miércoles, octubre 28, 2015

Maestros del anime: Miyazaki, sensibilidad y magia (en ABC Color)

Acabamos de publicar en el suplemento cultural de ABC Color un texto largo dedicado a Hayao Miyazaki y su obra. En él, analizamos algunos de los temas y motivos más recurrentes de sus películas y, de alguna manera, intentamos rendir homenaje a un maestro que se jubila después de firmar algunas de las cintas de animación más maravillosas de la historia del cine. El Suplemento completa nuestra aportación con un estupendo texto de Julián Sorel titulado "Sin miedo a volar".
Les dejamos aquí las páginas impresas del artículo, "Hayao Miyazaki, magia y sensibilidad", y el texto correspondiente.
Caja mágica
Una de las peores noticias de los últimos años, en términos puramente artísticos, fue el anuncio de la jubilación de Hayao Miyazaki en 2013. La llegada del director japonés a las pantallas occidentales en 1997, con el estreno mundial de La Princesa Mononoke, se vivió como un acontecimiento que los espectadores disfrutamos entre la sorpresa entusiasta y la fascinación ante lo desconocido. ¿Se podía hacer eso con dibujos animados? Casi inmediatamente, los grandes festivales y eventos cinematográficos empezaron a hacerse eco de ese nuevo cine de animación japonés que se acercaba a la fantasía con una sensibilidad hasta entonces desconocida. El Studio Ghibli, que el director fundó junto a su amigo Isao Takahata en 1985, se convirtió en una caja mágica de la que regularmente salía una joya de anime destinada a hacer historia y a hipnotizar a su cada vez más ingente legión de admiradores en el mundo entero.
Además de por su perfección y pericia técnica, las películas del mago Miyazaki brillan por dos rasgos esenciales: una imaginación desbordante que le permite crear asombrosos mundos de ficción y un gusto por el detalle que garantiza la verosimilitud de dichos universos, no importa cuán fantasiosos lleguen a parecer.
El detalle, el proceso o el gesto son componentes básicos de las cintas del director japonés. Sus personajes no se comportan como simples entes animados, sino que responden a pálpitos humanos. La niña ensoñada que se aburre mientras reposta el hidroavión de Porco Rosso, sopla a la mosca que se posa sobre el ala, ésta resbala hacia abajo antes de reemprender el vuelo; el pequeño incidente (anecdótico, trivial y, por eso mismo, absolutamente realista) saca a la muchacha de su ensoñación.
En la emocionante Mi vecino Totoro (1988), la niña Mei, en su desesperación ante los negros presagios comunicados por un telegrama, se aferra a una mazorca de maíz, convertida en símbolo de su afecto y de sus esperanzas. Abrazada a la panocha, corre, llora y se pierde en los mundos tenebrosos de sus miedos recién descubiertos. El espectador asiste conmovido a ese gesto de humanidad, a su desamparo. Vida animada.
Proceso y detalle
A Hayao Miyazaki siempre le ha gustado recrearse en los procesos artesanos e industriales o, tan sólo, en las faenas domésticas. Las construcciones, máquinas e ingenios de sus películas (sean éstos castillos andantes, fábricas metalúrgicas, hidroaviones, bicis voladoras o fortalezas defensivas) funcionan porque encierran un diseño y una elaboración artesanal o mecánica minuciosa. Han sido creados por alguien. Sus películas no se conforman con el resultado, nos muestran el proceso: en Nausicaä del Valle del Viento (1984) descubrimos a los habitantes del valle reparando sus molinos de viento, o revisando sus plantaciones en busca de hongos tóxicos; contemplamos a las mujeres milanesas diseñando, construyendo y montando las piezas del avión que pilotará el personaje principal de Porco Rosso (1992); al igual que son mujeres quienes trabajan en la gigantesca forja de la Ciudad de Hierro en La Princesa Mononoke; en Mi vecino Totoro, asistimos a la limpieza y restauración exhaustiva de la casa de campo que va a ocupar la familia protagonista y en Nicky, la aprendiz de bruja (1989), el pan y las empanadas de arenque se cocinan en hornos de leña cuyas ascuas vemos preparar antes de la cocción. Y, como colofón, en su última película, El viento se levanta (2013), Miyazaki ofrece un recorrido diacrónico por la historia de la ingeniería aeronáutica japonesa con un lujo de detalles mecánicos y una precisión tecnológica que apabullan al espectador.
El gusto por el detalle ayuda a dotar de verosimilitud a las construcciones ficcionales del maestro japonés: sus texturas presentan una proximidad casi física. El agua de las cintas de Miyazaki se puede beber, es fresca y apetecible, fluye cristalina por los arroyos de Mi vecino Totoro o se agita amenazante y tempestuosa en El viaje de Chihiro (2001). La madera cruje o crepita en El Castillo Ambulante (2004) en cada vaivén de la ciclópea construcción; el metal rechina con cada martillazo en las forjas de La Princesa Mononoke y con cada vuelta de tuerca de los mecánicos que construyen los aviones en El viento se levanta; el polvo revolotea y adquiere vida a base de escobazos en Mi vecino Totoro, como lo hace la harina en la tahona de Nicky, la aprendiz de bruja.
Vida animada
El realismo del detalle al servicio del relato. Miyazaki construye sus ficciones desde un entramado de realidad en el que la ficción comienza siempre a partir de una chispa que termina incinerando la historia. Una suerte de realismo mágico nipón. Todos reconocemos el mundo (en ocasiones gracias a referencias literarias o a la cuentística popular) que habitan los personajes de Miyazaki: sus ciudades, sus escenas campestres, sus parajes naturales. Sin embargo, la imaginación del creador enriquece esos escenarios realistas a base de fantasía: mediante la recurrencia a criaturas y a fenómenos mágicos que se integran con absoluta normalidad dentro de ese plano de realidad. Son en muchos casos elementos deudores de la espiritualidad japonesa: el animismo sintoísta que dota de vida a la multitud de dioses y espíritus que habitan los universos humanos y divinos. Sólo el espectador vive instalado en la sorpresa. En los mundos de la factoría Ghibli, las personas, los animales y los seres mágicos conviven con absoluta naturalidad, como si habitaran en un melting pot de ensueño.
Esta cohabitación de mundos, nunca enfrentados, unida a la sensibilidad exquisita de Miyazaki, facilita la creación de momentos bellísimos: como esa estela de hidroaviones caídos en combate que asciende hacia el cielo en Porco Rosso; la secuencia de la Princesa Nausicäa hechizada por la lluvia de esporas tóxicas en la Jungla Tóxica; o las escenas del Espíritu del Bosque sanando a Ashitaka en el corazón de la espesura en La Princesa Mononoke. Detrás de la fantasía y la magia, las cintas del artista japonés encierran una carga simbólica, no siempre trasparente, que resguarda valores positivos como la amistad o el amor filial, junto a códigos entroncados con el imaginario espiritual nipón: la memoria de los antepasados y el culto a los espíritus, el respeto a la naturaleza (el agua y el viento son omnipresentes en sus películas) y a las criaturas animales frente a la industrialización urbanita, la búsqueda interior y el ensueño como factores de superación, etc.
Donde se cocinan los sueños
Pero si hay un tema que sobrevuela la filmografía de Miyazaki, ese es el de la infancia como espacio de fantasía, como refugio secreto en el que se cocinan los sueños. Ese es el tema vertebral de cintas como El viaje de Chihiro, pero se repite de forma más o menos directa en casi todas sus películas. La infancia es el refugio que nos salva de los errores de la edad y de la monotonía existencial que encuentra su caldo de cultivo en las grandes ciudades y en las ocupaciones rutinarias que realizan los adultos. Por eso, la infancia se asocia normalmente a contextos rurales y al mundo de la naturaleza, unos escenarios que se cargan de valores positivos y se refuerzan con el peso del folklore y de los oficios tradicionales. En estos espacios, Miyazaki crea a su vez otros refugios habitacionales (el refugio dentro del refugio) en los que sus personajes se protegen de las amenazas exteriores, lugares que nos remiten a nuestros propios espacios de cobijo ante el miedo: en ese sentido funcionan la casa en el bosque de la pintora amiga de Nicky o la acogedora habitación abuhardillada de la panadería en Nicky, la aprendiz de bruja; o el montón de heno dentro del vagón en el que ésta se refugia a dormir durante una tormenta, en la misma película. Los encontramos en todas sus películas, como encontramos en casi todas ellas a personajes positivos y espirituales que se imponen a la mezquindad y bajezas humanas, para salvar al mundo del destino que parecen escribir sus propios habitantes.
Aunque cualquier excusa es buena para repasar su filmografía, ahora que sabemos que no va a volver a hacer más películas (no está aún claro si el Studio Ghibli seguirá los pasos de su fundador), el cine de Hayao Miyazaki se antoja más necesario que nunca: sus historias, cargadas de valores positivos, tienen la extraña cualidad de hacernos sentir mejor con nosotros mismos, las imágenes de sus películas encierran una calidez analgésica y sus construcciones fantásticas son un refugio excelente para esquivar, durante casi dos horas, los peligros de la edad. Ya le echamos de menos.

miércoles, octubre 21, 2015

Sonrisas de Bombay, de Susanna Martín y Jaume Sanllorente. Un viaje de ida

A todos nos sucede que alguna vez nos vemos postergando el visionado de una película o la lectura de un libro o un cómic que sabemos que tenemos que ver o leer, que queremos ver o leer, pero que, por alguna razón, nos genera un sentimiento que interpretamos como pereza. Sucede que, en muchos casos, esa dejadez es en realidad otra cosa mucho más cercana a la cobardía, al miedo a que le saquen a uno de su zona de confort y le enfrenten al aprieto intelectual o, aún peor, al abismo de la conciencia y de la desigualdad. Algo así nos ha sucedido con Sonrisas de Bombay, la novela gráfica de Susanna Martín sobre la gran aventura de Jaume Sanllorente, que Norma publicó hace ya unos años y que no hemos leído hasta ahora.
Se trata de un cómic de viajes y de un libro de testimonio, una especie de crónica con conciencia y agradecimiento, que bebe de las mismas fuentes comicográficas que han inspirado a tantos jóvenes artistas contemporáneos: la crudeza histórica del Maus de Spiegelman filtrada por el simbolismo de la imagen; él testimonio biográfico sin amortiguador de Marjan Satrapi en Persépolis; y el acercamiento curioso y agudo a la "otredad" que lleva a cabo Guy Delisle en sus cómics de viaje. Sonrisas de Bombay tiene un poco de todos ellos, de los que también adopta la elección de cierto esquematismo gráfico; en este caso, una línea clara suelta y ligera, dotada de gran capacidad descriptiva y evocadora.
Estuvimos en la India hace casi diez años. Uno viaja a ese país que parece un continente con la certidumbre de que no saldrá indemne; probablemente será lo más cerca que estemos de otro planeta. Se sabe de antemano, en la India nos toparemos de bruces con la Miseria y la Desigualdad, y nuestra conciencia occidental tendrá que lidiar cara a cara con el tercer mundo y la realidad despiadada. Todos regresamos sacudidos de la India, a algunos el combate de conciencias les cambia la vida y, a unos pocos, el impacto les transforma en héroes. Es el caso de Jaume Sanllorente que viajó por primera vez al Indostán hace algo más de diez años (casi como nosotros). De su figura y obra se ha inspirado Susanna Martín para escribir y dibujar Sonrisas de Bombay.
El título del cómic es el nombre de la ONG que Jaume fundó en la ciudad para dar una segunda oportunidad a los cientos de miles de niñas prostitutas y niños de la calle que se multiplican en la India como entes invisibles condenados a la calamidad. En sus páginas se nos relatan la visicitudes y obstáculos que el periodista tuvo que afrontar desde el día que regresó de su primer viaje y decidió que su vida iba a comenzar de cero: como en las grandes epifanías, Jaume abandonó su cómoda, pero estresante realidad barcelonesa, para sumergirse en la otra realidad caótica, exuberante y violenta de la India. 
En el arranque de la historia, Babu, un joven estudiante que se benefició de los proyectos de la organización Sonrisas de Bombay, se entrevista con su fundador para completar su trabajo universitario de sociología. El recurso narrativo (similar al que Spiegelman empleara en Maus) permite que el propio Jaume (o Jaumeji, como le llaman los indios en señal de respeto) nos cuente su historia en primera persona, a partir de un gran flashback que constituye el material narrativo de dicha entrevista. En sus confesiones, el protagonista no elude ningún episodio, por muy descarnado que resultara en su día: asistimos a su primer contacto con Dharavi, el gigantesco poblado chabolista de Matunga, microcosmo de violencia, enfermedades y prostitución infantil, un espacio de supervivencia más que de vida; Jaume nos cuenta su visita a Kamathipura, el barrio de las niñas prostitutas, la antigua y triste "zona de descanso" de las tropas coloniales británicas; relata el ex-periodista también su enfrentamiento con las mafias y las constantes amenazas que recibe por parte de los temerosos habitantes locales que repudian el contacto con la casta de los "intocables".  Y, sobre todo, Jaume nos habla de la felicidad, de la plenitud vital  que el contacto con los desfavorecidos, con los parias de la tierra, le ha proporcionado a lo largo de todos estos años.

Es cierto que, en algunos momentos, el cómic no puede evitar cierta carga sentimental o el empleo de recursos simbólicos que parecen caer en lugares comunes del relato confesional y la espiritualidad, sin embargo, cuando se cuenta una historia tan extraordinaria como la de Jaume Sanllorente, cuando se relata con la honestidad y limpieza con la que lo hace Susanna Martín, el resultado sólo puede ser una novela gráfica emocionante y reconfortante como esta Sonrisas de Bombay. Una historia necesaria, que no quiere decir fácil.

martes, octubre 13, 2015

¡Oh diabólica ficción!, de Max. La depuración del lenguaje

Max (Francesc Capdevila) es uno de los nombres esenciales en la historia del cómic español. Así, sin matices.
Desde aquellos comienzos influidos por el underground, primero, y por la línea clara francobelga estilizada de autores como Chaland, después, el trabajo de Max ha sufrido un proceso de depuración formal y conceptual que tiene mucho que ver con el magisterio Chris Ware que todo lo invade en los últimos tiempos. Pero estaríamos siendo injustos si equiparáramos a Max con otros discípulos de Ware; como éste, el barcelonés es un pionero de la forma, un verdadero vanguardista, que en paralelo al norteamericano ha rastreado en la tradición clásica para crear un lenguaje propio y un estilo que ya es marca registrada. Nos recuerda su ejemplo y su evolución a la de otro autor fundamental del cómic español, aunque mucho más olvidado que Max: hablamos de Federico del Barrio, un creador que viró desde el asombroso virtuosismo gráfico de trabajos como El artefacto perverso o Lope de Aguirre (la conjura) a la estilización máxima de las dos obras que publicó bajo el pseudónimo de Silvestre, Relaciones y Simple; dos cómics en los que el autor reflexionaba acerca de las posibilidades narrativas del cómic y la metaficción comicográfica.
Desde que creara al mítico Bardín, el superrealista en 1999, Max tampoco ha dejado de moverse hacia un cómic conceptual y postmoderno, anclado en recursos como la autorreferencialidad, la interdiscursividad y la ironía. Desde entonces (podríamos incluso retrotraernos a publicación de El prolongado sueño del Sr. T), sus cómics se han vuelto mucho más intelectuales e introspectivos. Vapor, por ejemplo, funcionaba como ejercicio de indagación metafísica y reflexión existencial a través de su protagonista Nicodemo, un eremita impaciente en busca de respuestas acerca de su propia existencia y el mundo material que nos rodea. A través de su alterego ficcional, Max despliega con humor e inteligencia su colección de reflexiones cruzadas por referencias filosóficas, históricas y artísticas (con una buena dosis de cultura pop en ellas).
El último cómic de Max, ¡Oh diabólica ficción!, continúa en esa misma línea de exploración formal y conceptual, para indagar, en este caso, en el sentido último del concepto artístico, abarcando nociones como las de creación, inspiración y valía cultural. En su búsqueda metaficcional, el Max-autor dialoga con sus personajes, con el lector y con sus diferentes alteregos (representados o simbólicos) repartidos por las páginas del tebeo.
La mayoría de las historias cortas que componen ¡Oh diabólica ficción! aparecieron publicadas en diferentes momentos en El País Semanal entre 2013 y 2015, aunque el volumen recoge también páginas inéditas y algunos dibujos e ilustraciones recogidos en otros medios. Paradójicamente, es ahora, después de las correspondientes fases de recopilación, ampliación y edición, cuando la obra alcanza una coherencia y una profundidad conceptual que se diluía parcialmente con la publicación fragmentaria periódica de los diferentes episodios. Leída como obra total, ¡Oh diabólica ficción! resulta una reflexión lúcida y afilada acerca de los procesos comunicativos (creación, recepción, interpretación, metalenguaje…) que rodean a los textos literarios y comicográficos. Todo ello expuesto de forma simbólica gracias a la presencia de una urraca-narrador (que ya aparecía en Vapor en una de sus múltiples representaciones), personaje de fábula que nos guiará con sus circunloquios, engaños y parábolas por entre los recovecos del relato.
El hecho de que la historia esté conformada a partir de fragmentos y episodios que se presentan como historias cortas, condiciona que la sensación de totalidad del texto dependa en gran medida de una participación activa por parte del lector a la hora de descifrar la ironía y el humor que recorre la obra. Ese es uno de los grandes méritos de ¡Oh diabólica ficción!, se trata de un cómic exigente y abierto, una reflexión intelectual que nace de la abstracción y de la carga simbólica que proyectan los animales sabios y las recreaciones icónicas que lo habitan. El dibujo de Max, con un acabado redondo y perfeccionista, proyecta una ingenuidad amable, pero engañosa, que contribuye de forma esencial a estirar el mencionado componente irónico-humorístico de la obra. Nada resulta ser lo que parece en los “cuentos” de la urraca protagonista, ni siquiera ella misma, que se presenta primero bajo el nombre de Mr. Brown, como Ismael después, para enmendarse a sí misma apenas unas páginas después: “Permítanme que me presente. Soy el Diablo Cuentacuentos. Estoy con ustedes desde la noche de los tiempos, trabajando a la sombra”.
En última instancia, sus parlamentos, fábulas y parábolas resultan tan engañosos y convencionales como lo es toda ficción, y es en esa autoconsciencia ficcional donde reside la magia de ¡Oh diabólica ficción!, porque en el fondo el éxito de su mensaje sólo depende de que exista un lector dispuesto a traspasar la ficción y a participar en el diabólico juego de espejos de Max:
¿Les he hablado ya alguna vez de mi fascinante, compleja, intrincada e inabarcable personalidad? Ya saben que soy urraca y soy demonio… divina y diabólica a un tiempo… femenina y masculina por igual. Pero no acaba aquí la cosa, porque aún hay más… sí, mucho más…

jueves, octubre 08, 2015

Matt Madden, Drawn Onward y 20 Lines Project. Más experimentos

Como muchos otros, llegamos a Mat Madden gracias a su 99 Ways to Tell a Story (99 ejercicios de estilo, en español) su homenaje al modelo Oulipo y al gran Raymond Queneau; quien casi un siglo antes había escrito sus Ejercicios de estilo, en el que contaba una misma historia de 99 formas diferentes. El propio Madden es el máximo representante estadounidense de Oubapo, el Taller de la Historieta Potencial versión comicográfica. Confesamos que hemos utilizado 99 Ways to Tell a Story en muchas ocasiones en nuestras clases, y que su exposición visual de los diferentes “matices discursivos” resulta una herramienta pedagógica excelente para acercar a los chavales a conceptos teóricos como el del punto de vista, el género o la voz narrativa. A partir de ese momento, seguimos con interés los trabajos del dueto que forman Madden y su mujer, la también dibujante Jessica Abel, con quien vive en Francia; sin duda, dos de los nombres importantes en la eclosión del cómic independiente desde finales de los 90.
Volvemos ahora al dibujante estadounidense con una excusa doble: la publicación este 2015 de su minicómic Drawn Onward y la exposición 20 Lines Project, que permanecerá en la Galería etHALL hasta el 07 de noviembre, y que se inauguró con motivo del Barcelona Gallery Weekend.

Drawn Onward es un cómic muy en consonancia con las inclinaciones experimentales y los constantes juegos narrativos de Matt Madden, ya que el autor ha hecho nada menos que una historia reversible (o capicúa).
Tenemos que reconocer que nos hicimos con este tebeíto con formato de comic-book de 32 páginas atraídos por una portada que nos recordaba a otra portada de una historieta ya clásica. En ella, un personaje torturado escapaba de sus sombras pasadas en el andén de un metro que podría ser el de Nueva York. La portada de Drawn Onward repite el mismo contrapicado de aquella secuencia, que mostraba las vigas de techo en perspectiva, y en ella también un personaje se aleja de otro; si bien, en este caso lo hace con una sonrisa burlona en la boca. Son los dos protagonistas de la historia: la joven narradora, una dibujante de cómics, y el extraño que un día la aborda en un tren.
Con estos elementos, Madden construye un relato circular que literalmente se muerde la cola; un ejercicio de simetría narrativa (nada que ver con esta otra simetría formal vanguardista y alucinante) que consigue ser algo más que simple artificio gracias a la habilidad de Madden para el ritmo secuencial y al peso de un guión que le aporta matices e indicios a la historia, y que consigue que su cierre no sea en falso. No desvelamos más detalles, estamos seguros de que Drawn Onward formará parte de alguna antología con lo mejor de 2015 en fechas no lejanas.
20 Lines Project es una exposición comisariada por Jorge Bravo, el máximo responsable de la siempre interesante etHALL barcelonesa, una galería que nunca pierde de vista al lenguaje del cómic entendido como material artístico y fuente de inspiración.
En realidad, no conocíamos la faceta artística de Matt Madden, pero no nos ha sorprendido descubrir que se mueve en un territorio lindante con el arte conceptual, la cinética y el esbozo. El norteamericano es un tipo polifacético y prolijo: compagina su condición de dibujante con la de docente, traductor y editor, además de artista. 20 Lines Project está inspirada en el trabajo del autor Oulipo Harry Mathews: el escritor se dedicó durante un periodo de su vida a escribir 20 líneas de prosa cada mañana, siguiendo el consejo de Stendhal “escribe 20 líneas al día, seas un genio o no”.
Con la misma filosofía con la que Madden trasvasó la obra de Queneau al cómic, ahora ha puesto en práctica el experimento de Mathews realizando diferentes dibujos compuestos por únicamente 20 líneas. Son las planchas que se han podido ver en la exposición de etHALL.
Ya ven que con Matt Madden no hay tiempos muertos o espacio para el aburrimiento. No le perderemos de vista, como hasta ahora.