Abrumado por la ingente cantidad de novedades que se anuncian para este Salón del Cómic de Barcelona, el otro día decidí sin pudor alguno tomar las de Villadiego y escaparme por la puerta de atrás. Me arremangué con decisión, y me fui a por el montón de tebeos no empezados, que se amontonaban en la pila de "cómics prehistóricos y clásicos por descubrir" (nunca falla, huyes de las novedades y terminas en el almacén arqueológico).
Entre todos, opté por el más raro, The Balloon Vendor, de Fred Schrier, dibujante underground americano del que desconocía hasta su origen, hasta que hace unos meses pujé por uno de sus "comix" en ese generador de mendicidad (especialmente para los seres de pobre voluntad) que responde al nombre de e-Bay. Tras informarme someramente de quién era el tipo por el que me disponía a soltar los cuartos (ímpelido básicamente por a) el imán de lo underground que me tiene perdidito últimamente y b) una portada de lo más resultona), vi, pujé y gané el susodicho tebeito con suma facilidad (sospechoso) y por una cantidad bastante módica.
Ahora, tras la lectura, breve y noctámbula de The Balloon Vendor, todo se me aparece con más claridad: no tengo ni idea de qué he leído, pero no pienso desengancharme de mi adicción underground (al menos por una temporada larga, una o dos vidas, digamos).
Sin perder de vista que estamos ante un movimiento heterogéneo y poblado por personalidades de lo más dispar, siempre me pareció que en el underground se podían distinguir dos polos temáticos bastante diferenciados: estaban por un lado los que enfocaban la crítica social y el costumbrismo antropológico desde una óptica paródica, hincando el diente en el lado grotesco de la realidad (Crumb, Shelton, o incendiario Clay Wilson, que dibujaba desde "el lado más bestia de la vida", por ejemplo). En el otro polo, aquellos autores más experimentales; los que aspiraban a reflejar sobre el papel sus experiencias lisérgicas y la mentalidad hippy-metafísico-karmática de la vida (como los Moscoso o Rick Griffin), a los que les importaba sólo relativamente la historia, frente a la indagación visual.
Y toda esta peligrosa simplificación, para justificar que en The Balloon Vendor, a un servidor no le importa un carajo lo que le cuenten (una monserga acerca de un científico lunático que ha inventado una máquina para viajar en el tiempo), pero que no ha podido dejar de parpadear ante los brillos en blanco y negro sobre papel de calidad ínfima, con que el amigo Schrier ha traducido sus más que probables viajes "astrales" montado en el caballito acido. No somos nada, dirán ustedes, con que poco se conforman algunos. Así es, mea culpa, cada uno tiene sus taras.