miércoles, marzo 30, 2016

Paseos baldíos y grafitis lisboetas

Llevados por el entusiasmo explorador hipster de un cronista, para más señas, redactor de El País, decidimos dejarnos aconsejar y dedicarle una parte de nuestra no muy larga estancia en Lisboa a la visita del Barrio Marvila, en la margen este del Tajo. ¡Hay que ser pánfilos y muy incautos (hablo por los que fuimos), para caer otra vez en la trampa de las tendencias modernetas de la enésima reencarnación berlinesa a este lado del Spree! Como no era la primera, ni será la última visita que hagamos a la preciosa ciudad portuguesa, el merodeo gratuito no pareció tan caro.
Tras comer en ese "palacio" escondido en el centro de Lisboa que es la Casa de Alentejo, decidimos acercarnos a la Cueva de Alí Babá a la portuguesa que se suponía era el Barrio Marvila. Después de vagabundear durante más de una hora entre descampados, grúas, glamurosas naves industriales de las de toda la vida y locales cerrados, decidimos, ante la falta de perspectivas, sentarnos en una cafetería calculadamente cutre (que el cronista denomina con generosidad eufemística: "decoración de no-decoración"), por aquello de hacer un poco de tiempo, a ver si las postmodernas galerías y los Centros Culturales de vanguardia se decidían a abrir. Dos cafés después, la efervescencia cultural del martes por la tarde seguía sin hacer acto de presencia en el arrabal industrial lisboeta. Ni rastro del fado a pie de calle, los modernos cafés y la sorpresa artística a la vuelta de la esquina; sólo locales cerrados en horario de apertura. Es cierto que, siguiendo los pasos de referencia del periodista, conseguimos atisbar a través de la rendija de un buzón (gesto de impotencia, más que performance situacionista) algunos lienzos y veladuras de la exposición temporal de la Underdogs Gallery. Dimos por cumplido el objetivo cultural. A las seis, cuando ya casi habíamos arrojado la toalla, callejeando, conseguimos llegar a la Cervejeira Artesanal Dois Corvos, cuyos dueños, pese a estar también cerrada, nos permitieron disfrutar de una birrita rápida y hacer acopio de reservas para la vuelta.
Refrigerio cervecero aparte, sin duda, lo mejor de la tarde fue la visita al Centro Cultural Fábrica do Braço de Prata, ubicado en una antigua fábrica de armas. Aunque el espacio estaba también cerrado (no era nuestro día, claramente), en su jardín y alrededores, cuidadosamente abandonados ambos, pudimos disfrutar de una interesante colección de grafitis cargados de creatividad e ingenio. Muy divertida la intervención en clave de humor hiperrealista de Maclaim (Tasso), en From the Past, y estupenda la serie Give You My Love de Alexandre Farto (alias VHILS), con sus retratos arrancados de la pared, marca de la casa. En el edificio anejo, encontramos nuevos trabajos de VHILS, recreando escenarios urbanos a partir de las imperfecciones y relieves de la pared.
Si se sabe encontrarlos, está Lisboa repleta de magníficos grafitis. Con muchos se tropieza uno casi sin quererlo. Si no se tiene tiempo o ganas de buscar, existen rutas organizadas por la Galería de Arte Urbana (GAU), como nos explica, de nuevo, nuestro cronista en otro reportaje: "Lisboa, museo de arte urbano" (no hay que ser ingrato cuando las nuevas son buenas).
En la Rua Sao José, por ejemplo, nos encontramos con una de las siempre soberbias obras de Aryz, creada con motivo del cuarto aniversario de la tienda Dedicated, especializada en material artístico y grafitero. Aunque para espectaculares, la colección de gigantescos murales con la que nos topamos en edificios abandonados y fachadas de la Avenida Fontes Pereira de Melo. Entre sus grafitis, se pueden ver obras espectaculares de nuestro admirado BLU, de Ericailcane o de Os Gêmeos. Arte con mayúsculas.
http://www.theguardian.com/travel/gallery/2011/jan/29/lisbon-city-breaks
Ya ven que no hay paseo baldío, después de todo, y que detrás de cualquier muro surge la sorpresa.

miércoles, marzo 23, 2016

Superhéroes cinematográficos y televisivos. Gotham y Daredevil, dos caminos

Cada nueva adaptación cinematográfica superheroica que vemos nos deja la sensación de un regreso al pasado, como si Disney y la Warner ("herederos" del fondo de catálogo marvelita y de DC) estuvieran dispuestos a repetir la carrera de multiversos y ramificaciones seriales inabarcables en las que cayeron los cómics de superhéroes en los años 80. Cada nuevo capítulo cinematográfico de X-Men o Los Vengadores (juntos o con sus miembros por separado) parece perder de vista el rastro de los episodios anteriores. Hollywood juega con ventaja: se ha reenganchado a las sagas desde el espíritu Ultimate. Pero Vengadores: La era de Ultron (2015) no parece otra cosa que un capítulo aislado de otros muchos por venir; nos cuenta los orígenes de la Bruja Escarlata y Visión, verdad, pero, si dejamos a un lado sus hallazgos visuales (como la plasmación efectiva de las splash-pages en pantalla), no tiene más trascendencia argumental que la de un buen comic-book autoconclusivo. Punto. Cuando llevemos 10 ó 12 entregas de los diferentes supergrupos, ¿seremos capaces de diferenciar una de otra? Difícilmente. Como señalaba Jordi Costa en la crítica de la última entrega de Los Vengadores, el espectador va a los cines a comprobar la fidelidad de la adaptación, a dejarse llevar por el espectáculo visual del efecto digital y el nacimiento de los personajes en pantalla.
En este punto del debate, falta por saber cuándo aparecerán las particulares versiones cinematográficas de The Watchmen y El regreso del señor de la noche. No nos referimos a sus correspondientes adaptaciones fílmicas, que ya existen, sino al concepto de "obra trascendente de referencia" al punto de inflexión crepuscular que habrá de cambiar el lenguaje y marcar un nuevo paradigma en las adaptaciones cinematográficas del género o, mejor aún, que hará evolucionar el género desmarcándolo de su parasitismo respecto al cómic. ¿Habrá algún día un cine de superhéroes que no nazca de una versión previa en papel? ¿Se impondrá el género a sus orígenes, como sucedió con el western respecto a su nacimiento novelado? A ese punto de madurez llegó el cómic hace varias décadas. Desde que Alan Moore y Frank Miller decidieron cambiar las reglas del juego (Dennis O'Neil y Neal Adams mediante), a los superhéroes les sienta fenomenal la penumbra y la mugre.
Hasta que ese día llegue, duele ver que el Hollywood edulcorado de la última década haya sacado a la luz tanto subproducto con el sello Marvel y DC, dejando escurrir entre los fotogramas la oportunidad única que el artificio digital le había puesto en la mano de presentar en pantalla grande a los héroes adultos que ya nos habían atraído a los lectores hacia el lado oscuro en las páginas de los tebeos. Afortunadamente, los señores Christopher Nolan y Christian Bale habían puesto freno en los últimos tiempos a tanto dislate de Daredevil estreñido o Fantastic 4 de chirigota.  No obstante, por su formato y su posibilidad de crear obras extendidas en el tiempo, quizás el futuro de los mejores superhéroes en pantalla esté asociado a las series televisivas: la televisión ofrece la oportunidad de crear ciclos y sagas cerradas, en vez de capítulos episódicos más o menos autoconclusivos, sin una capacidad real de conformar una continuidad constructiva en la mente del espectador (como si hicieron algunos de los grandes cómics de los 90).
Era el paso que faltaba dentro de la fiebre serial que ahora todo lo inunda (quince años después de la casi desapercibida, en su momento, epifanía de The Sopranos, The Wire y Mad Men). Cosas como Heroes y Misfits, no nos engañemos, sólo habían sido aproximaciones divertidas, tanteos de audiencia con dosis medidas de superpoder.
La crecida de capas y mallas que ya había anegado los cines, llega ahora a la televisión, pero parece que el caudal se está controlando con más tino en este caso. GothamDaredevil cuentan ya dos temporadas en pantalla (aunque su continuidad parece garantizada), pero son una buena piedra de toque para analizar qué rumbos parece enfilar el tema superheroico. En este caso, totalmente divergentes, ya que mientras Gotham apuesta por la revisión cartoon de Batman que emprendieron en su día los Bruce Tim, Darwyn Cooke, Mike Oeming o Tim Sale (aquí tenemos Héroes, de nuevo); Daredevil se ha lanzado de cabeza hacia el Daredevil sombrío de los Frank Miller, David Mazzucchelli y Bill Sienkiewicz
Ambas series están cuidadas al detalle en su producción, la puesta en escena y la introducción de indicios con vista a una evolución futura del mito. En ese sentido, es loable la presentación (a modo de anticipación o prolepsis) de la galería de supervillanos que en Gotham van naciendo desde la perspectiva de ese niño Bruce Wayne que habrá de ser, pero que todavía no es. Mención especial para Robin Taylor, el actor que ha creado un Penguin histriónico, divertido y escalofriante a un tiempo, que tiene ya trazas de convertirse en un personaje de referencia. Hay en Gotham bastante de los Batman de Jeph Loeb (guionista y productor de Lost y Héroes; nada es del todo casual) y Tim Sale. Como en The Long Halloween y Dark Victory, en Gotham recuperamos atmósferas oscuras, una ciudad sucia y sórdida y unos personajes llenos de dudas (herencia necesaria de Miller); pero casi en ningún momento abandonamos el territorio de la irrealidad ficcional y la caricatura: el de la ficción subrayada por el efectismo visual y la escenificación.
Daredevil busca otra cosa: intenta recuperar el psicologismo tenebrista y torturado de Moore, Miller, Sienkiewicz y Mazzucchelli; e intenta anclarlo a una realidad en la que el componente mágico o fantasioso se circunscriba a la espiritualidad asiática, la mística ancestral y una evolución tecnológica moderada. El Daredevil de Netflix y su Hell's Kitchen podría estar en algún suburbio hongkonés o de Brooklyn, la Gotham de Fox es escenario fílmico manierista.
Arranca Daredevil con la impronta clara de Born Again y Love and War (de nuevo Miller, Mazzucchelli y Sienkiewicz entre manos). Charlie Cox hace un correcto Matt Murdock, aunque desprende un encanto risueño y una bonhomía excesivos para uno de los héroes más oscuros y castigados de Marvel. Sin embargo, el Kingpin (Wilson Fisk) de Vincent D'Onofrio es una joya de la recreación actoral: proyecta violencia e inseguridad a partes iguales, el actor ha conseguido crear un personaje con una presencia imponente, cargado de sensibilidad y agresividad: un Kingpin de verdad.
Habrá que esperar hasta ver dónde gira la ruleta del dinero y el espíritu empresarial, para ver si este atisbo de sensatez narrativa que observamos en algunas adaptaciones televisivas tiene continuidad, o si sólo es una chispa encendida por las fuentes comicográficas que las alumbraron. Otras series, como Flash, nos despiertan serias dudas al respecto. Sobre Jessica Jones, preferimos esperar a una segunda temporada para consolidar juicios y despejar sombras. Habrá que esperar también para comprobar si, finalmente, cine y televisión consiguen zafarse de sus deudas adaptativas y consolidan un imaginario propio dentro de las posibilidades que siempre ofrece un nuevo lenguaje. Muchas dudas e interrogantes, ¡que alguien llame al Profesor Charles Xavier!

jueves, marzo 17, 2016

Alan Moore, Caos y magia, y el millón de libras

La publicación el año pasado de la edición española de Caos y magia. La banda que quemó un millón de libras (2012), de John Higgs, ha sido un acontecimiento editorial-pop.
La historia de The KLF, la banda formada por Bill Drummond y Jimmy Cauty, es tan enloquecida, que no parece de este mundo. Hace años escuchamos su popularísimo álbum Chill Out hasta quemarlo. Sus samplers hipnóticos y su cadencia viajera nos hacían imaginar unos autores igualmente sosegados y pausados. En Caos y magia descubrimos que sus artífices fueron también los autores de este single-pelotazo que se ha convertido en banda sonora de acontecimientos deportivos y farándulas adrenalínicas varias y cuyo single compramos hace décadas sin saber a ciencia cierta quién lo firmaba (¿The Timelords?); de haberlo sabido (o de haber buscado sus videoclips, entrevistas o apariciones televisivas de entonces), habríamos tenido una pista de que las mentes pensantes detrás de The KLF y sus variadas manifestaciones discográficas eran en realidad un par de lunáticos.
Para despejar dudas, John Higgs escribe ahora una de las "biografías" más heterodoxas, desmitificadoras y divertidas que hemos leído nunca. Se propone el autor buscar la base lógica al comportamiento de unos individuos que en un momento de su carrera (en el que ni siquiera eran tan ricos como para poder permitírselo) decidieron, literalmente, como dice el título, quemar un millón de libras. La búsqueda de Higgs es tanto más improbable y baldía, cuando ni siquiera los artífices del dislate han sido nunca capaces de explicar por qué lo hicieron. No contamos más.
En su ejercicio deductivo, expansivo, casi febril, Higgs va dando forma a una biografía que en muchos casos parece una road-novel, en otros una novela de suspense conspiranoica, y termina convirtiéndose en una indagación casi detectivesca a palos de ciego entre el universo intangible del azar y las relaciones cruzadas. En su particular reivindicación de las doctrina del caos como factor rector y explicativo de la realidad, el pasado y las consecuencias que desencadenan los actos humanos, Caos y magia construye un discurso verosímil (dentro de sus propias coordenadas) acerca del éxito (casual), la inspiración y el genio (innato). Se trata de conformar una tesis, un conjunto de paradigmas explicativos, que den sentido a unos actos que ni sus propios protagonistas, ni un razonamiento lógico tradicional son capaces de explicar.
Aquí es donde entran Julian Cope y Echo & the Bunnymen; Jim Garrison, el Fiscal del Distrito de Nueva Orleans que investigó el asesinato de Kennedy; Thimothy Leary; Greg Hill y Kerry Thornley, fundadores del Discordianismo; los redactores de la sección de cartas de Playboy, Robert Anton Wilson y Bob Shea, que escribieron el best-seller Illuminatus! Trilogy, discordianos confesos; los dramaturgos Ken Campbell y Chris Langham; el "All You Need Is Love" de The Beatles; Gary Glitter y Jonathan King (celebridades británicas y pedófilos condenados, ambos); el Doctor Who y sus múltiples encarnaciones; Carl Jung; y, como no podía ser de otro modo en este maremagnum imposible de personalidades inconexas unidas por el azar literario-biográfico... Alan Moore.
Hablábamos no hace mucho de Alan Moore con motivo de ese documental inquietante y metafísico sobre el genio de Northampton que es The Mindscape of Alan Moore (2005). En él se desplegaba un acercamiento visual, subrayado por el propio Moore, a su poética y universo mítico-mágicos. Que el cerebro del guionista esta atravesado por conexiones sinápticas extraterrestres se adivina leyendo sus cómics; pero después de observar el documental sobre su pensamiento, el espectador se queda con la sensación de que razón, filosofía, cábala y chamanismo son una misma cosa para Alan Moore; y que sus reglas y dogmas en realidad sólo los entiende el mismo, por mucho que trate de explicárnoslos.
En Caos y magia, la presencia de Moore es circunstancial y transversal (como la de todos sus personajes al margen de sus protagonistas), pero John Higgs hace, durante todo un capítulo, un intento estimable de asir su "pensamiento mágico" para introducir la teoría alanmooriana del "Ideaespacio mental" dentro de las herramientas lógicas que le ayudarán a desfacer el entuerto de los KLF y su millón de libras calcinado. En un pasaje de Caos y magia se dice de Alan Moore:
Alan Moore es guionista de cómics. Le han apodado "el mejor guionista de la historia" tantas veces que lo más probable es que sea cierto. Alcanzó la fama en 1980 con obras como V de Vendetta y Watchmen, y sigue siendo un prolífico escritor en su ciudad natal. Drummons tiene su misma edad, asistió dos años en Northampton a la escuela de arte y después trabajó seis meses en un psiquiátrico de la ciudad. Allí, Drummond y Moore frecuentaron muchos de los mismos clubes, pubs y conciertos entre 1970 y 1972, pero no se conocieron hasta los años noventa. Will Sergeant, de Echo the Bunnymen, le descubrió la obra de Moore en los ochenta, con V de Vendetta y La cosa del pantano.
Más allá de ella, a Moore se le conoce por su desdén hacia Hollywood, su extraordinaria barba y su interés por la magia. Es precisamente esto último lo que parece apuntar a que Moore era la única persona a la que The KLF intentaron mostrar activamente la película [Watch The K Foundation Burn A Million Quid] para conocer su opinión. Si uno quiere aprender sobre magia en la modernidad, Moore es la persona adecuada.
Van cogiendo el tono de este libro: una obra imprevisible, azarosa y divertida como pocas que, además, haciendo gala de esa impredecibilidad, se vende en ediciones de diferentes colores. Nosotros lo compramos por correo y no pudimos elegir. Nos tocó el amarillo, ¡qué buena suerte!

miércoles, marzo 09, 2016

Ciudades verticales: Brzozowski y Mitamakura

En ese brillante acercamiento al fenómeno serial que es Yo ya he estado aquí: ficciones de la repetición (2005), Jordi Balló y Xavier Pérez comentan a propósito de los infiernos narrativos:

De los infiernos dantescos surge una iconografía perspectivista, que halla en los ilustradores del siglo XIX una plasmación excelsa a partir, principalmente, de Gustave Doré. Sin embargo, la herencia de Dante había llegado ya el siglo anterior, de forma implícita, a la obra de Piranesi, en sus pinturas de cárceles concebidas como enigmáticos laberintos de escaleras que remiten invariablemente a los mundos abisales. Si, en Dante, la escalera ya supone un correlato perfecto de la repetición infernal en forma de descendimiento, en Piranesi la multiplicación de escaleras llega a producir un efecto barroco, de disolución angustiosa de la mirada en una multiplicación de plataformas similares. Esta abismación del espacio de la cárcel permite insertar en el imaginario iconográfico posdantesco una idea de repetición geométrica que llegará hasta los cuadros de M. C. Escher: una transmutación completa de los modelos redencionistas de la elevación espiritual, que propone una poderosa iconografía del subsuelo, físico o mental; la consecuencia es que el espacio infernal es siempre un espacio inferior.
Como señalan Balló y Pérez, por inversión, la construcción vertical, reflejada en escaleras, pasarelas y pasajes ascendentes funciona en la literatura y el arte clásicos como símbolo de elevación espiritual, de ascenso redentor hacia la salvación eterna, tal y como se refleja en el imaginario cristiano (aunque no únicamente).
Revisando las imágenes de Piranesi y Escher, y recreándonos de nuevo en ese juego de oposiciones, se nos han venido a la cabeza numerosos autores clásicos del cómic que, en su búsqueda de paraísos utópicos y proyecciones futuristas altamente tecnológicas y superdesarrolladas, han creado escenarios de ficción con una fuerte carga simbólica en la que se conjugan, de forma alternativa o circunstancial, esas imágenes de cielo e infierno a las que se alude en la cita. Hablamos de nombres míticos, como Moebius o François Schuiten, que han configurado un imaginario mil veces visto y repetido en películas, ilustraciones e incluso poéticas completas de autores de cómic. Las ciudades verticales de Moebius y Schuiten son construcciones arquitectónicas perfectas y verosímiles. Construyen modelos habitacionales racionales, pero comprenden además soluciones urbanísticas eficientes: espacios públicos, nódulos de comunicación, crecimiento sostenible, jerarquización espacial, etc.
Después de haber leído la obra de Moebius, Schuiten o Bilal, no se observan de igual manera las construcciones urbanas futuristas de los autores que les sucedieron, tanto en el campo del cómic como en el de la ilustración.
Hemos descubierto recientemente dos ejemplos notables y muy diferentes entre sí, que nos remiten a las urbes multiformes y ascendentes de los autores mencionados, pero que conjugan también muchas otras influencias clásicas y no tan clásicas (incluido algún descenso a los infiernos).
La Polonia reinventada por las acuarelas del pintor y arquitecto Tytus Brzozowski está llena de luz. Se despliegan sus construcciones en un modernismo futurista que descansa en milagroso equilibrio sobre arcadas inacabables, acueductos estilizados y pasarelas colgadas del aire. La pintura de Brzozowski respira con una luz y unas atmósferas casi renacentistas, pero nunca abandona una muy habitable idealización utópica reforzada por la coexistencia del ladrillo y el jardín, la pizarra y el árbol.
Los laberintos urbanos surrealistas del diseñador y animador japonés Mitamakura (de quien desconocemos casi todo) esconden, detrás de su apariencia gótica, un universo en el que conviven la fantasía de Lewis Carroll y la estilización simbolista del medioevo mágico; y su plasmación en los mundos de ficción de Tolkien o Robert E. Howard. Todo ello filtrado por la sensibilidad japonesa de su autor y la sempiterna influencia de la obra de Miyazaki. Están detenidas las ciudades de Mitamakura en un limbo arquitectónico entre el contrapicado de la pesadilla dantesca que nos empuja hacia abajo y el laberinto lúdico que invita a subir y a perderse entre sus callejones y pasarelas. Nos recuerdan mucho a otras ciudades imposibles, las que se levantan en los complejos mundos en miniatura del gran Santiago Valenzuela.