Se ha trabajado poco sobre la idea de lo barroco (y lo neobarroco) en el mundo del cómic, sobre la revisitación de lo grotesco a partir del comix underground y sus derivaciones contemporáneas.
Acaba de concluir la exposición Barroco exuberante: de Cattelan a Zurbarán, que ha ocupado los muros del Museo Guggenheim Bilbao durante casi cuatro meses y que nos ha permitido constatar el peso de lo barroco (como propuesta estética e intelectual) en el arte contemporáneo, en un interesante juego de espejos entre las obras gestadas durante el Barroco histórico y las reformulaciones, apropiaciones y lecturas neobarrocas del momento presente.
En 2005, el Domus Artium (DA2) de Salamanca tuvo a bien programar una de sus muestras más destacadas, Barrocos y neobarrocos. El infierno de lo bello. Javier Panera, el comisario de aquella exposición, ya señalaba que su intención era abordar el Barroco "no tanto como un momento histórico, sino como una categoría estética que aparece en diversos momentos de la historia" y que para tal fin había seleccionado un conjunto de obras contemporáneas que "sobresalen por su carácter teatral, por su carácter perturbador de los sentidos". La filosofía, como hemos tenido ocasión de constatar en Bilbao, no era entonces muy diferente de la que ha guiado los pasos de la comisaria Bice Curiger en su selección de obras para el Guggenheim (con la salvedad señalada del ejercicio comparativo entre el presente y pasado que hemos señalado más arriba).
En su exigente y muy interesante ensayo La comedia de lo sublime, el profesor de estética, teoría del arte y filósofo Domingo Henández alude a la teatralidad y a la exageración (a "la realidad escenificada y sobresaturada"), junto a otros rasgos, como los de la sobreexposición de las imágenes, la mirada teledirigida, la ilusión ficticia de extrañeza o la nostalgia de lo siniestro, para concretar algunos rasgos de la postmodernidad artística contemporánea. En su trabajo, el autor reivindica la actualización de la vieja dialéctica entre lo sublime y lo cómico, y lo hace partiendo de tres ámbitos muy definidos: lo pintoresco, lo siniestro y el cuerpo. Para ello, Domingo Hernández analiza algunos de los males que aquejan a la mirada artística actual: "la enfermedad de la imaginación, la conversión de los ojos en cámaras dirigidas o lo anodino de las miradas telegrafiadas", alude también a la tan frecuente tergiversación de "lo real bajo la máscara de la sangre, la carne y el cadaver":
Defendemos, en todo caso, una versión de lo cómico que parte de su dialéctica con lo sublime, que es capaz de invertirlo, pero que no se independiza en la subjetividad; un humor objetivo donde su parte más crítica se inicia, precisamente, en el respeto por el objeto y lo real; una comedia que es capaz de, sin caer en la banalidad, encontrar grietas de las sociedades sontemporáneas y mostrarlas cuando sea necesario, sabiendo que, en el fondo, no hay mejor ejemplo de lo sublime cómico que nuestra propia realidad.
Suponemos que muchas de las obras neobarrocas objeto de las dos exposiciones que venimos señalando pecan en gran medida de esos vicios que Hernández achaca a buena parte del arte contemporáneo, pero no es menos cierto que tanto en Barrocos y neobarrocos, como en Barroco exuberante, hemos tenido la oportunidad de disfrutar de muchos trabajos nacidos también de ese "respeto por el objeto y lo real", que señalaba el crítico.
Andábamos dándole vueltas a estas y otras sesudas reflexiones mientras paseábamos por los pasillos del Guggenheim, cuando nos dio por considerar el encaje del cómic dentro de este esquema de pensamiento. Inmediatamente se nos vino a la mente el comix underground y sus ramificaciones post-underground. Somos de los que pensamos que Robert Crumb es uno de los cinco o diez artistas vivos más importantes e influyentes. Su obra cae en lo grotesco y supone una exacerbación paródica de lo real, pero nadie podrá negarle a Crumb, dentro de su exuberancia, dentro de su barroquismo gráfico y conceptual, un compromiso auténtico con la realidad social, una relación fiera y directa con el objeto de su crítica y una carga de profundidad, detrás de sus caricaturas deformantes, que aleja a su discurso de cualquier tentación a la superficialidad nostálgica (más allá de sus frecuentes retratos de grandes figuras del primer jazz).
Además, la influencia de Crumb y sus coetáneos underground, su poética, pervive, en grados diferentes, en muchos de los autores de cómic más importantes de la actualidad, que también han optado por una elaboración teatralizada y una atracción manifiesta por el extrañamiento: su apostolado es patente en la obra de los Hernandez Bros, en la de Burns, Clowes o Ware, y en la de casi todos los autores jóvenes norteamericanos surgidos de la autoedición y el minicómic (Jeff Brown, Tony Millionaire, Sammy Harkham, Dash Shaw, etc.).
En esas estábamos cuando, detrás de una cortina, suponemos, destinada a controlar impudores y sofocos malpensantes, nos encontramos con dos decena de páginas de Crumb y constatamos que no eramos los únicos en dejarnos llevar por asociaciones, sólo en apariencia, tan sinuosas. No nos sorprendió encontrar la obra de Crumb en las paredes de un museo (ya habíamos tenido la ocasión de disfrutar de exposiciones suyas con anterioridad en circunstancias semejantes), pero nos divirtió ver sus dibujos rodeados de obras tan "ajenas" al mundo del cómic; aunque en casos como los de las esculturas de Urs Fischer (Cama blanda), el vínculo asociativo surja de forma espontánea casi inmediatamente. Allí había caricaturas y planchas de dos o tres historietas típicamente crumbianas, no faltaban ejemplos de su vena misógina (Cómo pasarlo bien con una mujerona), ni del peculiar revisionismo histórico a que nos tiene acostumbrados (Una historia clásica).
En una próxima entrega les contamos otras cuantas reflexiones neobarrocas y comiqueras que se nos vienieron a la cabeza en nuestro recorrido por la pinacoteca bilbaína.