jueves, julio 27, 2017

Tomoji, de Jiro Taniguchi, en ABC Color. Esa lenta tragicomedia que esla vida

El fin de semana pasado publicamos en ABC Color, nuestro suplemento cultural transatlántico favorito, un artículo dedicado a ese genio del cómic que nos dejó hace unos meses llamado Jiro Taniguchi. Escribimos sobre Tomoji, uno de sus últimos cómis publicados en España. Un tebeo, además, que junto a las muchas virtudes que acompañan los cómics de Taniguchi, presenta algunas peculiaridades que merecen subrayarse respecto al resto de su producción.
Tomoji es una obra vitalista, poblada de paisajes rurales y antiguos oficios, un cuadro de costumbres de una época que ya ha desaparecido. Pero Tomoji es también el retrato generoso y admirado de una mujer fuerte, perseverante y valiosa. Les dejamos con nuestra reseña: "Esa lenta tragicomedia que es la vida"
En febrero de 2017 murió Jiro Taniguchi, uno de los genios recientes del cómic y uno de los autores más influyentes e imitados de las últimas décadas.
Desde que descubriéramos su obra gracias a El Caminante (1990) o El almanaque de mi padre (1994), Taniguchi siempre ha sido un refugio al que volver; un guionista y dibujante privilegiado cuya prolífica obra mantiene siempre unos niveles de calidad altísimos. Se le considera, de hecho, uno de los padres de la llamada nouvelle manga (una etiqueta, nos parece, demasiado etérea e imprecisa, que intenta abarcar el cruce de influencias comicográficas entre Japón y Europa).
Con contadas excepciones y sin seguir el orden cronológico editorial japonés, casi toda su producción está ya publicada en español. Ponent Mon editó en 2016 uno de sus últimos trabajos, Tomoji (2014); y en este 2017 hemos visto como Planeta se ha atrevido con la reedición de uno de sus primeros cómics, Hotel Harbour View (1983), y Ponen Mont ha vuelto a hacerlo por partida doble con la también reedición de Sky Hawk (sobre el guión de Natsuo Sekikawa, 2002) y con Venecia (2014); una de las últimas obras publicadas en vida por el genio japonés junto a Los guardianes del Louvre (2014).
Una de las curiosidades que esconde la edición de Tomoji de Ponent Mon en sus páginas finales es la entrevista que Thomas Hantson le hizo al propio Taniguchi en agosto de 2014. En ella, descubrimos la peculiar visión que el propio autor tenía de su propia obra y sus opiniones acerca de Tomoji. En uno de los pasajes, confiesa "me doy cuenta de que jamás he tratado realmente el amor en mis libros anteriores. Esta es, salvo a lo mejor Los años dulces, la primera vez que lo hago". Poco después admite que es "posible que los mangas de acción que hacía antaño ya hayan quedado atrás. En retrospectiva, diría que La cumbre de los dioses es sin duda mi última obra en la que las expresiones se muestran con pasión, y en la que el aspecto gráfico así los muestra".
Aunque en su producción (sobre todo en sus comienzos) encontramos obras con un elemento de acción, si hay un rasgo que sobrevuela casi toda la obra de Taniguchi en su capacidad para mostrar aspectos intangibles de la naturaleza humana y su relación con el entorno: el paso del tiempo y la añoranza hacia el pasado, los afectos sutiles, la mirada curiosa del paseante, el viajero o el turista... Por eso, sorprende que un autor tan contenido y contemplativo utilice un concepto como "pasión" para referirse a algunos de sus cómics. Ni siquiera en Tomoji, el drama costumbrista de una mujer cuya biografía está recorrida por infortunios y adversidades, existe un acercamiento trágico o pasional a la existencia. Las páginas de este cómic están surcadas, de nuevo, por miradas nostálgicas y un profundo y agradecido (también dolorido) vitalismo.
Pero si hay algo que diferencia a Tomoji de otros cómics de Taniguchi, más allá de esa presencia del tema amoroso que señala, es su acercamiento a un Japón que va camino de desaparecer: el de los paisajes rurales de la era Taishō, un periodo de transición entre dos momentos decisivos en la historia del país (las eras Meiji y Shōwa), en el que el antiguo Japón casi feudal dejó paso a la nación mucho más urbanita e industrializada que iba a tomar parte en la Segunda Guerra Mundial.
El virtuosismo gráfico de Taniguchi, su meticuloso preciosismo artesanal, pocas veces a brillado con más luz y belleza que en las estampas naturales de este libro. Como sucede habitualmente en el manga, las primeras páginas de cada uno de sus seis capítulos están coloreadas (como si de una introducción al paisaje narrativo se tratara), para a continuación dejar paso al preciosista y diáfano blanco y negro que caracteriza el "estilo Taniguchi"; con esos entramados y minuciosos rayados/sombreados que aportan a sus escenarios un aire casi hiperrealista.
Los rostros de sus personajes (como siempre, bastante semejantes entre ellos) desprenden una humanidad apacible, un gesto de resistencia ante las pesadumbres de la existencia que se personifica como nadie en la figura de la protagonista del relato. Tomoji Uchida fue una mujer valiente y espiritual en un momento en el que las mujeres no lo tenían fácil en una sociedad tan tradicional y conservadora como era (y sigue siendo) la nipona. Fue la fundadora del budismo Shinnyo-en (una variante del budismo Shingon) y responsable junto a su marido Ito Shinjo de la proliferación de numerosos templos dedicados a esta práctica en Japón.
Jiro Taniguchi y su mujer eran asiduos a uno de esos templos Shinnyo-en en las cercanías de Tokio, y fue allí donde le propusieron embarcarse en la biografía de Tomoji; contó para ello con la ayuda del guionista Miwako Ogihara. Sin embargo, el dibujante tomó una decisión sorprendente: en su relato prescindiría de alusiones religiosas explícitas o de los hechos mismos que hicieron de Tomoji Uchida una figura relevante. En vez de eso, se enfrentaría al trabajo como el biógrafo de una niña que superó con humildad cuanto obstáculo se le planteó en la vida (y fueron muchos) hasta hacerse a sí misma y convertirse en una figura admirable: "...decidí privilegiar un ángulo narrativo que mostrara el recorrido vital que cinceló la personalidad de Tomoji y que finalmente le llevó a escoger el camino de la espiritualidad", aclara Taniguchi en la entrevista.
Pero a veces la Historia no es suficiente ("... no se puede hacer un manga sólido basado en simples hechos biográficos"), así que en su perfil el el célebre mangaka idea experiencias, construye encuentros imaginarios y entrecruza acontecimientos sociohistóricos traumáticos con la naturalidad de un maestro; como esas secuencias del gran terremoto que asoló Tokio en 1923 y cuyas reverberaciones perduran en la memoria del Japón actual, de la misma manera en que en su día alcanzaron incluso a las apacibles zonas rurales de la región de Yamanashi, en las que se sitúa el relato. Porque las páginas de Tomoji son también un fresco costumbrista en el que se recrean los antiguos oficios y el folclore de de un contexto muy localizado: descubriremos en ellas una forma de vida sencilla, basada en el duro trabajo de agricultores, artesanos y pequeños mercaderes, una realidad que se movía al ritmo de los elementos, las estaciones y las puestas de sol; y que, como decíamos antes, prácticamente ha desaparecido.
Tomoji es un acercamiento humanista y humano a la experiencia de vivir, una biografía entreverada de ficción en la que las tradiciones rurales, el lento paso de las estaciones y la majestuosidad de los paisajes dibujan un fresco lleno de sosiego y resignación. En su cómic, Tamaguchi construye uno de sus mejores retratos femeninos y, al mismo tiempo, nos invita a sumergirnos en una espiritualidad japonesa que siempre ha estado imbuida de respeto por el pasado y adoración reverencial a los elementos de la  naturaleza.

jueves, julio 20, 2017

Hernán Esteve, de Esteban Hernández. Desnudo tras el espejo

Podemos arrancar esta reseña con un match ball: Hernán Esteve es el mejor cómic de Esteban Hernández hasta la fecha; lo cual no es decir poco.
Lo es por su honestidad sonrojante, por su empleo del género autoconfesional hasta asfixiarlo y porque desde la primera página Hernán Esteve te agarra, te zarandea, te ruboriza y te suelta al final con un sopapo en la cara en forma de beso, que te deja pensando si no sería necesario que todos hiciéramos algo más de introspección sin frenos como la que se desarrolla en sus páginas.

Literalmente, el nuevo cómic de Esteban Hernández es una "salida de un armario inexistente". En realidad, casi todos sus tebeos y fanzines han estado contagiados por su propia autobiografía. Su obra es reflexiva, psicologista, anecdótica en el buen sentido. Su fanzine Usted se ha nutrido, casi siempre, del ramillete de miedos, inseguridades y vivencias personales de ese yo escritor y dibujante que decide mostrarnos retazos esporádicos de intimidad: le hemos visto discutir con sus amigos de lo humano y lo divino, hurgar en las miserias de su pasado e incluso nos ha presentado a su novia (como desvela esa metahistorieta que Hernán Esteve toma prestada del fanzine Usted #6). Sin embargo, en su nuevo trabajo, Esteban da un paso más allá, para quedarse en pelota picada delante del lector. Sin más parapeto que un alterego que apenas esconde nada y que, por si quedara alguna duda, termina por romper cualquier espejismo de ilusión en la brillante secuencia final de la conversación entre el autor y el personaje, entre Esteban y Hernán, entre el otro que soy yo y su proyección dibujada sobre la página.
¿Quién se atrevería a contar en público sus secretos inconfesables?, ¿a desgranar en secuencias episódicas las vergüenzas onanistas de nuestros descubrimientos e iniciaciones sexuales? Esteban Hernández lo hace y, en apariencia, se guarda bien poco: la curiosidad infantil por su sexualidad aún sin estrenar; la revolución hormonal y los años de iniciación, dudas e incertidumbres del instituto; la consolidación de la identidad propia en la universidad... Todas las etapas de su desarrollo sexual están representadas explícitamente en el cómic con el subrayado determinante de esos instantes representativos, los momentos trascendentes (o que creímos trascendentes), que se han quedado anclados en la memoria como aquellos instantes decisivos en los que su existencia pivotó hacia un lado en vez de al otro.
En alguna ocasión, hemos achacado cierto exceso de verbosidad en los cómics de Esteban Hernández. En Hernán Esteve, sin embargo, las palabras están medidas. Hasta su mitad, el libro es prácticamente mudo: hablan los hechos, las situaciones torpes y los momentos comprometidos que se experimentan cuando nos adentramos en terra incognita; el texto se dosifica con contención hasta que el personaje empieza a dejar atrás la niñez y la adolescencia, cuando el verbo se convierte en un elemento esencial de nuestras relaciones y las palabras pesan tanto como los actos; cuando, en el caso de Hernán, se confunden amistad y amor, y la identidad sexual intenta abrirse hueco entre la espesura de los afectos. Es ésta, la relación del protagonista con su amigo Juan, la que comprende las páginas más duras y sentidas de la obra, la parte más perturbadora y, seguramente, la confesión más valiente y dolorosa del cómic.
El dibujo de Hernández, cada vez más cubista y deformante, funciona como un reloj en la revelación, a veces ridícula a veces desarmante, de los momentos más íntimos y pudorosos de la biografía autoral. Aunque su caricatura roce la deformación grotesca humorística, es imposible no percibir el respeto y la responsabilidad  que el dibujante siente hacia sus creaciones, su cuidadoso esfuerzo a la hora de componer personajes y rostros. Precisamente, debido a ese uso extremo y distorsionante de la caricatura, a Hernán Esteve le sienta muy bien la aplicación de un suave bitono azul en la creación de tramas y sombreados; clarifica la lectura y añade luminosidad a unas viñetas cargadas de información y contenido.
Seguimos a Esteban Hernández desde hace mucho tiempo. Hace mucho también que subrayamos la personal originalidad de su trabajo, su singularidad marciana. Pero si existe algún tipo de ley no escrita acerca de la meritocracia viñetera, nos parecería imposible que este valiente, honesto y absorbente Hernán Esteve pasara desapercibido.

jueves, julio 13, 2017

Panther, de Brecht Evens. Parecía un cuento

Brecht Evens es uno de los jóvenes autores europeos que más nos gustan y más nos han impresionado en los últimos tiempos. Nos maravilla su estilo visual, a medio camino entre la ilustración infantil y un pictoricismo que, con su peculiar actualización técnica del puntillismo, el expresionismo y el fauvismo, nos recuerda a autores de épocas muy diferentes, como Marc Chagall, Friedensreich Hundertwasser o Dana Schutz. Las coloridas y ligeras acuarelas de Evens se superponen en capas y veladuras que huyen de la perspectiva, o de cualquier representación espacial al uso, para crear imágenes de un gran poder evocador y escenas que se superponen como en un sueño. Su dibujo es falsamente naif, pero transmite esa inocencia, es abigarrado, pero ligero y lírico.
Sus historias, además, se aprovechan de esta fuerte impronta visual para moverse en territorios de subjetividad narrativa. No siempre es sencillo descubrir en las historias de Evens hasta que punto nos movemos en el terreno de la memoria, del sueño, de la alusión simbólica o de la realidad. Lo vimos en sus excepcionales Un lugar equivocado y Los entusiastas, y lo volvemos a comprobar ahora en su última obra, Panther.
Avanzamos por las primeras páginas del cómic hipnotizados por las andanzas hogareñas de Christine, la niña protagonista, y asistimos muy pronto a esa tragedia que para ella es la muerte de su gato Lucy. El dibujo de Evens es mágico. ¡Ese momento en que aparece por primera vez, en la soledad dolosa de su habitación, el personaje de Panther que da título al libro! Es el amigo imaginario sobre cuyo hombro podrá llorar Christine sus penas; una criatura, como todos los artificios de la imaginación, dúctil, mudable, metamórfica, nunca parecida a sí misma...
En este punto, muy al principio aún de la historia, percibimos que estamos ante un bonito cuento infantil con trasfondo simbólico: la típica historia de crecimiento, el viaje del niño hacia los escollos de la vida. Al mismo tiempo, nos empieza a importunar la sobreabundancia de texto, la verbosidad excesiva de unos personajes enganchados en lo que parece el diálogo insensato e incongruente de una cháchara infantil. El dibujo de Evens, sin embargo, sigue sin dar respiro: pese a la repetición acumulativa de sencillos planos de la conversación entre la niña y su amigo imaginario, la transmutación constante de Panther (proyectada por la imaginación de la niña) despliega tal derroche de ingenio y talento, que el lector no puede sustraerse a profundizar en los recovecos del diálogo que ambos mantienen.
Así, poco a poco, vamos intuyendo que detrás de esa charla aparentemente atolondrada, detrás del cuento infantil, en realidad se esconde algo más. Como suele suceder en los cómics de Evens, las capas de imágenes veladas y superpuestas encierran también secretos de la narración; subtextos y trasfondos que nunca le resultan explícitos al lector, pero que se arrastran por debajo de trama principal.
Eso sucede con Panther. Y a medida que se aparecen los nuevos amigos imaginarios de Christine, empezamos a sospechar que el cómic de Brecht Evens no es un amable cuento infantil con moraleja, sino una de aquellas terribles pesadillas que de niños nos despertaban en medio de la noche, sin que nunca adivináramos de dónde venían ni si iban a regresar al día siguiente.

jueves, julio 06, 2017

Cosmonauta, de Pep Brocal. 2.900 años con Héctor Mosca

La caricatura de Pep Brocal, angulosa, sintética, deudora de los mejores ejemplos de la Escuela Bruguera (Manuel Vázquez, Cifré, Raf), parecería más adecuada para el humor que para la reflexión filosófico-existencial. Los dos polos coexisten, sin embargo, en Cosmonauta, el último trabajo de un autor que cuenta ya con un larguísimo recorrido dentro del mundo del cómic y de la ilustración; y a quien ya leíamos en las revistas clásicas de los años 80, como Totem, Cairo o Zona 84.
Cosmonauta luce como una obra de madurez, una reflexión tragicómica acerca del devenir de una humanidad que parece abocada a la autodestrucción, mientras se consume en propia falta de expectativas y soluciones. Héctor Mosca es nuestra última esperanza. Es uno de los últimos cosmonautas seleccionados en el "Second Chance Project" para alcanzar los confines del Universo y transmitirle al Creador el "memorial de agravios en el que se detalla que los hombres no somos los únicos responsables de este fracaso". El cosmonauta Héctor viajará en una cápsula espacial preparada para mitigar los efectos del paso del tiempo durante los 2.500 años necesarios para alcanzar los límites conocidos del espacio.
El escenario paródico que articula el relato crea el contexto para el monólogo reflexivo de su protagonista; un monólogo interrumpido solamente por las intervenciones "sintéticas" de Nic, el procesador Intelic 9.2 de última generación que se encarga de la navegación de la capsula. El cínico nihilismo, rasgo extremo de humanidad, frente al racionalismo desapasionado y pragmático de la Inteligencia Artificial: la garantía de un diálogo imposible que termina ahogado en un monólogo desesperado y rencoroso. A lo largo de su viaje hacia el vacío más absoluto, el cosmonauta Héctor nos hará participes de otros procesos de vaciado: el de su propia biografía, sumida en la amargura del fracaso amoroso y la mediocridad social; y el vaciado de humanidad de una civilización globalizada, imprudente y consumida por el miedo y la violencia (representada por ese simulacro de megalópolis gobernada por militares, obispos y políticos demagógicos llamado Globecity).

En su doble periplo (interestelar e interior), el protagonista acude con frecuencia a sus recuerdos (insatisfactorios casi siempre) y al refugio mental de su único hogar verdadero: la barra de Chez Guido, su bar de cabecera y diván psicoanalítico; el escenario de algunas de las secuencias más ácidas y clarividentes del cómic. Interactos de cruel humorismo terrenal dentro de una historia más grande que el mismo Cosmos, en la que se conjugan con ingenio las teorías científicas sobre la creación del Universo, con los planteamientos religiosos en torno a la figura de un Creador.
La lucidez reflexiva del cómic de Brocal se extiende a lo largo de un guión que juega con inteligencia en una calculada ambigüedad de recorrido circular y que concluye con un epílogo sorprendente que cierra la historia en una vuelta de tuerca cargada de humanidad (y un punto de divina trascendencia). Una lectura con poso la de Cosmonauta.