Este va a ser (está siendo) un año de exaltación técnico-virtuosa por lo que respecta al panorama comicográfico. Parece como si el encumbramiento del dibujo como vértice artístico en galerías y muestras pictóricas hubiera tenido cierto efecto de contagio en el panorama de las narraciones gráficas, que además de contar con la imagen como factor de articulación, están girando últimamente en torno a ese señalado virtuosismo gráfico.
Es curioso porque en Piltrafilla (La Cúpula) Jeffrey Brown habla continuamente de sus sueños académicos, de sus inquietudes artísticas y de sus esfuerzos por alcanzar un lugar dentro del "fine art", el arte con mayúsculas. Curioso porque Brown no recibe sino desilusiones y falsas expectativas de su recorrido por las Academias y Escuelas de Bellas Artes, antes de llegar a la conclusión de que su principal fuerza como autor reside en su capacidad para expresar y contagiar ideas y sentimientos, respectivamente, a través de la técnica narrativa del lenguaje comicográfico. En un capítulo de Piltrafilla (Funny Mishappen Body en su versión norteamericana), Jeff Brown (protagonista-narrador autodiegético absoluto) cuelga sus hojas de cómic del muro que los profesores le han asignado para presentar su trabajo final de curso (como si se tratara de una exposición de arte conceptual). El resultado es cuanto menos sorprendente para los profesores encargados de su evaluación ("...los profesores de la facultad de dibujo no parecían tener muy claro como ayudarme con los cómics..."); lo sería también para cualquier posible espectador externo. Después de todo, como no se cansan de repetir algunos, las páginas de un cómic no nacen para ser colgadas de un muro (si no es el de un museo del cómic, como el de Bruselas); algunos otros, no obstante, no podemos dejar de imaginárnoslas en nuestras paredes.
En el cómic, Brown encuentra ayuda y consejo en "verdaderos" profesionales del medio, gente como Chris Ware o Joe Sacco, dibujantes profesionales que demuestran con su talento la verdadera categoría artística del medio, así como las expectativas de su evolución. Sin duda, mucho mejores consejeros y fuente de magisterio que los muchos profesores académicos que circulan por las páginas de Piltrafilla. Todo este asunto es curioso también -y aquí retomamos el cabo del hilo con el que iniciábamos nuestro discurso- porque Jeffrey Brown representa exactamente la cara estilística antitética de su mentor: mientras que Ware hace de la precisión técnica, el acabado perfeccionista y la elaboración gráfica casi mecánica su "marca de fábrica", Brown dibuja con un estilo feísta, libre, casi abocetado y deliberadamente amateur ("...dibujaba mis historias directamente en tinta, sin preocuparme por el estilo o los errores. Intentaba no pensar en lo que implicaban o en quién las leería. Unicamente intentaba hablar directamente desde el corazón. No estaba seguro de que lo que estaba haciendo fuera arte..."). Pese a ello, no nos extraña que Ware apostara por Brown como futuro artista de cómics profesional, porque el joven dibujante estadounidense es un narrador talentoso. Nuestra devoción por el autor de Michigan no es nueva.
Pero Piltrafilla no sólo habla de las inquietudes artísticas de su protagonista. Excepcionalmente, Brown se olvida de sus cuitas amorosas y de sus desventuras sentimentales y esquiva uno de los peligros que acechaban a su ya bastante extensa producción: convertirse en un autor al borde del melodrama, en un especialista en la biografía sentimental. En esta nueva obra el autor intenta evitar aquellas veredas que conducen al corazón, para centrarse en asuntos mucho más mundanos, como su convivencia más o menos turbulenta con compañeros de piso y de residencia, la excesiva relación post-adolescente con el alcohol y las drogas, sus interminables jornadas laborales en un taller de decoración de zuecos o sus bastante escatológicas afecciones de colon y la consiguiente operación. Asuntillos cotidianos, todos ellos, que consiguen crear una rápida empatía entre el lector y el protagonista-sufridor que siempre funciona a favor de la fluidez lectora. Porque (quirurgias intestinales al margen), ¿quién no ha visto zozobrar sus expectativas laborales en algún momento o a quién no se le han ido en alguna ocasión las manos y boca en ingestas excesivas de alcoholes variados? Sea como fuere, Brown se revela como un narrador ágil y certero: sus historias van siempre al grano y encuentran con facilidad el ritmo adecuado para cada una de sus (a priori) anodinas tramas.
Piltrafilla lleva el relato efectivo de la normalidad a su grado sumo: si hubiera que elegir a un representante actual del llamado slice of life, ese no sería otro que Jeffrey Brown. Por supuesto, una afirmación como ésta (subjetiva, en todo caso, no lo olviden) delimita el nivel de expectativas que unos lectores y otros habrán de esperar de la obra que comentamos. En ella, no encontrarán preciosismos gráficos, aventuras vertiginosas o grandes hitos épicos, sino sinceridad autobiográfica, esquematismo gráfico y un relato fluido lleno de matices interesantes. No nos extraña que Chris Ware se rindiera al talento de Brown; afortunadamente, tampoco a todo el mundo le gusta "el dios" Ware. Afortunadamente.