Nos gusta hacer caso a los lectores que nos dan buenos consejos. Hace ya bastantes meses, Miguel, un buen amigo de este blog, nos recomendó encarecidamente la lectura de La teoría del arte versus la señora Goldgruber, del austriaco Mahler. Con meses de retraso, nos pusimos a ello hace unos días.
Ya desde su título, la obra anuncia su naturaleza irónica y un guiño postmoderno indisimulable. El trabajo de Mahler nos recordó en un primer momento a otra obra de marcada impronta crítica con el mundillo de la alta cultura, las bellas artes y sus glamurosos atrezzos, nos referimos a El arte, de Juanjo Sanz. Con motivo de otra reseña sobre el mismo autor, ya comentamos nuestro desafecto hacia El arte. Nos pareció un trabajo inteligente, pero al mismo tiempo autocomplaciente y con un cierto aire condescendiente, que no nos acababa de convencer.
Con ese precedente en mente, leímos las primeras páginas de La teoría del arte versus la señora Goldgruber. Y aunque es cierto que, en sus páginas, Mahler también ejerce de artista por encima del bien y del mal, de juez omnímodo con visión periférica para entender y dilucidar cuánto engaño se esconde detrás de la pesada cortina de la alta cultura, también es cierto que en su trabajo el austriaco se reboza de pies a cabeza en la autoironía, la autocrítica y la autoparodia; ejercicios metarreflexivos, todos ellos, que ayudan a modelar el mensaje y favorecen la carga humorística de la obra.
Mahler se presenta a sí mismo como personaje, como contrapunto irónico del verdadero protagonista del libro: la señora Goldgruber, una funcionaria fría y calculadora, cuyo pragmatismo no entiende de refinamientos, ni de síndrome de Stendhal alguno. Es ya casi un estereotipo: ese personaje que dice lo que piensa desde una aparente honestidad fría e inmisericorde, el ciudadano que opina de lo que ignora desde la sabiduría popular que termina por presentarse más valiosa que la del supuesto "experto". El saber de la calle. Es un perfil que se ha repetido en multitud de ocasiones en el arte y la narrativa contemporáneos y que, nos tememos, en algunos casos encierra precisamente lo contrario de lo que anuncia: una falta de honestidad por parte del creador, que se vale de un disfraz amable para lanzar sus invectivas, plantear dudas y plasmar sus frustraciones ante el mundo de la cultura. No es este el caso de la obra que nos ocupa, ni el de la señora Goldgruber. Exactamente.
No lo es porque, como ya hemos señalado, la obra está cargada de sana mala baba y Mahler hace más sangre propia que ajena. Es verdad que en ciertos momentos del cómic el autor no parece dejar títere con cabeza: ataca a la publicidad, al teatro, a las empresas publicitarias y a los cortos de animación (muy divertidos los episodios alrededor del nacimiento de su propio corto Flaschko), arremete contra sus compañeros artistas y contra los lectores de cómic, destroza al pintor austriaco Ludwig Attersee (unas páginas realmente hilarantes)..., pero, sobre todos ellos, Mahler se pone en evidencia a sí mismo, desdiciéndose constantemente y cambiando "egoístamente" de parecer (hasta sobre sus propias convicciones) según sople el aire. La autoparodia es una buena rampa de acceso al humor y La teoría del arte versus la señora Goldgruber es verdaderamente divertida y muy, muy ácida (suponemos que para el autor este trabajo debió de resultar todo un ejercicio catártico).
En el libro se desarrollan diversos capítulos que encierran anécdotas, reflexiones y las frustraciones de su protagonista en la difícil carrera del arte. Además, algunos episodios (como los de los capítulos tres -"Las ilustraciones son interesantes, sí, pero..."-, seis -"No tengo ganas"- y diez -"Paso de molestarme en mirarlo... ¡eso es arte!") le sirven a Mahler para, a través de su propia biografía, plantear jugosas reflexiones acerca de la naturaleza artística del cómic. Es un debate que parece siempre abierto y que, fuera y dentro del mundo de los blogs, no deja de deparar discusiones acaloradas e interesantes cavilaciones. Pero además de plantear si el cómic debe entenderse como un medio con valor artístico intrínseco o como pura fuente de entretenimiento con base narrativa, este cómic nos invita a repensar sobre el mismo discurso, a adoptar, desde su trasgresión humorística, un posicionamiento crítico autorreflexivo. En este sentido, aunque no siempre tengamos que estar de acuerdo con ella, la postura de su autor se convierte en una tesis convincente que se desarrolla en las mismas páginas del cómic a partir del humorismo y de unas anécdotas biográficas, sólo aparentemente triviales.
La vocación artística de Mahler es evidente; él se entiende artista y está dispuesto a demostrarlo, pero entiende que su caballo de batalla no son tanto los museos como las imprentas editoriales, los críticos, los lectores y hasta los propios autores de cómics. Él entiende que un cómic es arte, pero no concibe que el museo sea su contexto expositivo más adecuado. Es el lector quien debe dotar de valoración y sentido artístico a la obra que tiene entre manos. Por eso, su reivindicación no es otra que la del valor específico del cómic como vehículo artístico-cultural. La vía para expresar su tesis es la que marcan el humor más acido y una caricatura deformante hasta el esbozo, bueno, y la señora Goldgruber.