El belga Jean-Philippe Stassen habla de una de esas tragedias en Deogratias y sabe bien lo que se dice. En concreto habla de aquella que en 1994 sonó tan fuerte como el estallido de ira de todas las deidades juntas, tanto como para alterar ligeramente el pulso de occidente; aunque sólo fuera durante unos meses y debido, sobre todo, al sentimiento de culpa que provoca la letal pasividad de aquellos que en su olvidable rol colonizador plantaron la nefanda cosecha de futuros rencores. Hablamos, por supuesto, del genocidio Tutsi a manos de los Hutus en la Ruanda de mediados de los 90.
Cuando uno intenta digerir una historia como la de Deogratias, capaz de generar impactos emocionales de alto voltaje, no es extraño que se nuble el juicio crítico. Más aún cuando la cercanía cronológica y la contemporaneidad del escribiente actúan como amplificador emocional. Y es que parece increíble que tragedias como la de Ruanda terminen convertidas en huellas lejanas dentro de nuestro itinerario de espectadores en la distancia. Menos mal que artistas como Stassen asumen el compromiso de refrescarnos las conciencias de tanto en cuanto. Mejor dicho, menos mal que hay alguien que nos facilita los procesos de empatía poniéndole rostros a las víctimas anónimas. Admitimos, no sin vergüenza, que una obra como Deogratias ha provocado en nosotros una agitación interior mucho más desasosegante que las imágenes habituales de cadáveres televisivos desconocidos que se nos anuncian cada día en la lejana África. Será que el ser humano (nosotros al menos) necesita conocer la historia personal, identificar al individuo (aunque sea mediante la recreación ficcional), antes de convertirlo en uno de los nuestros: es decir, antes de sentir su sufrimiento como propio o poder ponernos en el lugar de sus miserias. Así de triste: nos hemos inmunizado ante la muerte en el suburbio, pero aún lloramos cuando los que mueren tienen un nombre y una cara.
Stassen dibuja rostros, espacios y situaciones con una caricatura preciosista y unos tonos acuarelados llenos de luz. Su línea gruesa (muy modulada) y la amplitud cromática de sus "pinceles" (determinantes a la hora de recrear las luminosidades imposibles del continente africano) nos recuerdan a dibujantes tan dotados como Rubén Pellejero. El lector de Deogratias no deja de recrearse en sus viñetas
paisajísticas nocturnas pobladas de estrellas, al tiempo que sufre la
noche interior de sus personajes, inundados de pena, locura y
desesperación. Asistimos al proceso de degeneración social ruandés,
jaleado por sus inmundos voceros radiofónicos, y a la vez se nos pierde
la mirada entre la vegetación espesa que inunda sus campos y recorta sus
sabanas. Stassen consigue fotografiar con sus caricaturas (a veces
amables y redondeadas, otras agrestes y violentas) la ilusionada
vitalidad adolescente de sus protagonistas (Deogratias, Benigne,
Apollinaire...), pero también el rostro deformado de los monstruos
fanáticos hipnotizados por la ira racial..
Delimita
la obra el itinerario de un viaje hacia la nada, hacia la deshumanización, hacia la animalización, la cosificación más absoluta del ser humano (valgan las redundancias). Lo hace mediante saltos temporales y anacronías narrativas constantes, que fraccionan el relato con continuos flashbacks explicativos y vueltas al presente diegético. El lector no llega a sumar todas las claves del relato hasta el final del mismo, momento en el que el discurso alterado y demente de su protagonista se filtra en relato coherente gracias a las revelaciones de su historia personal. Lo cierto es que, en algunos momentos, Deogratias se resiente de la inconsistencia lunática de un personaje principal que funciona como punto de vista referencial para el conjunto de la narración. Hay que reconocer que, en términos narrativos, no siempre funciona la letanía lírico-dadaísta que acompaña al personaje protagonista del libro (el niño-perro-demente llamado Deogratias).
Ya lo hemos dicho, es difícil adoptar el papel de crítico cuando uno acaba de leer una obra que habla de cosas como las que cuenta ésta. Más aún cuando encendemos la televisión y te están hablando del Congo ex-colonial, de ordenadores como el que estamos usando nosotros ahora y de niños que no son niños. Deprimente.