Para acompañar estos días de celebración popular y danzas colectivas nada mejor que un poco de música y arrabal.
Hace más de quince años que oíamos a Ramón Trecet "dialogar" con sus oyentes cada mediodía acerca de las virtudes de la música griega y turca. Le dio fuerte, pero algunos comulgamos con sus ouds, baglamás y buzukis. Tenían sus retransmisiones un aire hipnótico, con aquellos fraseos infinitos del armenio Ara Dinkjan acompañando a Eleftheria Arbanitaki o Sezen Aksu. Recordamos con un cosquilleo aquella fiebre que invadió a melómanas minorías étnofilas al ritmo del "Dynata Dynata" y los gritos percusivos de Arto Tunçboyaciyan. También nos acordamos del misterio que envolvía a aquellos discos de Eleftheria que comprábamos como el que lleva a cabo un rito místico: Τα κορμιά και τα μαχαίρια (Ta kormiá kai ta majeria, «Los cuerpos y los cuchillos») o Mένω εκτός (Méno ektós, «Me quedo fuera»), pero, sobre todo, ese doble en directo que se dio en llamar Εκτός προγράμματος (Ektós prográmmatos, Fuera de programa); un repertorio contagioso de canciones populares interpretadas al febril modo tradicional.
Trecet hablaba todo el tiempo de Rebetika (o Rebétiko, que entonces todo sonaba a griego), la música popular de los turcos emigrados a Grecia. Traducía sus letras, que hablaban de nostalgias, fracasos y amores de puerto. Sonaba todo a tango mediterráneo. Pero nunca llegamos a saber más de lo que se intuía. Por eso, cuando nos ha llegado a las manos este Rebétiko de David Prudhomme, se nos han encendido las alertas del recuerdo e iluminado algunas zonas de sombra cultural.
Siempre recibimos con agrado los buenos cómics que deleitan e instruyen. La navegación histórica bien documentada es siempre fuente de satisfaciones formativas; cuánta sapiencia le debemos a los Spiegelman, Delisle, Guibert y compañía. Gracias a Prudhomme aclaramos ideas y descubrimos, por ejemplo, que el Rebétiko es la música, mezcla de oriente y occidente, que cantaban los ortodoxos expulsados de Turquía después de la derrota griega de Esmirna. Una batalla que terminó con la ilusión histórica del imperio Heleno y que provocó el exilio de un millón y medio de griegos ortodoxos que llevaban generaciones y generaciones instalados en las costas turcas. Este "ejército" de parias pródigos se emplaza en las zonas más deprimidas de las grandes ciudades griegas, en puertos y arrabales, y allí malviven instalados en el mercadeo y la delincuencia. Su banda sonora, el rebétiko, una música hipnótica, mezcla de influencias árabes y griegas, que repite sus fraseos como mantras y que, en las cantinas de Atenas, mueve a su audiencia básicamente masculina a girar en danzas frenéticas que nos recuerdan a las inercias y los delirios rotatorios de los derviches. Como comenta Prudhomme en el prólogo:
Esta música es el eco de un poderoso vínculo entre Oriente y Occidente. En ella resuenan el dolor del exilio, el romanticismo de los puertos, el vagabundeo de los noctámbulos y sus miserables amores. El fracaso y el sentido del humor.
Así fue hasta que, en 1936, el dictador Metaxas, imbuido por el espíritu "regenerador" de sus adláteres europeos, decide que el origen y razón de la decadencia griega no puede achacarse a otra cosa que a la perniciosa influencia oriental; la solución: prohibir y perseguir todo aquello que recuerde a las influencias turcas que se entremezclan de forma inexorable con la esencia griega y la pureza helena; la consecuencia: se prohibe el rebétiko, se cierran las cantinas en las que se toca y se baila y se encarcela a los rebetes, sus intérpretes.Esta es la historia que Prudhomme narra en Rebétiko. Lo hace mezclando realidad y ficción y escondiendo detrás de sus muy vivos personajes (los Markos, Perro, Batis, Stavros, Artemis), las historias verdaderas de otros hombres de carne y hueso, como Markos Vamvakis, el dios del rebétiko en aquella Grecia real de la que habla el dibujante francés. La narración de Rebétiko respira historia y huele a miseria, a alcohol anisado (el rakis griego, pero también turco) y a narguiles de marihuana. Las calles de la Atenas de Prudhomme están sucias y llenas del polvo caliente del verano mediterráneo, sus cantinas suenan a voces gritonas y transpiran la sangre seca de la pelea que cobijaron la noche anterior.
Todo ello es posible gracias al talento magistral de Prudhomme en la faceta gráfica. El francés consigue dibujar el tiempo y el espacio con una sensibilidad pasmosa, con un ojo diestro a la hora de captar la luz del amanecer y del crepúsculo, así como cada mínimo detalle que compone este fresco de los bajos fondos. Frente a su trabajo en La virgen de plástico (con guión de Pascal Rabaté), con una línea mucho más suelta y más cercana a los perfiles libres y esbozados que inundan el cómic francés contemporáneo (la escuela Sfar, ya saben), en Rebétiko, Prudhomme apuesta por el detalle, la gestualidad y el realism0 estilizado como recurso para la recreación de atmósferas y paisanajes. Recurre en ocasiones, por supuesto, a un trazo más suelto y evanescentes (como en esas asombrosas escenas de baile, en las que los danzarines griegos navegan por las viñetas mudas como si flotaran al ritmo de los buzukis y las baglamás), pero, en general, en este trabajo de Prudhomme predomina la ya mencionada meticulosidad en la iluminación y una cuidada documentación por lo que respecta a la recreación de espacios, que se manifiesta en las bellas "escenografías", en el diseño de calles, barrios y demás geografías atenienses.Rebétiko es la historia de un fracaso colectivo. A pesar de la actitud desafiante, despreocupada y felizmente chulesca que demuestran los protagonistas, todos y cada uno de los manges y perdidos que pueblan estas páginas parecen ser conscientes de la derrota a la que están abocados: el fracaso existencial es el motor que guía a nuestros "antihéroes" hacia una vida que se presume corta, intensa y turbulenta. Su motivación, un arma temible, la música; su alimento, el raki y el humo narcótico de la pipa de agua; su futuro, ninguno: escenificado por el desprecio de Markos a la gloria hipotética de un triunfal viaje a América y la grabación de su música en unos grandes estudios. Cuando Perro toma el camino que desprecia sus amigo, en verdad no está sino alargando la historia de su fracaso personal, el fracaso de todo un pueblo y de una forma de leer la historia, el fracaso de un tiempo pasado superado y olvidado: "No podíamos gustarles cuando estábamos vivos en nuestras oscuras aguas. Después de salir de aquel caldo nuestro, nos volvimos comestibles. Aquí eso se celebra como una victoria".
Una victoria ajena. Resulta curioso como la historia se repite: manifestaciones culturales, artistas, estilos y obras que fueron ignorados, reprendidos y perseguidos por las clases pudientes y por las minorías dirigentes, muchos años después son reivindicados y disfrutados por el colectivo burgués, urbanita y adinerado que se presume, en muchos casos, heredero directo de aquellos (a quién no se le ha pasado por la cabeza este año, con motivo de las celebraciones institucionales al poeta, un "si Miguel Hernández levantara la cabeza..."). Menos mal que algunos valientes se anticipan a la moda e incluso se atreven a radiar melodías perdidas y a descubrirnos ritmos valientes antes de que las radiofórmulas y los anuncios televisivos se apropien del jingle. Menos mal que aún tenemos Radio3.