lunes, abril 30, 2012

La caja de Tomine.

Cuando visitamos aquella tienda de cómics durante aquel viaje, nos quedamos con las ganas de traernos varios caprichos que nuestro exceso de equipaje desaconsejó adquirir allí y entonces. El más goloso, sin duda, fue la cajita con todos los primeros mini-comics (los Optic Nerve) de Adrian Tomine, que publicó Drawn & Quarterly en 2009.
Ya la tenemos. Leer (releer, de hecho) sus antiguas historias ha sido todo un ejercicio de nostalgia fanzinera de calidad suprema. Descubrimos a Tomine en una de esas listas con lo mejor del año que hacen en Rock de Lux (la del año 1999, nos parece recordar). Eran los tiempos de Sonámbulo y otras historias, los comic-books que publicaba La Factoría de Ideas de forma dispersa y episódica. El enganche fue inmediato. Nos encantaron esos relatos que parecían comenzar in media res y acababa también de sopetón, dejándonos con la sensación de que, en realidad, no necesitábamos mucho más para entender lo que allí estaba pasando, con la idea de que esa disección, esa selección deliberada de un instante fragmentado, recogía de hecho la esencia concentrada de un universo existencial completo. Oímos, o leímos, que Tomine era el Raymond Carver del cómic y que, encima, sólo tenía 19 años. En aquella época tampoco habíamos leído a Carver. Ahora nos damos cuenta de que ignorando al norteamericano ignorábamos también uno de los episodios fundamentales de la narrativa contemporánea. Carver es necesario, sus cuentos son la vida misma.
Tomine es un digno heredero, ciertamente, aunque no demasiado prolífico. En nuestro país hemos ido leyendo las obras que ha seguido publicando La Cúpula: Noctámbulo y otras historias, Rubia de verano, Shortcomings (su primera narración larga)...

Algunas de esas historias fueron publicadas en Optic Nerve el mini-cómic autoditado que Tomine vendió y distribuyó por suscripción postal, hasta que su obra fue descubierta por la editorial canadiense Drawn & Quarterly; fue en torno a 1994. Fueron ellos quienes en 2004 publicaron también una recopilación de aquellas primeras historias de Tomine en un librito llamado 32 Stories. The Complete Optic Nerve Mini-comics. En ellas, ya está el germen de la narrativa de este estadounidense-japonés precoz y superdotado para la concisión significativa. 32 Stories recopilaba los relatos de sus primeros siete números de Optic Nerve, narraciones breves tan brillantes como "Solitary Enjoyment" (nº 2), "Rodney" (nº 3), "Two in the Morning" (nº 5), "Leather Jacket" (nº 6), "Dine and Dash" (nº 7), etc.
No obstante, aquella publicación de 32 Stories se convierte en anécdota recopilatoria gracias a su reedición en 32 Stories: Special Edition Box Set, una cajita de cartón que recoge aquellos primeros siete números de Optic Nerve en inmaculada edición facsímile, es decir, tal y como fueron publicados en su día por el autor. Repasar la evolución del estilo de Tomine a lo largo de estas páginas es un ejercicio de lectura entrañable. También lo es comprobar la progresiva mejoría de cada número de Optic Nerve el paso de la fotocopia cutrona a los últimos cuadernillos con portada de cartón en color. Es divertido leer en cada ejemplar las cartas que recibía el propio Tomine y que, sin pudor ni autocensura, publicaba en el número siguiente: no deja de ser una sorpresa premonitoria el hecho de que entre los firmantes de aquellas misivas encontremos nombres como Megan Kelso, Tom Hart, Jason Lutes o James Kochalka; tan desconocidos por aquel entonces como lo era Adrian Tomine fuera de los círculos endogámicos de la autoedición de mini-comics.
Pues eso, que después de todo, la espera mereció la pena. La ha merecido también la relectura de los primeros trabajos de uno de nuestros autores favoritos. Algo que a veces olvidamos, y es que parece que su fama no le ha convertido en un dibujante más prolijo, sino todo lo contrario.

lunes, abril 23, 2012

Wimbledon Green, de Seth. El aburrido trabajo del coleccionista.

Comenzamos nuestra reseña sobre Wimbledon Green con una cita del propio Seth, mejor dicho, con un agradecimiento, el que abre las páginas de este volumen: "Dedicado a mi buen amigo Chris Ware, que sigue mostrándome el camino".
El movimiento se demuestra andando. Cuando Seth publica Wimbledon Green en 2005, está abriendo una puerta que le conecta directamente con el magisterio de Chris Ware, indudablemente, el gran renovador y pope del cómic contemporáneo. En ese momento, se entrelazan sus dos poéticas narrativas gracias al uso de técnicas como la fragmentación y la ramificación de la diégesis, el empleo de microsecuencias insertas en el relato principal, la interdiscursividad y la autorreferencia, etc. Este nuevo camino aleja a Seth de la línea lírico-contemplativa de sus trabajos anteriores y le reconduce hacia el biografismo ficcional posmoderno que se consuma en este irregular Wimbledon Green y que culminará, mucho más satisfactoriamente, en su excelente George Sprott 1894-1975, una de las obras cumbres del 2009 en nuestra opinión.
Seth nos maravilló con el lirismo de lo cotidiano que bañaba su autorretrato en La vida es buena si no te rindes. Después, con Ventiladores Clyde, nos indujo a un sopor profundo, sólo equiparable al hastío con que el anciano vendedor de ventiladores protagonista del relato enfoca su existencia. Por cuestiones de calendario editorial, leímos su George Sprott (recorrido existencial de un personaje de ficción que rezuma vida y veracidad, una obra maestra llena de sensibilidad y de inteligencia narrativa) antes que Wimbledon Green, cómic que la precede en ejecución y que, una vez digerida, se revela muy inferior a aquella.
Wimbledon Green es el perfil biográfico del autoproclamado "mayor coleccionista de cómics del mundo", un personaje obsesivo que, después de turbios tejemanejes, sospechados hurtos y poco escrupulosas operaciones, ha llegado a poseer la mayor colección imaginable de comic-books de la Edad de Oro estadounidense. El cómic completa el retrato de este hombrecillo rechoncho y vivaracho a base de brochazos biográficos, testimonios ajenos, confesiones personales y metarrelatos alternativos, una narración impresionista que intenta ofrecer una sensación de realidad a base de una visión parcial e imperfecta del mundo, la "antiomniscencia" de los testimonios fragmentarios. El primer puesto del listado de debes e influencias lo ocuparía, desde luego, el señor Welles con su Ciudadano Kane.
El problema de Wimbledon Green es que, siendo una obra técnicamente precisa y virtuosa en el plano narrativo, resulta ser tremendamente aburrida. Las cuitas de este coleccionista obsesivo y amante irracional de los cómics no consiguen interesarnos casi nunca y los testimonios ajenos sobre su persona nos atraen tanto como puedan hacerlo, sin ánimo de faltar, la lista de lecturas de nuestro señor presidente del gobierno, es decir, nada en absoluto. Lo sospechoso del caso es que si un trabajo de este tipo no consigue emocionar/interesar a lectores vocacionales de cómics con veleidades coleccionistas, no sabemos muy bien cómo caerá entre un público ajeno a los entresijos del mundo del tebeo y sus paranoías recopilatorias anexas. Nos parece ésta, al menos, una duda razonable.
La obra se pierde en su propia intelectualidad y en la especificidad reiterativa de su tema. La obsesión de Wimbledon Green nos aleja de su discurso. Suponemos que, en el fondo, todo tiene que ver con el propio Seth y con la plasmación de sus obsesiones personales, con sus búsquedas de autoafirmación creativa y personal, como aquella que le llevo a rastrear la existencia (ir)real de Kalo, un viejo dibujante del New Yorker desaparecido para el mundo pero omnipresente en el imaginario de La vida es buena si no te rindes. José Manuel Trabado describe de forma impecable en su último trabajo el autobiografismo de Seth en su obra y en este trabajo en particular:
El personaje que da título al libro tiene la singularidad de ser un coleccionista de cómics, y en ello se parece al propio Seth, autor, y a Seth, personaje de La vida es buena si no te rindes. En el prólogo el autor aclara el origen de esta obra que surge de lo que podría considerarse marginalia. Son bocetos tomados de sus cuadernos, pequeñas historias que nacen a modo de tiras que, finalmente y a través de una dinámica acumulativa, acaban por forjar una historia coral en torno a Wimbledon Green. En esta articulación puede verse el empuje de la influencia de los viejos cómics tal y como reconoce el propio autor (pág. 265).
Sucede que a veces no todas las búsquedas artísticas funcionan igual, ni todas las reivindicaciones autoriales son igual de interesantes. Definitivamente, nos quedamos con el buen sabor de boca que nos dejó George Sprott.

lunes, abril 16, 2012

Viñetas infantiles, búhos y croissans.

Hace ya unos años, reparábamos, gracias a un post de nuestro añorado carcelero, en la lenta pero irremisible decadencia del cómic infantil frente a otros formatos y géneros adultos como el de la novela gráfica o el slice of life. No es pequeña la paradoja si nos detenemos a pensar que, junto a las tiras de prensa, el tebeo infantil y juvenil fundamenta historiográficamente el nacimiento y la evolución del medio en Estados Unidos y, con más claridad aún, en Europa y Sudamérica.
Casi al mismo tiempo, comenzaron a aparecer en nuestro mercado iniciativas valientes que, al margen del manga, intentaban completar ese hueco y satisfacer a una franja lectora desatendida. Hablamos con motivo de aquello de Mamut, la línea editorial nacida de la osadía de dos valientes con tino, como son nuestro amigo Ed Carosia y don Max Luchini. Ahora, nos alegramos sinceramente de su éxito.
Desde luego, aún hay espacio para buenas viñetas infantiles. Esa evidencia es la que ha guiado a otra amiga de este blog, llena de entusiasmo, bloguera ella también y escritora talentosa, como Olalla Hernández Ranz, a inaugurar una línea de cómics infantiles en la que, como ya les hemos dejado caer por aquí últimamente, participaremos de algún modo en fechas venideras: se trata de Isla Flotante, la colección de cómics nacida al amparo de una de las grandes editoriales de literatura infantil de nuestro país, Thule Ediciones.
El arranque no puede haber sido mejor: se ha abierto la línea editorial con un Fanzine Flotante que sirve de anticipo sabroso y carta de presentación a los futuros autores y trabajos que se sumarán al proyecto. Las primeras obras publicadas han sido Robinson Cruasán, de Salva Rubio y Cristina Pérez Navarro, y dos espléndidos libritos del Buh (Owly en inglés) de Andy Runton.
Robinson Cruasán es un cuento de náufragos espaciales, una revisitación del clásico de Defoe llena de dinamismo, aventuras con escualo y muchos, muchos cruasanes; una historia que descubre defectos humanos tan contemporáneos como la soledad, la codicia y el rencor, para dejar abierta una puerta hecha con ramas de palmera a otros valores eternos como la fraternidad y la generosidad.

A Andy Runton, o mejor dicho, a Buh, ya les conocemos. Es un hallazgo de personaje y uno de los tebeos infantiles más celebrados en el mundo del cómic. Isla Flotante ha publicado por vez primera en nuestro país sus aventuras en dos tomitos en cartone, manejables y cuidadosamente editados. El primero incluye las dos primeras historias de Buh, “El camino a casa” y “Verano agridulce”, mientras que el segundo incluye su historia “Un poco tristón”. Nos encanta Buh, porque, como reseñó Booklist en su día, la de Runton es una obra para niños cuyo encanto “también los lectores mayores apreciarán”.

Entrañable es la palabra que define a un cómic que prescinde de la palabra a la hora de contar sus historias: las aventuras campestres de este búho cabezón y bondadoso son un canto a la amistad y al optimismo, pero también una mirada inteligente y felizmente nostálgica a la infancia. Los problemas que acucian a Buh, sus pequeños inconvenientes cotidianos, son esos mismos obstáculos, sólo en apariencia pequeños, que la mirada del niño contempla espantada como un océano innavegable o un valle insondable. La forma en la que Buh y su grupo de amigos (con el gusano Gus a la cabeza) resuelven cada conflicto y se levantan felizmente de cada tropezón, la exposición sencilla y metódica con la que Andy Runton nos muestra el ingenio de Buh a la hora de vadear un río, construir una caseta para pájaros o liberar a su amigo el colibrí de una jaula, son la fuente y el origen de la fascinación que este búho levanta entre los más pequeños y, por supuesto, una de las claves de su éxito. El dibujo de Runton es igualmente magnético, con su trazo grueso y el detallismo que se esconde detrás de su aparente simplicidad.

Le deseamos toda la suerte del mundo y muchos plácidos avistamientos a esta Isla Flotante. Quién fuera niño para poder redescubrir tanto puerto próspero.

lunes, abril 09, 2012

Guy Delisle y Pyonyang en la SER.

Le tenemos ganas a Crónicas de Jerusalem, el nuevo de Guy Delisle. Nos gustan mucho las crónicas viajeras de este canadiense: sus trabajos destilan humor, curiosidad aventurera e irónica mala uva a partes iguales. Cierto es que, a fuerza de recorrer viñetas y peregrinar por parajes lejanos con él, el lector encuentra que su fórmula creativa pierde capacidad de sorpresa. Disfrutamos con Shenzen y tenemos a su Pyongyang como referencia entre nuestros libros viajes, pero con Crónicas Birmanas tuvimos la sensación de que a la receta se le empezaba a trasparentar la fecha de caducidad. De ahí nuestro interés con su último trabajo, ¿confirmación de presagios formulísticos o borrón y cuenta nueva cretiva?
Cuando lo leamos, opinaremos. Antes de eso, como resulta que no hemos hablado nunca por aquí de ese tan loado Pyonyang, les vamos a dejar con un podcast cortito que grabamos hace unos meses para nuestra sección radiofónica en la SER local. Charlamos con Chema Díez y con nuestra amiga Eva de historia, de Delisle y de Corea del Norte, con motivo de la muerte de Kim Jong-il, el Querido Líder; personajillo turbio, histriónico e hinchado como un globo de plomo, que si no hubiera arrastrado tras de sí a un pueblo sometido y humillado, provocaría más risa que otra cosa.

lunes, abril 02, 2012

Lo real maravilloso y las asombrosas aventuras de Michael Chabon.

Después de muchas recomendaciones y alabanzas de lectores fiables, decidimos embarcarnos en la lectura de Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, de Michael Chabon. Además, queríamos ventilar la deuda lectora antes de que el libro termine convertido en un nuevo truco de magia televisiva de HBO. Y qué les vamos a decir, ha valido la pena embarcarse en estas más de 600 páginas de realismo mágico estadounidense; o de lo real maravilloso, más bien, como se decía de Miguel Angel Asturias y de esos otros autores que trasformaban la realidad en un juguete fascinado que llegaba a parecer tan falso y maravilloso como un cuento de hadas (o de ogros).
El estilo exuberante de Chabon hace que sus historias (como sus frases interminables) crezcan y se ramifiquen como ríos caudalosos, llenos de detalles, anécdotas, aventuras y acontecimientos históricos. Así sucede en Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, donde sus dos protagonistas, los autores de cómics Samuel Clay y Joe Kavalier, no son sino la guía rectora alrededor de la cual crecen temas y subtramas. En la obra de Chabon hay espacio para acercarse a la Segunda Guerra Mundial y su efecto sobre la sociedad Norteamericana (antes y después de la participación del país en el conflicto), a las devastadoras consecuencias del nazismo en la vieja Europa, al antisemitismo, a la emigración, al sueño americano de esos mismos emigrantes, al nacimiento y crecimiento de las megacorporaciones, a la magia, a la ciencia, a la arquitectura, al cine, pero, sobre todo, al cómic, a los años dorados del cómic norteamericano.
Chabon habla de Eisner, de Herriman, de King, de Kane, de Siegel y de Shuster. Los dos personajes del libro crecen como dibujantes y guionistas, conocen el éxito y viven tantas y tan asombrosas aventuras como su propio personaje, El escapista. Una criatura de ficción que, paradojicamente, termino por cobrar vida, también ficcional, fuera de las páginas de la obra que ahora comentamos. Fue el mismo Chabon quien, en un juego de espejos muy posmoderno, terminó por crear el mismo tebeo que había conducido a sus personajes a la fama. The Amazing Adventures of the Escapist se convirtió en una serie de cómics independiente de Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, y vivió en el mundo real de los quioscos y los comic-cons un éxito tan fulgurante como el que había tenido en las páginas irreales de la irreal Radio Comics. The Amazing Adventures of the Escapist (Dark Horse) terminó ganando varios premios Eisner y Havey en 2005, aunque, para que negarlo, nos quedamos con las aventuras del primer escapista, ese émulo superheroico de Houdini que ayudó a Kavalier y a Clay a asentarse como dos de las creaciones literarias más comiqueras de todos los tiempos:
Desde el principio hubo una tendencia entre educadores, psicólogos y el público en general a contemplar el cómic como un simple descendiente degenerado de la tira cómica, entonces en el apogeo de una gloria que pronto habría de empezar a marchitarse, leída por presidentes y por chóferes de coches Pullman, un orgulloso primo americano, por su gracia y vitalidad indígenas, del béisbol y del jazz. Parte del oprobio y de la sensación de vergüenza que nunca abandonarían al formato del cómic se debía al hecho de que en su principio se resentía inevitablemente, incluso en el mejor de los casos, de la comparación con el esplendor manierista de Burne Hogarth, Alex Raymond, Hal Foster y los demás reyes del dibujo de viñetas humorísticas, con el humor sutilmente modulado y la ironía adulta de Li'l Abner, Krazy Kat y Abbie 'n' Slats, con el talento narrativo sostenido y metronómico de Gould y Gray y Gasoline Alley o con el diálogo vertiginoso y nunca superado entre relato visual y relato verbal de la obra de Milton Caniff.
Al principio, y hasta muy poco antes de 1939, los cómics no habían sido en realidad nada más que compilaciones reimpresas de las tiras más populares, sacadas de sus contextos originales en la prensa y obligadas, no sin violencia ni tijeretazos, a meterse entre un par de cubiertas baratas y chabacanas. El ritmo mesurado de tres o cuatro viñetas de las tiras, con sus continuarás de los viernes y sus recapitulaciones de los lunes, se resentía de los confines más espaciosos del «libro de viñetas», y lo mismo que había sido elegante, excitante o hilarante cuando se administraba a cucharaditas en dosis diarias resultaba entrecortado, repetitivo, estático e innecesariamente prolongado en las páginas, por ejemplo, de More Fun (1937), el primer cómic que Sammy Klayman compró en su vida. En parte por esta razón, pero también para evitar pagar a las agencias existentes por los derechos de reimpresión, los primeros editores de cómics empezaron a experimentar con contenido original, contratando a artistas o equipos de artistas para que crearan sus propios personajes y tiras. Si tenían experiencia, estos artistas carecían por lo general de éxito o talento; los que tenían talento carecían de experiencia. Esta última categoría incluía en su mayor parte a inmigrantes o hijos de inmigrantes, o bien a chavales del campo recién bajados del autobús. Tenían sueños, pero sus apellidos y su falta de contactos les impedían toda posibilidad real de éxito en el mundo majestuoso de las portadas del Saturday Evening Post y los anuncios de las bombillas Mazda. Muchos de ellos, hay que decirlo, no sabían hacer un dibujo realista del apéndice corporal reconocidamente complejo con el que confiaban en ganarse la vida (págs. 85-86).

Páginas y párrafos como este demuestran el amor sincero de Chabon por el mundo de las viñetas y su profundo conocimiento del mismo. Nos morimos de ganas por ver lo que los señores de HBO pueden hacer con un material tan jugoso como el que se maneja en las páginas de Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay. Si Sam estaba en lo cierto y Ciudadano Kane era como un cómic, no queremos ni pensar las viñetas televisivas que le pueden salir al señor Stephen Daldry:
Después de volver a casa desde la estación de Pennsylvania, los cuatro se sentaron ya entrada la noche, bebieron café, pusieron discos en el Panamuse y recordaron conjuntamente momentos, tomas y líneas de diálogo. No podían olvidar el largo movimiento ascendente de la cámara, a través de la maquinaria y las sombras de la ópera, hasta los dos tramoyistas que se agarraban las narices en el debut de Susan. Nunca olvidarían cómo la cámara se había metido por la claraboya del sórdido bar de copas para mostrar a la pobre Susie en plena decadencia. Discutieron sobre los pasajes cruzados del laberíntico retrato de Kane, y sobre por qué todo el mundo sabía cuál había sido su última palabra cuando no parecía haber nadie con él cuando la susurró. Joe intentaba expresar, formular, la revolución de sus ambiciones en relación a la forma de arte mal prensada y grapada a la que los habían llevado sus inclinaciones y la suerte. No era simplemente, le dijo a Sammy, cuestión de que alguien adaptara el repertorio de trucos cinematográficos desplegados de forma tan atrevida en la película —primeros planos extremos, ángulos extraños, disposiciones extravagantes de las figuras y los fondos—. Joe y otra gente llevaba tiempo tanteando con aquellas cosas. Era que Ciudadano Kane representaba, más que ninguna otra película que hubiera visto Joe, la fusión total de imagen y relato que era —¿acaso Sammy no lo veía?— el principio fundamental de la narración en el cómic, y el núcleo irreductible de su asociación. Sin el diálogo ingenioso y poderoso y sin el rompecabezas de la historia, la película solamente habría sido una versión americana del mismo rollo expresionista perturbador y sombrío al estilo de la Ufa Films que Joe había crecido viendo en Praga. Sin las sombras inquietantes y las arriesgadas incursiones de la cámara, sin la iluminación teatral y los ángulos vertiginosos, habría sido simplemente una película inteligente sobre un hijo de puta rico. Pero era más, mucho más, de lo que ninguna película necesitaba ser. En aquel sentido crucial —su fusión inextricable de imagen y relato— Ciudadano Kane era como un cómic (pág. 347).