Acabamos de regresar de un viaje a Irán. Una de esas "aventuras" que, entre muchas otras compensaciones, cuenta con la de echar abajo prejuicios y poner en cuestión las certezas que nos venden medios, mercados y demás agoreros del miedo.
Nos encontramos con los serios problemas que ya anticipábamos respecto a derechos humanos, derechos de la mujer y libertad de expresión. Pero también nos sorprendimos con una relajación política, social y religiosa que no sospechábamos, y que permite atisbar cierta apertura ideológica en un futuro no muy lejano. Cada vez queda menos de aquel Irán sombrío y fundamentalista de los ayatolas, aunque los rostros de Jomeini y Jamenei le persigan a uno, omnipresentes, desde pósters, muros, postales y billetes de curso legal.
Frente a ese Irán antipático y atemorizante del "eje del mal" que nos venden los voceros neocon de Donald Trump y la ultraderecha europea (ambos, si cabe, más atemorizantes y sombríos que su propia propaganda), en la antigua Persia nos hemos encontrado con algunas de las personas más hospitalarias, honradas y orgullosas que hemos conocido en nuestra biografía viajera. Una vez más, el pueblo demuestra ser mejor que sus gobernantes. No exageramos si afirmamos que Irán es uno de los países más seguros en los que hemos estado. Y menos atosigantes. No recordábamos ya la sensación de pasear por un bazar sin ser perseguidos por contumaces enjambres de vendedores reacios a dejar escapar su presa occidental.
Frente a ese Irán antipático y atemorizante del "eje del mal" que nos venden los voceros neocon de Donald Trump y la ultraderecha europea (ambos, si cabe, más atemorizantes y sombríos que su propia propaganda), en la antigua Persia nos hemos encontrado con algunas de las personas más hospitalarias, honradas y orgullosas que hemos conocido en nuestra biografía viajera. Una vez más, el pueblo demuestra ser mejor que sus gobernantes. No exageramos si afirmamos que Irán es uno de los países más seguros en los que hemos estado. Y menos atosigantes. No recordábamos ya la sensación de pasear por un bazar sin ser perseguidos por contumaces enjambres de vendedores reacios a dejar escapar su presa occidental.
En Irán se puede ser casi invisible. Una verdad a medias. Al turista occidental se le acercan los locales con frecuencia y casi nunca con segundas intenciones: los iraníes quieren saber de dónde somos, adivinar qué pensamos de su país, practicar un poco su inglés o, la mayor parte de las veces, echarnos una mano en aquello que pudiéramos necesitar. No son pocas las ocasiones en las que el local invitará al forastero a comer en su casa o a conocer a su familia; sin otra contrapartida que la satisfacción de poder presumir de hospitalidad.
Al margen de sus gentes, el país rezuma arte, cultura y espiritualidad. Su historia es una crónica de civilizaciones, religiones y algunos de los grandes nombres de la historia: desde Ciro, Darío I el Grande y Jerjes a Alejandro Magno, Gengis Kan o Kublai Kan. Sus dinastías de gobernantes discurren entre elamitas, aqueménides, partos, sasánidas, árabes, mongoles, safávidas, kayares y los Pahlevi de infausto recuerdo; sin olvidar a los ayatolas. No vamos aquí a hablar de los jardines de
Shiraz, de las ruinas mitológicas de Persépolis y las majestuosas tumbas reales de Necrópolis, de las torres de aire de Yazd o
los iwanes fabulosos de Isfahan...
Nos vamos a desplazar, sin embargo, hasta su capital
Teherán. Una ciudad gigantesca, contaminada hasta extremos peligrosos y
superpoblada, pero también el ejemplo más claro de la apertura
sociopolítica y evolución tecnológica que alumbrará al país en un futuro no muy lejano: la que
será -esperamos- la puerta de entrada para los muchos turistas que
visitarán el país.
Como sucede con otras grandes metrópolis contemporáneas (estamos pensando en ciudades como Berlín, Saigón o Nueva York), Teherán puede leerse como un mapa de la historia reciente de su región. En sus palacios fastuosos, en sus edificios gubernamentales y en los grafitis que -cada vez con más frecuencia y abundancia ilustran sus muros y edificios- podemos leer la historia de los últimos sahs kayar, la del colonialismo ruso e inglés, la de la llegada de los Pahlevi y la de la revolución de los ayatolas contra los sahs y el intervencionismo estadounidense. Entre los grafitis iraníes, obviamente, encontramos muchas muestras de rechazo a Norteamérica y a las políticas occidentales (sobre todo en los alrededores de la antigua Embajada Estadounidense; ya saben, aquella de la crisis de los rehenes, que luego hemos visto en Argo), pero también muestras de la exuberante caligrafía farsi y motivos decorativos que nos remiten directamente a la arquitectura y la ornamentación persa tradicional.