Dice Robert Crumb que Un adiós especial es uno de los mejores cómics que ha "leído en su vida, junto con Maus" y que le conmovió hasta hacerle "saltar las lágrimas". Seguro que incluso le recordó a sus primeras obras de creación y a las de sus colegas de generación, añadimos nosotros: aquellos trabajos underground de los últimos años sesenta, que no reparaban en correcciones políticas o medias tintas a la hora de aproximarse a temas difíciles, controvertidos o, directamente, desagradables. Hablamos de los cómics del propio Crumb, cargados de acidez y mala leche detrás de su ironía y humor negro, o de los comix cafres de Clay Wilson; también, desde luego, de aquellas primeras autoras underground, las Trina Robbins, Roberta Gregory o Aline Kominsky (Señora Crumb, a la postre).
De aquellas referencias, evidentemente, mamó Joyce Farmer, de hecho, ella era parte muy activa dentro del panorama underground. Participó en aquella revista fundacional que fue Wimmen's Comix y fue la fundadora, junto a Lyn Chevely, de otra revista feminista de importancia dentro del movimiento feminista, Clits & Tits. Su estilo tosco, decididamente underground, áspero e incómodo, nos recuerda a un peculiar híbrido entre Crumb, el ya mencionado Clay Wilson y la caricatura de Gregory. De la honestidad de aquellos cómics bebe también Joyce Farmer a la hora de plantearse las líneas maestras argumentales de su tremenda historia en Un adios especial.
Dicen que los grandes temas de la literatura universal (de la narrativa en definitiva) no son más de cuatro o cinco: el amor, la muerte, la búsqueda, el paso del tiempo... Sucede que el arte suele jugar a la recreación ficcional, al artificio, a la idealización estética. En pocas ocasiones se nos acerca a esos tópicos del tempus fugit y del vanitas vanitatis con la crudeza con la que nos los muestra esta obra.
Nos habla Un adiós especial de las miserias y dolores de lo inevitable: las que implican el paso del tiempo y la degradación de la carne. Nos sitúa la autora en los últimos años de las vidas de Lars y Rachel, dos octogenarios tan lúcidos mentalmente, como estropeados físicamente. Quizás sea ahí donde resida la mayor de las torturas: en la degradación consciente, en la noción de la pérdida. Los dos ancianos descubren sus achaques, sus dolencias, de forma paulatina y torturante. Del mismo modo que el niño se acerca al mundo, a las novedades de su existencia, los ancianos de Un adiós especial se aproximan, titubeantes y temerosos, hacia esa otra novedad que nos acecha al final de nuestros días, la inexistencia.
Y al mismo tiempo, observamos y compartimos un segundo drama: el de Laura, la hija de Lars y Rachel, que asiste impotente a la paulatina invalidez de sus padres, que intenta ofrecer su ayuda y que sufre en su propia piel el dolor de aquellos. El dolor y la confusión de Rachel ante las acuciantes necesidades de los que un día la protegieron a ella, no es sino el reflejo de nuestra propia posición ante la idea del fin de la autosuficiencia, el pensamiento de que algún día ya no nos será suficiente con nuestras propias fuerzas, porque seguramente careceremos de ellas.
Cada tropezón, cada enfermedad añadida de Lars y Rachel es una pequeña tragedia que se nos antoja irreversible y que nos aproxima, como lectores, hacia un sino inevitable que también nos observa a nosotros desde la distancia. Ahí nace la fuente de las emociones que despierta esta obra en todos los que a ella se acercan; el dolor que encierran sus páginas y que su dibujo quebradizo e imperfecto transmite al lector es al mismo tiempo, la razón de su éxito.
Es cierto que su línea narrativa peca de fragmentaria, que la abundancia de disdacalias temporales ("dos meses después", "pasan algunas semanas", etc.) puede parecer antigua o resultar un tanto torpe en la era Ware, pero, ay amigos, recursos son al servicio de un universal: la muerte, así con minúsculas. La muerte que nos espera y que nos duele desde las páginas de este cómic, lacerante de tan denso y explícito como es; admirable por su honestidad y su falta de atajos.