se reduce a esa lucha eterna entre la luz y la oscuridad.


En defensa de la Ciudad Tesoro no es una película sencilla; como tampoco suelen serlo los cómics de Matsumoto. Sus paisajes son tan intrincados como su línea narrativa, prolija en personajes, subtramas e insertos oníricos. La acción se alterna con la mirada nerviosa de una cámara que tan pronto se recrea con la descripción visual a vuelo de pájaro de los escenarios neobarrocos, como con los primeros planos contemplativos sobre detalles poéticos; un lirismo que también comparten ciertos diálogos y las reflexiones en voz alta de los protagonistas. Dicho lo cual, la cinta de Arias puede presumir de una energía visual y una personalidad estética que no dejará indiferente a ningún amante del anime exigente.

sábado, marzo 18, 2017

Aquellos fondos de Disney...

Acabamos de comenzar la serie documental dedicada a Walt Disney de Sarah Colt. La miniserie, de más de cuatro horas y media de duración (que puede verse en emisiones de dos o cuatro capítulos), presume de ser el acercamiento más minucioso a la figura del gran tótem de la animación universal. En principio, nos gusta que el metraje, además de ser un registro biográfico concienzudo de la genialidad del creador, no eluda las sombras que se proyectaban detrás de la figura mítica de Walt Disney: su ego y ambición desmedidos, sus ademanes tiránicos y su incapacidad para prever las crisis personales a su alrededor. Pero ya habrá tiempo para hablar mal de Disney (¡ese deporte postmoderno!) en alguna otra ocasión.
Viendo estas imágenes sobre su vida, sin embargo, nos hemos acordado de otro documento audiovisiual, mucho más humilde, con el que nos topamos hace un tiempo. Se trata de un vídeo corto, de poco más de siete minutos, en el que se explica con detalle la técnica que en los Estudios Disney empleaban para elaborar los fondos de sus películas. El vídeo, que se rodó el 13 de febrero de 1957, detalla el funcionamiento de la cámara de planos múltiples (multiplane cámara), que permitía dotar de movimiento y tridimensionalidad a imágenes de fondo bidimensionales superpuestas.
Cuando veíamo las películas de Disney de pequeños, nos quedábamos hipnotizados con esos cuadros estáticos estilizados y abigarrados que servían de escenario a las aventuras de sus célebres personajes. La irrealidad de los fondos de pantalla, filtrada a veces por una idealización romántica, otras por un tamiz casi expresionista, nos transportaba siempre a un espacio de ensueño fantasioso en el que resultaba fácil perderse y en el que, como niños, creíamos sentírnos seguros. 
Por eso, este breve documento nos parece tan maravilloso, porque al mismo tiempo que nos revela el truco de la ficción, nos invita a volver a ella una y otra vez para disfrutar de su rudimentaria, pero encantadora, maravilla técnica.

viernes, enero 27, 2017

El cuento de la princesa Kaguya, de Isao Takahata. Los ciclos de la vida

La penúltima joya del Estudio Ghibli, estrenada en la era post-Miyazaki, se titula El cuento de la princesa Kaguya y a simple vista se parece en poco a las producciones que han situado en un puesto de privilegio en la historia del cine al estudio japonés. Comparte con aquellas, no obstante, un preciosismo visual hipnótico y la misma magia que convertió a Miyazaki en un genio de la animación. Así lo reconoció también Hollywood que nominó la cinta de Isao Takahata (que es en realidad la otra mitad de Ghibli, como bien nos ha informado algún amigo de este blog) entre las candidatas a la mejor película de animación de este año.
Una mañana de primaver, un leñador de bambú se encuentra un brote temprano del que nace una pequeña princesa, una niña diminuta que pronto se convertirá en un bebé rubicundo. Cuando la lleva a su casa, su mujer la recibe como la hija que nunca tuvieron. La vida de los dos ancianos campesinos adquiere entonces un nuevo sentido y se llena de una felicidad desconocida. 
El cuento de la princesa Kaguya es una fábula mágica que conecta la fantasía con las cosas sencillas de la existencia, un canto a la naturaleza, al paso de las estaciones y a la tradición. A partir de la historia de esa princesa que nació de un brote de bambú y que crece, aprende y se desarrolla fuera de los plazos humanos, esta película ofrece una reflexión simbólica acerca del ciclo de la vida muy acorde con la sensibilidad y la espiritualidad japonesas.
Como sucedía en casi todo el cine de Hayao MiyazakiEl cuento de la princesa Kaguya recoge la conexión directa entre naturaleza y espiritualidad (no lo llamemos religión) que fundamenta el taoísmo, el sintoísmo y el budismo en su derivación zen japonesa. Según la cultura nipona, nos debemos a la tierra, a los árboles y a los animales, porque animales somos y a la tierra regresaremos. Los espíritus de nuestros antepasados nos protegen en nuestro periplo por la tierra de los vivos. Otros espíritus y fantasmas (el panteón infinito de yôkais) nos admonizan, guían y ayudan a temer aquello que no nos conviene. Como en las viejas religiones animistas, en Japón todavía la naturaleza es algo sagrado. Se cree en su magia y en su cualidad generadora de vida, en su papel fundamental en el bucle de la vida que culmina con la muerte y la reencarnación. 
Para narrar una historia sencilla, de espíritu lírico y puro, como ésta, no deberían hacer falta demasiados artificios visuales. Así lo ha entendido Takahata, que prescinde del brillante acabado digital contemporáneo o de la exhuberancia gráfica habitual de Ghibli, para apostar por la falsa simplicidad de un dibujo que parece trazado con carboncillo y tenues colores acuarelados. Un cine que remite a las animaciones del pasado, al trabajo mucho más artesano de maestros como Raymond Briggs o Aleksandr Petrov. El resultado es de una sencillez y una belleza abrumadoras: la plasticidad de los árboles en flor, la hierba mecida por el viento, los mantos de flores que visten la primavera y la vida animal en todas sus manifestaciones, tan estrechamente unida a la muerte, surgen con naturalidad.y nos recuerdan (esa es la intención) a las viejas ilustraciones japonesas, con montes nevados y sus cerezos en flor; tan minimalistas y evocadoras, también. La pureza de línea se combina en algunas secuencias con un trazo expresionista que busca transmitir sensaciones agitadas y emociones más turbulentas que las que predominan en la cinta: como en esa escena en la que Kaguya escapa de su presente cortesano y corre como espíritu que se difumina hasta llegar a los bosques soñados de su pasado.
Pero además de hablarnos en clave simbólica del paso del tiempo y de los ciclos vitales, esta cinta es un alegato a favor de la vida rural, un homenaje a los viejos oficios tradicionales (leñador, alfarero, tejedor, carpintero...) y un "menosprecio de corte". Sencillez frente a sofisticación, la libertad de vivir con los ritmos del día frente a las rigidas estructuras convencionales de la vida en palacio. Lo cual no quita para que los episodios que muestran la estancia de la princesa Kaguya en el palacio sean de nuevo un goce visual, un despliegue costumbrista de arquitecturas, mobiliario, coloridos kimonos y vívidos paisaje urbanos de una ciudad japonesa imperial.
Lloramos en su día la retirada del maestro Hayao Miyazaki (que al parecer no fue tal), junto a él, se retiró también su amigo Isao Takahata. Sólo nos resta esperar que el legado de Ghibli continúe en manos de directores tan sensibles y dotados como ellos,  quizá así podremos volver a admitir que las penas con gran cine pesan menos.

martes, noviembre 08, 2016

Henning M. Lederer. Nostalgia, minimalismo digital y gifs animados

En esta bitácora hablamos con frecuencia de cine de animación y anime, pero pocas veces nos hemos acercado a ese territorio borroso que algunos denominan arte digital. Puede ser que esa sea la mejor etiqueta para definir a un autor como Henning M. Lederer, en cuya obra tienen cabida gifs hipnóticos, trabajos de diseño gráfico, arte visual y obras de animación más convencionales.
Su vídeo para el tema "Anatomic", del compositor de música ambient Max Cooper, es una buena piedra de toque para entender su trabajo: en él, Lederer recurre a un diseño minimalista infográfico dibujado a mano para crear un efecto de zoom narrativo que se convierte en un viaje desde el cuerpo del ser humano hasta su estructura celular, transformando nuestro organismo en los engranajes de una máquina perfecta.

Sus gifs son aún más elementales, pero nos tienen deslumbrados. No podemos apartar los ojos de la pantalla cada vez que saltan las animaciones de su serie Covers, en la que Lederer anima las portadas geométricas de antiguos libros en un ejercicio de una (sólo aparente) sencillez desarmante. El resultado acerca el trabajo del artista alemán a una revisión postmoderna y digital del op-art más clásico. Similar en intenciones es su trabajo Geometry, en el que trabaja directamente sobre la base de motivos geométricos, que anima sobre el fondo de una melodía electrónica.


Tienen casi todas las animaciones del aleman un aire antiguo, apuestan por la nostalgia de los collages animados, los autómatas mecánicos y los engranajes de relojero (véanse The Sea of Time o Metropol). En otras ocasiones, el autor trabaja directamente sobre trabajos ajenos, como en Bicycle (sobre una ilustración de Mel Furukawa), Watch (versión animada de una pintura de Gerald Murphy) o Gears in Motion (que adapta un dibujo de Eric Drooker). Hasta en sus trabajos más tradicionales, se percibe en Lederer esa mirada nostálgica que comentamos, en ocasiones rememorando la animación surgida en los países del este durante el periodo comunista: obras como Little Fable o Moloch beben del collage, del sentido expresionista de la luz y de una sugerente atmósfera kafkiana.
En su blog machinatorium, el propio Lederer se acerca al panorama contemporáneo del arte digital y nos descubre las propuestas y trabajos de otros creadores coetáneos igualmente valiosos; una ventana abierta a un panorama artístico que no necesita de muros y museos para crear presente y abrir nuevas vías de expresión.
No se queden aquí, busquen y rebusquen entre los trabajos de Lederer, que nunca es tarde para la inocua lisergia visual.