lunes, diciembre 24, 2018

March, de John Lewis, Andrew Aydin y Nate Powell. Barbarie y derechos civiles

March es un cómic sobrecogedor. Un mazazo en nuestras conciencias y una reivindicación de los héroes anónimos, las figuras históricas y los momentos decisivos en la lucha por la democracia en los Estados Unidos de América. El dibujante Nate Powell y el asesor político Andrew Aydin dan forma a la voz y la memoria de John Lewis, único superviviente de los "Seis Grandes" (Philip Randolph, Dr. Martin Luther King, Jr., Roy Wilkins, Jim Farmer y Whitney Young); el grupo de hombres que pusieron rostro a la lucha por los derechos civiles y el fin de la segregación racial en Estados Unidos durante los años 60. En su país, los seis tienen categoría de leyenda por su lucha pacífica a favor de los derechos humanos, pero en España (con la excepción de Martin Luther King) la relevancia de su empresa no es tan conocida. 
El cómic de Lewis, Powell y Aydin describe algunos acontecimientos históricos fundamentales del siglo XX, como la Marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad de 1963, y arroja luz sobre uno de los hechos más vergonzante y dramático de la historia reciente de las democracias liberales: la segregación racial en Estados Unidos. John Lewis fue uno de los miembros fundadores y posterior presidente de la SNCC (Comité Coordinador Estudiantil No Violento), uno de los movimientos que más trabajó por el final del racismo social y político en los Estados Unidos. La obra se acerca a los acontecimientos históricos sin remilgos ni medias tintas, desde la posición privilegiada que ofrecen los recuerdos de un testigo directo como Lewis. El lector asiste espantado al teatro de deshumanización y barbarie que, durante décadas, protagonizaron los estados sureños de Estados Unidos. Somos testigos de las matanzas y atrocidades que los ciudadanos de ciudades como Nashville, Liberty, Montgomery, Selma o Birmingham cometieron contra sus conciudadanos negros ante el silencio cómplice del resto del país y de su clase dirigente.
 
El cómic desmenuza los hitos sangrientos que marcaron el camino hacia la Ley de Derecho al Voto de 1965, del presidente Lyndon Johnson. Junto a la cronología minuciosa de la lucha por los derechos civiles (y acontecimientos fundamentales como el desafío de Rosa Parks el 1 de diciembre de 1955, la Marcha sobre Washington del 28 de agosto de 1963, el Viaje por la Libertad de 1961, el Domingo Sangriento de marzo de 1965, etc.), March dignifica la memoria de los héroes (algunos de ellos casi anónimos) que perdieron la vida en el camino: Emmett Till, asesinado por hablar con una dependienta blanca; las niñas Addie Mae Collins, Carole Robertson, Cynthia Wesley y Denise McNair, fallecidas en el atentado contra la Iglesia Baptista de Birmingham en septiembre de 1963; los voluntarios Mickey Schwerner, Andy Goodman y James Chaney, torturados y asesinados; Viola Liuzzo, que murió por un disparo en la cabeza en 1965... La espeluznante descripción de esta serie de atrocidades pone el foco sobre la sociedad enferma que las perpetró o permitió, pero también sobre aquellos nombres propios que desde su puesto de autoridad los alentaron; en el repaso histórico salen malparados, por su crueldad y sus decisiones aberrantes, personajes como el sanguinario comisionado de seguridad pública de Birmingham Eugene "Bull" Connor, los jueces racistas James Hare y Harold Cox o el homicida Sheriff Clark de Dallas. Es, precisamente, esta profusión de nombres propios, siglas de organizaciones (SNCC, NAACP; CORE, SCLC...) e hitos históricos un aspecto que puede llegar a generar cierta incomodidad en el lector. La cronografía detallada y la abundancia de información de March, sin embargo, nunca llega a ser un obstáculo para una narración que mantiene el ritmo sin llegar a verse lastrada por su apego fidedigno a la Historia que la inspira.
Así, paso a paso, fecha a fecha, el lector es testigo −entre el extrañamiento y alivio− del triunfo de la razón. Sin testimonios directos como el de John Lewis no resultaría fácil ponerse en la piel de aquellos que, hace tan sólo unas pocas décadas, sufrieron la tiranía y el desprecio de una sociedad que se suponía libre y democrática. Si no fuera por páginas como las de March, parecería que aquellos eventos infaustos nunca sucedieron. La obra de Lewis, Aydin y Powell se nos antoja necesaria, porque nos enseña que un día hubo alguien que estuvo dispuesto a luchar y a morir por esos mismos derechos civiles que, con gran irresponsabilidad cívica, algunos políticos y ciudadanos de dudosa catadura democrática se empeñan en trivializar cada día. Por todo ello, este libro es una piedra más en la batalla por la memoria histórica y por la defensa de los derechos humanos.

jueves, diciembre 13, 2018

Follow Me In, de Katriona Chapman. México lindo

Quien más quien menos, todos nos hemos dejado llevar en alguna ocasión por el placer de viajar en vidas y páginas ajenas. Los libros de viaje conforman un género que exige una disposición mental particular y un prurito de curiosidad. En nuestro caso, solemos acercarnos a ellos cuando estamos planeando una aventura o andamos en busca de inspiración para alguna; pero también cuando regresamos de una travesía y no nos resignamos a abandonar el camino; o cuando se nos echa encima el sedentarismo rutinario. Viajar sin cesar, aún sea con la mente y desde el sofá.
Aunque hay ejemplos muy anteriores, el boom de los cómics de viaje llegó con la entrada en el nuevo siglo. Los referentes previos y los autores más influyentes son bien conocidos: Guy Delisle, con su divertido aire cínico de turista siempre extrañado; Jiro Taniguchi, el contemplador silencioso que camina, come y observa con la mirada aguda del artista privilegiado; o, en menor medida, Joe Sacco y su escrutinio de los conflictos bélicos recientes, un Kapuściński en viñetas.
En el caso del cómic los ejemplos de diario de viajes puro y duro son aún menos frecuentes que en el campo literario. Al cómic de viajes se le superpone, normalmente, un valor alegórico enlazado a la biografía, una carga connotativa añadida que transforma el periplo narrativo en un ejercicio de búsqueda o descubrimiento; o que transforma el viaje en metáfora de crecimiento vital (interior y exterior). Algo de todo ello hay en Follow Me In, la novela gráfica que describe el periplo que, durante casi un año, su autora Katriona Chapman y su pareja realizaron por México en 2003. Como ella misma se encarga de avisarnos en el prólogo de la historia, eran otros tiempos: en México, aún no se había desencadenado con toda su furia homicida la guerra contra el narco que actualmente desgarra el país y amenaza con convertirlo en un cementerio; en el resto del mundo, internet se aparecía como una utopía incipiente a la que asomarse desde cibercafés y conexiones insuficientes. Cada vez es más difícil perderse como hizo Chapman.
Follow Me In nos embarca en una road story fascinante por la geografía mexicana más recóndita, por sus tradiciones, su gastronomía y sus paisajes espectaculares. Enamorados de la cultura indígena mesoamericana, la autora y su novio Richard deciden invertir sus ahorros en uno de esos viajes exploratorios de largo recorrido tan habituales entre los jóvenes estadounidenses y británicos, pero que tan extraños nos resultan en los países mediterráneos. Durante su itinerario, descubrirán aquello que iban buscando, pero al mismo tiempo crecerán como personas y se verán obligados a enfrentarse a sus propios demonios: al alcoholismo de Richard, a la autoexigencia obsesiva de Kat por el dibujo (devenida en martirizante obligación) o a la sensación creciente de que la suya es una relación abocada al fracaso. Paso a paso, la descripción del viaje se entrelaza con la de ese otro viaje que es la convivencia y la búsqueda de un camino propio: la historia del crecimiento personal, en definitiva.
El cómic de Chapman construye su narrativa a partir de esta mezcla de la autobiografía y el material puro del relato de viajes. Los episodios se ordenan a partir de mapas y hojas de ruta que se completan con apéndices explicativos acerca de la gastronómica, el arte, la cultura, la arquitectura o el español de México (los protagonistas enfocan su viaje, también, como una oportunidad para aprender castellano). Entre los insertos que componen sus páginas, se incluyen muchos de los bocetos, anotaciones y dibujos al natural que la autora realizó durante ese año en su inseparable cuaderno. Todo ello contribuye a dotar al cómic de una naturalidad que favorece la fluidez y el interés de la lectura. También lo hace el realismo minucioso de su dibujo.
Katriona Chapman es una artista hábil y académica. Su realismo ligeramente caricaturesco nos demuestra, como ya hicieron Stassen o Tom Tirabosco en su día, que un dibujo amable puede estar cargado de estricnina y crudeza. En Follow Me In, el color es tan importante como el dibujo y su autora demuestra tener una intuición especial para recrear texturas, ambientes y geografías a partir de una viva paleta de colores. La luz de México, la exuberancia esmeralda de su vegetación y la luz ocre de la tierra y sus pueblos de barro, adquieren un protagonismo capital en sus páginas.
No teníamos más noticias de Katriona Chapman que la existencia de Katzine, su fanzine unipersonal. A partir de ahora, seguiremos con atención su trayectoria e intentaremos embarcarnos con ella en algún nuevo recorrido. No es mala aventura seguir a un autor como si viajaras con él.

domingo, noviembre 25, 2018

Obscenidad, de Rokudenashiko. Activismo vaginal (en Culturamas)

https://www.culturamas.es/blog/2018/11/25/obscenidad-de-rokudenashiko-activismo-vaginal/
Con motivo del día contra la violencia de género, el domingo 25 de noviembre, publicamos en la revista cultural online Culturamas un artículo sobre Obscenidad, el manga de Rokudenashiko. En realidad, el cómic de la mangaka japonesa habla de otra violencia más soterrada y impalpable: la de la estigmatización de la sexualidad femenina. Lo hace a partir de un ejercicio de artivismo desvergonzado y contracultural. 
Rokudenashiko es el pseudónimo de la artista Megumi Igarashi, quien se define a sí misma como “artista MANKO”. En japonés, rokudenashi se traduce como ‘inútil, incapaz’ y manko significa ‘vagina’; como sucede con casi todos los términos de carácter sexual, este último es una palabra tabú dentro del idioma japonés. Así, Rokudenashiko se enfrenta a la hipocresía moralista de la sociedad nipona mediante una enunciación desprejuiciada y obsesiva de la palabra “vagina”. Y lo hace también través de la ostentación simbólico-representacional de sus propios genitales. Su posicionamiento artístico radical ha sido la razón de que la autora haya visitado ya en dos ocasiones las prisiones de su país.
Si quieren saber más del tema, pásense por aquí: "Obscenidad, de Rokudenashiko. Activismo vaginal".

miércoles, noviembre 07, 2018

Aquí hay una historia de fantasmas

Esta tarde nos hemos enterado de la adaptación al cine de Corto Maltés, el personaje mítico de Hugo Pratt; una noticia que, a la vista del póster, el reparto y el director elegidos, ha suscitado múltiples recelos cercanos al temor mitómano. Luego, mientras seguíamos en una red social una conversación entre comiqueros ilustrados acerca de las terribles adaptaciones cinematográficas que se hacen de los álbumes clásicos europeos (suscribimos la mayor), nos hemos cuestionado si la literalidad estricta tiene en realidad algún sentido cuando se persigue la interdiscursividad narrativa. La búsqueda de exactitud en el trasvase entre diferentes medios culturales suele terminar en fracaso, sencillamente, porque se le da una relevancia máxima a la historia (aquello que se cuenta) en detrimento del vehículo discursivo (el medio que empleamos para contar esa historia: cine, literatura, cómic, teatro, etc.). Cada vehículo tiene sus herramientas y crea su propio lenguaje, de ahí que la transposición exacta no tiene por qué funcionar de igual manera en todos ellos.
Curiosamente –luego entenderán por qué–, justo después de enredarnos en estas tribulaciones hemos ido al cine a ver A Ghost Story (2017), la exigente película de David Lowery. Se trata de un filme que demanda un masticado lento y voluntades firmes, una obra que necesita de la complicidad del espectador (y en bastantes momentos de su paciencia) para desarrollar su brillante reflexión acerca del paso del tiempo y de las estrategias a las que recurrimos los seres humanos para intentar asirlo a nuestra experiencia a partir de los recuerdos, la escritura, la música, etc. Los fantasmas de A Ghost Story no son sino el eco de una existencia, sombras de vidas que han dejado de serlo. Sin embargo, la mirada de Lowery relativiza el peso de los recuerdos y nuestra huella misma en el tiempo y en el espacio: cada existencia individual, cada vida, se diluye en el fluir de la Historia hasta desaparecer en los pliegues cruzados de las intersecciones temporales y geográficas. Aunque intentáramos acotar espacial y temporalmente las reverberaciones de una vida concreta (por ejemplo, algunos años de la vida de un hombre joven en su lugar de residencia), llegaríamos a la dramática conclusión de que el tiempo es inasible (como lo es el recuerdo o la impronta que dejará cualquier ser humano) incluso en pequeñas dosis.
En A Ghost Story se cruzan con sutilidad esas dos metáforas, la del fantasma como eco de vida y la del paso del tiempo como memoria (recuerdo/huella/texto) que se deshilacha hasta desaparecer en el océano inmenso de la existencia. Y, como en todos los textos artísticos complejos, ese planteamiento inicial da pie a nuevas ideas e interpretaciones simbólicas que se enriquecen y crecen en múltiples interconexiones (la idea de la infancia como único espacio de irrealidad en el que los fantasmas conviven físicamente con los seres vivos; o esa otra idea clásica del fantasma anclado al último espacio que ocupó su existencia humana anterior).
Pues bien, volviendo al tema de los trasvases interdiscursivos (o transmediales) resulta que A Ghost Story es la adaptación más perfecta posible de un cómic del todo inadaptable: nos referimos, por supuesto, a Aquí, la obra maestra de Richard McGuire. Desde su primera versión en aquellas seis páginas sorprendentes que se publicaron en 1989 en la revista Raw (de Spiegelman y Mouly), y que pillaron al mundillo del cómic a contrapié, hasta su revisión y resolución magistral como novela gráfica aclamada por la crítica y el público en 2014, el Here de McGuire marca un hito por lo que respecta a las posibilidades del lenguaje comicográfico. Ya escribimos largamente de ello en su día.
Los paralelismos entre la obra de Lowery y la de McGuire son evidentes: desde su base temática (el tiempo como mensaje), a su fundamentación metafórico-simbólica a partir del contexto único (estable-inamovible) de una vivienda y los habitantes (transitorios-fugaces) que la ocupan antes, durante y después de su existencia arquitectónica. A Ghost Story y Here comparten inspiración y una base argumental muy similar, pero también muchas otras cosas. Como sus silencios, su mensaje trascendente, su imaginativa plasticidad a la hora de plasmar visualmente el paso del tiempo; o como la complejidad poliédrica de sus respectivas puestas en escena (sea a través de dibujos o de secuencias cinematográficas). 
Estamos ante dos anomalías artísticas que parecieran haber surgido de un mismo genio creativo, dos joyas en sus respectivos medios narrativos. Nos apostaríamos algo a que a David Lowery le gustan los cómics.

viernes, noviembre 02, 2018

Usted #9, de Esteban Hernández. Siempre hacia adelante

Esteban Hernández ha publicado este año la novena entrega de Usted, un fanzine que, recordemos, ya obtuvo su reconocimiento en el Salón de Cómic de Barcelona 2012, pero que no deja de mejorar. A esta nueva entrega (en una edición numerada de 200 ejemplares) le sientan estupendamente su formato apaisado con lomo, la combinación de historias a color con otras en blanco y negro o bitono y el empleo de un papel satinado de alto gramaje. Siempre avanzando, siempre buscando. 
Once historias cortas, con diferentes apuestas estilísticas y recorridos narrativos, completan el fanzine. Casi todas ellas unidas por el hilo sutil de la confesión autobiográfica y de la vivencia existencial. Detrás de cada protagonista de Esteban Hernández, con sus diferentes estilos gráficos y perfiles físicos, se descubre casi siempre al autor mismo en primerísima persona. 
La primera serie de historias despliega cuatro episodios breves de la vida de un mismo protagonista ("Armonía", "Todo eso pasó", "Mi nuevo, solitario y anónimo vecino" y "Es verdad"), conectados entre sí gracias al mencionado tono existencialista que define la obra de Hernández. Más adelante en el fanzine, otras historias ("Como campanas", "Si quieres escríbele algo útil al anciano que serás", "No lo sé" y "Rudimento") volverán a recuperar esa misma impronta temática y gráfica (uso del color y un trazo similar). Los cuatro relatos que completan el tebeo ("¡Bronca!", "Gatos", "Todos somos el hombre saludable" y "El humor en forma") ofrecen variantes estilísticas (se acentúa el trazo caricaturesco), técnicas (se reduce el empleo del color al bitono) y temáticas (abunda la anécdota sobre la reflexión), pero no acaban de abandonar el espíritu confesional de Hernández.
Las reflexiones filosóficas de andar por casa presentes en este nuevo número de Usted son un ejemplo de la capacidad introspectiva del autor y de su atención a las pequeñas cosas: a los estados de ánimo volátiles y a las penumbras cotidianas que perfilan una personalidad a base de resacas, deudas, obligaciones laborales y compañías molestas; a las reflexiones introspectivas que encierran los secretos del mundo; o, sencillamente, al desorden doméstico que nos obliga a revisar rutinas y a configura otras nuevas. 
Pese a su íntima abstracción filosófica, es éste de la "filosofía doméstica" un nicho temático en el que el cómic se adentra con relativa frecuencia. Reconociéndole la paternidad del "género" a Robert Crumb, Esteban Hernández emparenta con otros autores muy diversos como Kevin Huizenga o Joe Decie. Lo que más sorprende en el ciudadrealeño, no obstante, es que, para desplegar sus intimidades reflexivas, apueste por un estilo gráfico profundamente antinaturalista y continuamente cambiante. En Usted #9 hay ejemplos numerosos de esa alternancia estilística que discurre desde el caricaturismo ligeramente cubista a la deformación grotesca. Esteban Hernández en estado puro. 

lunes, octubre 22, 2018

Un Jabato Planetario

No nos recordamos sin un cómic en la mano. Nos entregamos al vicio viñetero desde muy pequeños: los tebeos de superhéroes de Ediciones Vértice, los álbumes de Astérix y la revista Spirou Ardilla,  los míticos Don Miki que nos empujaron a viajar por la historia y la geografía acompañados de los personajes de Disney, la insuperable galería de personajes de Bruguera (que, parece, renacen ahora de sus cenizas y del polémico abandono); o aquellas reediciones hipnóticas de colores saturados de El Capitán Trueno y El Jabato; que en su segunda época publicó también la Editorial Bruguera bajo el nombre de "Trueno Color Extra" y "Jabato Color Extra".
Estuvimos muchos años fascinados por El Capitán Trueno. Un caballero español acompañado de su escudero Crispín y el fortachón empijamado Goliat, que recorría los rincones del globo en otro globo (aerostático y ciberpunk éste) liberando a campesinos oprimidos por tiranos orientales y batallando al servicio de valores caballerescos teñidos de liberalismo democrático. Cuando nació en 1956, la creación de Víctor Mora y Ambrós fue todo un ejemplo de talento y valentía: un discreto ejercicio de desahogo disfrazado de arte popular. Luego, con el paso de tiempo, a casi nadie se le escapó ya la crítica velada a una dictadura que, cuando se publicaron estas reimpresiones que leímos nosotros, estaba ya agonizando y casi enterrada en vida.
A la estela del éxito de El Capitán Trueno, aparecieron en 1958 las aventuras de El Jabato, dibujado por Darnís (Francisco Darnís Vicente) y también "iluminado" por los guiones de Víctor Mora. El escenario cambiaba desde la Edad Media a la época romana, pero El Jabato remedaba muchas características de su antecedente comiquero por lo que respectaba a sus motivos temáticos y al diseño de sus personajes. El parecido físico entre los dos héroes era reseñable, la fortaleza de Goliat encontraba su remedo en la del bárbaro amable Taurus, y donde Crispín ponía el contrapunto cómico, ahora aparecía ese griego daliniano apodado Fideo de Mileto que aturdía a la concurrencia con sus inspirados berridos; la bella vikinga Sigrid, novia del héroe castellano, cedía su lugar a Claudia, una no menos bella patricia romana entregada al recién nacido cristianismo. El Jabato, al igual que su gemelo medieval, regalaba su valor y sus nobles ideales a los desfavorecidos y a todos los parias, fugitivos y afrentados que las huestes del imperialismo romano iban dejado a su paso; todo un Espartaco en versión hispana. Además de todo ello, El Jabato y El Capitán Trueno compartían la autoría de sus espectáculares portadas a manos del gran Antonio Bernal: uno de los grandes ilustradores del cómic español.
Muy pronto, sin embargo, el Jabato y sus compañeros desarrollaron una personalidad propia que les granjeó multitud de seguidores y terminó por separar los pasos de la serie de la influencia original de su predecesora. Por supuesto, al igual que había hecho con El Capitán Trueno, Bruguera amortizó las aventuras del héroe romano en numerosas tiradas y reediciones; incluida esa colección de Jabato Color Extra con que el personaje llegó a nuestras manos.
Hacía mucho que no devolvíamos la mirada a la serie de Mora y Darnís (dibujante dotadísimo). Por eso, hemos recibido con una lagrimita de emoción y nostalgia agradecida la edición de coleccionista 60 aniversario que acaba de publicar Planeta DeAgostini (en esa valiosa carrera de recuperación de clásicos del cómic en la que lleva unos años embarcada la editorial).
https://jabato-microsite.planetadeagostini.es/sites/388/index.html?&utm_source=guerrilla&utm_medium=social&utm_campaign=jabato
Con unas condiciones de publicación y distribución similares a las que ya vimos, por ejemplo, en su recuperación del Blueberry, de Charlier y Giraud, Planeta propone una edición íntegra (en 53 volúmenes) de los álbumes de El Jabato, en edición muy cuidada con tapas duras, lomos de tela y páginas interiores mates que recrean fielmente la impronta de los tebeos originales (aunque, como en el caso de Blueberry, personalmente hubiéramos apostado por un papel de mayor gramaje).
Para fidelizar a coleccionistas y suscriptores, la editorial acompaña su edición de libretos explicativos con información sobre el personaje y de un cuidado merchandising que incluye tazas, gorras, cuadernos y una sorprendente recreación de falcata ibérica fundida en bronce y acero más que fidedigna.
Bienvenidas sean este tipo de iniciativas editoriales. Nunca han hecho tanta falta los héroes como ahora.

martes, octubre 09, 2018

"Palmira. El otro lado", de Carlos Spottorno y Guillermo Abril. Ruinas

Hace casi veinte años que estuvimos en Palmira. Aunque la idea del viaje surgió alrededor de la mística nabatea de Petra y de sus tesoros arquitectónicos excavados en la piedra, la visita que hicimos a Palmira ha permanecido en nuestra memoria con la huella de un acontecimiento vital imborrable.
La vida en Jordania transcurría lentamente en sus calles bulliciosas. Monumentos y ruinas al margen, nos llamó la atención su estricta religiosidad y la curiosidad que los turistas (las turistas especialmente) despertábamos entre las gentes de Amán y las demás poblaciones que visitábamos. Los mercados y las mezquitas estaban siempre abarrotados, pero las mujeres sólo parecían protagonistas secundarias en esos escenarios.
En Jordania se nos informó de que sólo era posible salir del país y volver a entrar en él una única vez. Apostamos por visitar Siria en vez de Israel. Iríamos a Palmira, previo paso por Damasco.
Cuando llegamos a Siria, después de un cruce de puestos fronterizos que nos pareció infinito, nos encontramos con un país mucho más secular y militarizado que Jordania. Las calles estaban aún empapeladas con pósteres e imágenes de Háfez al-Ásad, el recién fallecido presidente que había gobernado Siria manu militari durante casi treinta años. Su hijo, Bashar al-Ásad, acababa de llegar al poder y había puesto ya en marcha la campaña de imagen y propaganda que había de convertirle en figura de adulación y reverencia forzosas. En Damasco, la pasarela de personajes uniformados mostraba tal variedad y colorido, que resultaba imposible adivinar a qué fuerza o cuerpo del estado pertenecía cada militar que se nos cruzaba por el camino. En todo caso, su presencia resultaba atemorizante: estos individuos, fuertemente armados y con cara de pocos amigos, podían hacerle pasar a uno un mal rato; aunque casi siempre los problemas se solucionaban con un poco de dinero o alguna prebenda en forma de cajetilla de tabaco (algo de ello nos tocó vivir en un paso fronterizo que no olvidaremos fácilmente).
Al mismo tiempo, era bastante frecuente encontrarse en Damasco con individuos occidentalizados en sus modos y atuendos. Por contraste con lo que habíamos vivido en Jordania, nos sorprendía encontrar en las inmediaciones de edificios oficiales a mujeres con maletín y falda ejecutiva por encima de la rodilla.
Nos cruzamos también con sirios que, con miedo disfrazado de prudencia, nos dejaron ver discretamente su desacuerdo con el régimen dinástico de los al-Ásad. Varias de estas charlas informales tuvieron lugar en Palmira. La ciudad nueva, nacida al cobijo de las ruinas, se llama Tadmir (que es la traducción árabe del término arameo 'Palmira'). Con sus casas dispersas y sus edificios bajos, Tadmir tenía cierto aire fronterizo e improvisado, y sólo destacaban en ella el museo de Palmira y una animada vida comercial que se organizaba alrededor de su calle principal. A cada paso, nos asaltaban vendedores de teteras y antigüedades (souvenirs y quincalla, en gran medida), cuyas ganas de conversación hacían que pospusieran con rapidez sus objetivos mercantiles a favor de una charla amigable y curiosa nacida alrededor de un té.
Paseamos por las ruinas de Palmira, de día y de noche, sin nadie que nos controlara o dirigiera, sin barreras o entradas de acceso (se pagaba una única tasa cuando se entraba a la ciudad, nos parece recordar). No había muchos más turistas que nosotros: los únicos actores en su teatro romano, increíblemente conservado; los únicos caminantes que cruzaban de noche la encrucijada del Tetrapylon o paseaban al lado del Templo de Bel con el eco lejano de los chacales y del viento. Desde las ruinas del castillo de Palmira (Qalʿat Ibn Maʿn), acompañados por las cabras y algún niño pastor sonriente, uno podía sentirse cercano a aquellos viajeros románticos que, como el conde de Volney, se sobrecogían ante las Ruinas de Palmira y creían ver elevarse su alma hacia alguna instancia superior. 
No habíamos vuelto a "visitar" Palmira hasta que, hace unos días, El País publicó "Palmira. El otro lado" en su suplemento semanal. Fue también un reencuentro con sus autores, Carlos Spottorno y Guillermo Abril, a quienes habíamos descubierto con La grieta; esa apasionante fotonovela política que no hace demasiado nos abrió la mente de par en par y nos invitó a adentrarnos en reflexiones doloridas acerca del futuro de Europa. "Palmira. El otro lado" se publicó simultáneamente en España y Alemania (en el Süddeutsche Zeitung Magazin). Con el mismo formato de cómic fotonovelado que usaron en La grieta (y con un tratamiento fotográfico similar), sus autores se embarcan en un reportaje sobre el terreno. Su objetivo: visitar la Palmira después de ISIS. Recordemos que el terrorismo islamista ocupó la ciudad por dos veces y que dinamitó una parte de los monumentos del yacimiento. 
Sin embargo, las ruinas de Palmira (algunas de ellas convertidas en escombros después de la ocupación terrorista) resultan ser sólo la excusa adecuada para ir un paso más lejos y descorrer la cortina que oculta la tragedia Siria a Occidente. Spottorno y Abril se acercan a Damasco para entrevistar a los protagonistas directos del drama: para palpar los matices que construyen las diferentes versiones de una guerra que parece interpretarse de forma divergente según la esquina del mundo desde la que se observe (Europa, Estados Unidos, Ruisa o sobre el terreno devastado). Como sucedía con La grieta, "Palmira. El otro lado" se niega a emitir juicios de valor: como ejercicio periodístico que es, se alimenta de los propios interrogantes que se generan en su recorrido y de los testimonios que ofrecen las gentes que habitan sus viñetas. Será el lector quien habrá de encontrar su camino entre las palabras y las imágenes que llenan sus páginas. Los cronistas visitan el lugar, exponen los documentos, nos muestran las huellas y las imágenes de los escombros, hacen las preguntas... Sin embargo, no se adivinan respuestas claras. Éstas se esconden detrás de los silencios, entre los resquicios del miedo, los intereses políticos y las palabras huecas. Después de leer este cómic se nos reproducen las mismas dudas e inquietudes que nos asaltaban con su anterior trabajo: ¿Está el mundo ya en medio de una guerra silenciosa que amenaza con quebrar los frágiles equilibrios que apenas sujetan la paz en Occidente? ¿Hasta qué punto no son Iraq y Siria los tableros de juego en los que se están ejecutando, entre miles de víctimas reales, los primeros movimientos de esa guerra tácita ya desencadenada?
Precisamente, la única evidencia que el lector puede extraer después de la lectura es la que ofrecen con grosera crueldad las víctimas y las ruinas de Siria. Unas ruinas que proyectan su sombra agorera sobre el futuro de muchas generaciones por venir. Porque cuando se destruye el patrimonio de un país, no sólo se destruye su historia sino que se compromete, quizás irremisiblemente, el futuro de las gentes que habrían de vivir de ella. Por eso, junto al drama de los miles de muertos y refugiados, junto a la destrucción de casas y ciudades enteras, de Siria, nos duele también la destrucción inconsciente de sus ruinas y restos arqueológicos. Y nos acordamos de aquella vez, hace casi veinte años, en la que charlamos con las gentes que convivían junto a los muros de Palmira, mientras comprobábamos que nos parecíamos a ellos más de lo que habíamos imaginado.

martes, septiembre 25, 2018

Autómatas, juguetes y algún cómic

Hace unos cuantos posts, nos recreábamos con los peculiares robots o, como las llama él, esculturas cinéticas (kinetic sculptures) retrofuturistas de Serge Jupin. Hablábamos entonces nosotros de "autómatas", permitiéndonos una licencia terminológica que no se ajusta del todo a la realidad.
Volvemos ahora sobre el tema porque tenemos la sensación de que, en los últimos tiempos, gracias a escaparates online como éste, tanto autómatas como robots y juguetes pop han adquirido una dimensión artística y cierta apreciación escultórica; con la consiguiente revalorización económica de cara a coleccionistas, aficionados y curiosos a tiempo parcial. Incluso las galerías y casas de subastas habituales parecen haber entrado en el juego sin muchas reticencias. Ya se sabe que la etiqueta "pop" todolo puede.
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Sin embargo, desde sus orígenes el concepto del autómata va mucho más allá de las intenciones lúdicas que se le suponen a un juguete y más allá del valor escultórico que se le pueda dar hoy en día. El autómata era una recreación de vida a partir de ingenios mecánicos. De hecho, hasta que su existencia se populariza entre los cortesanos del siglo XVIII, su manufactura no estaba conectada con el entretenimiento sino con la ciencia. Pioneros como Alberto Magno, Al-Jazari y Leonardo utilizaron al autómata como contenedor estructural para la ejecución práctica de muchos de sus hallazgos mecánicos (poleas, engranajes, cigüeñales, pesas, etc.).
Pero, como ya hemos apuntado, fue en el siglo XVIII cuando la popularidad de los autómatas se consolidó en todas las cortes de Europa. Y fue entonces cuando se creó esa mitología que –a través de la literatura y de testimonios históricos imprecisos, fragmentarios o idealizados– une al autómata con el ilusionismo, la alquimia, con el fraude o directamente con la especulación fantasiosa. Se dice, por ejemplo, que Descartes –quien en "Tratado del hombre" afirmaba que el cuerpo humano funciona de forma similar a una máquina– creó y convivió con una niña-autómata que le ayudó a superar la muerte de su hija.
Mucho se escribió en su día, también, sobre aquel autómata fabuloso bautizado "El Turco"; jugador de ajedrez imbatible que entre sus "víctimas" contó a reyes, nobles y hasta al mismísimo Napoleón. A este ingenio mecánico (diseñado por el Barón Wolfgang Von Kempelen en 1769) le dedicó Edgar Allan Poe el artículo titulado "El jugador de ajedrez de Maelzel", en el que –como si abordara un misterio insondable– intentaba desentrañar el secreto inexplicable del autómata invencible. Sobre "El Turco" giraba igualmente "El maestro de ajedrez", de Ambrose Bierce. Mucho más recientemente, han sido Alex Romero y el dibujante Fritz quienes han recuperado el texto de Alan Poe para trasladar a viñetas el mito de este singular ajedrecista inanimado en una historia corta, titulada como el texto original: "El jugador de ajedrez de Maelzel".
Reales parecían las creaciones mecánicas del relojero Jacques de Vaucanson (la relación entre autómatas y engranajes cronográficos siempre ha sido estrecha). Fue él quien diseñó un pato mecánico cuasi-mágico cuyo aparato digestivo reproducía –decía él– con exactitud biológica el funcionamiento de su equivalente animal en todos sus pasos. Ni siquiera Luis XV daba crédito cuando el ánade milagroso comía mansamente de su mano justo antes de defecar lo previamente ingerido (hemos encontrado alguna réplica moderna mucho menos escatológica). Por supuesto, había truco. Vaucanson fue también artífice de muchos otros autómatas portentosos, incluidos algunos ingenios musicales que maravillaron a sus contemporáneos tocando instrumentos con la precisión de una máquina dotada de alma.
De eso, de máquinas con alma y humanos que venden su alma al diablo por una bella máquina, habla El hombre de arena (1817), el cuento fantástico de E. T. A. Hoffmann; sin duda, la ficción protagonizada por autómatas más popular de todos los tiempos. Una historia de terror gótico que encontró su maravilloso reverso secuencial en viñetas gracias al talento infinito de Federico del Barrio.
Si les interesa el tema, les recomendamos un libro que les hará pasar buenos ratos: El rival de Prometeo. Vidas de autómatas ilustres (cuya edición corre a cargo de Sonia Bueno Gómez-Tejedor y Marta 'La Petite Claudine' Peirano) recopila buena parte de los textos y artículos que hemos mencionado en este post y añade varios otros que ayudan a recorrer las vías que conectan a los autómatas con robots, cyborgs y otras criaturas "sin alma" ideadas y luego temidas por el ser humano.

miércoles, septiembre 12, 2018

Grafitis iraníes y otras curiosidades

Acabamos de regresar de un viaje a Irán. Una de esas "aventuras" que, entre muchas otras compensaciones, cuenta con la de echar abajo prejuicios y poner en cuestión las certezas que nos venden medios, mercados y demás agoreros del miedo.
Nos encontramos con los serios problemas que ya anticipábamos respecto a derechos humanos, derechos de la mujer y libertad de expresión. Pero también nos sorprendimos con una relajación política, social y religiosa que no sospechábamos, y que permite atisbar cierta apertura ideológica en un futuro no muy lejano. Cada vez queda menos de aquel Irán sombrío y fundamentalista de los ayatolas, aunque los rostros de Jomeini y Jamenei le persigan a uno, omnipresentes, desde pósters, muros, postales y billetes de curso legal.
Frente a ese Irán antipático y atemorizante del "eje del mal" que nos venden los voceros neocon de Donald Trump y la ultraderecha europea (ambos, si cabe, más atemorizantes y sombríos que su propia propaganda), en la antigua Persia nos hemos encontrado con algunas de las personas más hospitalarias, honradas y orgullosas que hemos conocido en nuestra biografía viajera. Una vez más, el pueblo demuestra ser mejor que sus gobernantes. No exageramos si afirmamos que Irán es uno de los países más seguros en los que hemos estado. Y menos atosigantes. No recordábamos ya la sensación de pasear por un bazar sin ser perseguidos por contumaces enjambres de vendedores reacios a dejar escapar su presa occidental.
En Irán se puede ser casi invisible. Una verdad a medias. Al turista occidental se le acercan los locales con frecuencia y casi nunca con segundas intenciones: los iraníes quieren saber de dónde somos, adivinar qué pensamos de su país, practicar un poco su inglés o, la mayor parte de las veces, echarnos una mano en aquello que pudiéramos necesitar. No son pocas las ocasiones en las que el local invitará al forastero a comer en su casa o a conocer a su familia; sin otra contrapartida que la satisfacción de poder presumir de hospitalidad.
Al margen de sus gentes, el país rezuma arte, cultura y espiritualidad. Su historia es una crónica de civilizaciones, religiones y algunos de los grandes nombres de la historia: desde Ciro, Darío I el Grande y Jerjes a Alejandro Magno, Gengis Kan o Kublai Kan. Sus dinastías de gobernantes discurren entre elamitas, aqueménides, partos, sasánidas, árabes, mongoles, safávidas, kayares y los Pahlevi de infausto recuerdo; sin olvidar a los ayatolas. No vamos aquí a hablar de los jardines de Shiraz, de las ruinas mitológicas de Persépolis y las majestuosas tumbas reales de Necrópolis, de las torres de aire de Yazd o los iwanes fabulosos de Isfahan...
Nos vamos a desplazar, sin embargo, hasta su capital Teherán. Una ciudad gigantesca, contaminada hasta extremos peligrosos y superpoblada, pero también el ejemplo más claro de la apertura sociopolítica y evolución tecnológica que alumbrará al país en un futuro no muy lejano: la que será -esperamos- la puerta de entrada para los muchos turistas que visitarán el país.
Como sucede con otras grandes metrópolis contemporáneas (estamos pensando en ciudades como Berlín, Saigón o Nueva York), Teherán puede leerse como un mapa de la historia reciente de su región. En sus palacios fastuosos, en sus edificios gubernamentales y en los grafitis que -cada vez con más frecuencia y abundancia ilustran sus muros y edificios- podemos leer la historia de los últimos sahs kayar, la del colonialismo ruso e inglés, la de la llegada de los Pahlevi y la de la revolución de los ayatolas contra los sahs y el intervencionismo estadounidense. Entre los grafitis iraníes, obviamente, encontramos muchas muestras de rechazo a Norteamérica y a las políticas occidentales (sobre todo en los alrededores de la antigua Embajada Estadounidense; ya saben, aquella de la crisis de los rehenes, que luego hemos visto en Argo), pero también muestras de la exuberante caligrafía farsi y motivos decorativos que nos remiten directamente a la arquitectura y la ornamentación persa tradicional.
Les dejamos aquí con algunos ejemplos del arte urbano iraní que hemos encontrado durante nuestro periplo:
Por cierto, ¿a qué y quién les recuerdan estos dos últimos grafitis?