Recién acabo la lectura de Donde no alcanza la mirada..., de Georges Abolin y Olivier Pont (Planeta, 2005), y debo confesar que la guardo ya en el saco de las sorpresas gratas. Cuando saqué el libro de mi fantástica (y muy bien surtida en cómics) biblioteca local, aventuré con el primer vistazo una de esas lecturas amables, inclinadas hacia la nostalgia de la narración infantil y temáticamente navegando entre el género de aventuras, la biografía fantástica y los paisjes oníricos. Pues bien, de todo eso hay, pero también bastante más.
Seguramente, mi juicio apriorístico tuvo bastante que ver con la impresión que ejercen los dibujos de Pont sobre el lector. Recuerda su trazo al cine de animación de Wat Disney de los últimos años: contornos perfectos y unas caricaturas idealizadas que, sin embargo, parecen más estilizadas, angulosas y rotundas que en otros periodos de la factoría. El trazo de Pont es, por llevar la comparación hasta el paroxismo, una mezcla entre el mencionado estilo Disney, el diseño elegante de Beroy y la caricatura angulosa del Pascal Ferry de los primeros años. Personajes contundentes, dibujados con gracia y vitalidad en unos fondos barrocos, suntuosos, llenos de poesía; un deleite para la vista en todo caso. Sin olvidarnos, desde luego, de la parte que le toca a J. J. Chagnaud, por su maravilloso trabajo con el color.
Pero tampoco el guión de Abolin desmerece del trabajo de su partenaire. Tomando como punto de partida un asunto más o menos trivial (el hallazgo de un amuleto mágico por parte de una niña), el guionista esquiva el previsible territorio de la magia y el cuento fantástico, para sumergirnos en una historia basada en la experiencia vital, el paso del tiempo y los recuerdos nostálgicos por las ocasiones perdidas. Así, el extraño amuleto capaz de provocar viajes astrales y experiencias parapsicológicas, deviene en una suerte de mcguffin, que no tiene otro objeto que catalizar el entramado de relaciones entre los diferentes personajes, sus recuerdos y sus sentimientos compartidos.
Porque, en el fondo, cuando uno termina de leer Donde no alcanza la mirada..., lo que queda es un regusto amargo, una sensación de nostalgia que se presiente compartida y que nace de un sentimiento universal: el de saber que, tarde o temprano, todos echaremos de menos a alguien.