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lunes, julio 07, 2014

Las oscuras manos del olvido, de Hernández Cava y Seguí. No miren hacia otro lado, como siempre.

Las obras de género negro tienen ciertas constantes comunes: una ambientación urbana cargada de sordidez, la presencia de un protagonista (detective, policía, investigador) carismático y duro, el crimen como leitmotiv y los secretos y misterios que se despliegan a su alrededor. Por esta misma naturaleza trágica, escritores y cineastas habitualmente han situado sus thrillers en contextos propicios para el desarrollo criminal y no son pocas las obras que introducen en sus tramas a organizaciones mafiosas que añaden matices y códigos propios al proceso de investigación y que incluso en algún momento pueden llegar a funcionar como un protagonista más del relato.
Hay trabajos de serie negra que relacionan sus asesinatos con la mafia italiana, los yakuzas japoneses o las triadas chinas, los hay que recurren a la corrupción policial y política como factor desencadenante de la historia. El mal no entiende de maniqueismos, todo buen thriller sabe moverse en una calculada ambigüedad moral que hace que nos enamoremos de canallas y personajes torturados.
Curiosamente, los escritores y directores de nuestro país se han mostrado cautelosos en exceso cuando ha llegado el momento de introducir en sus ficciones a la banda mafiosa que durante décadas ha sembrado España de muertos, nos referimos al grupo terrorista ETA. Por su crueldad y sus marcas sociopolíticas, la ETA parecería un reclamo excelente para construir ficciones de serie negra a su alrededor. Sin embargo, cuando nuestros creadores se han acercado al "conflicto vasco" lo han hecho casi siempre con pinzas y un pudor que en muchos casos se ha contagiado de una sorprendente equidistancia; como si el asunto fuera demasiado espinoso y complejo para referirse a él términos de pura ficción criminal, como si no se pudiera hablar de ETA sin miedo a levantar muros de oprobio. Dolor, olvido y silencio son los términos que explican este otro estruendoso silencio.
Últimamente, sin embargo, parece que la niebla se está despejando y cada vez son más las películas y los libros que hablan de ETA y sus crímenes sin pudor, centrándose en el dolor causado y utilizándolo como materia prima para modelar una imagen concreta del mal, de la serpiente y el hacha, sin recurrir a relativismos, abstracciones históricas o razonamientos sociopolíticos que expliquen causas ocultas y justifiquen el tiro en la nuca detrás de agravios atávicos. Matar está mal, punto. Y en ese sentido, la ETA es la mafia, son los talibanes, es el nazismo, es el ingrediente perfecto para crear suspense a su alrededor. Lo hemos visto en películas recientes como Todos estamos invitados o, indirectamente, en Celda 211. Ahora lo leemos en Las oscuras manos del olvido, de Felipe Hernández Cava y Bartolomé Seguí.
Somos de los que pensamos que Hernández Cava es uno de los dos o tres mejores guionistas en la historia del cómic español. Suyos son algunos de los mejores trabajos que hemos leído nunca, como El artefacto perverso (junto al genial Federico del Barrio) o la trilogía sobre el conquistador Lope de Aguirre. Sus guiones son siempre inteligentes e intelectualmente valiosos. Construye sus historias con precisión y pulso narrativo y hasta en sus trabajos menos sólidos hay momentos de brillantez. Recientemente ha formado un exitoso tándem con otro autor excelente, el dibujante Bartolomé Seguí; un autor dotadísimo para el dibujo realista y con una habilidad innata para la creación de atmósferas a través del color. Lo vimos en la estupenda y muy premiada Las serpientes ciegas, y lo volvemos a constatar en este valiente Las oscuras manos del olvido. 
Porque este es un cómic valiente por cómo trata un tema hasta hace poco tabú y porque lo hace sin ocultar sus intenciones. Las oscuras manos del olvido es un puñetazo rabioso que no disimula su rencor hacia el terrorismo etarra y hacia una sociedad que durante años decidió mirar hacia otro lado mientras algunos de los suyos, amigos, vecinos, jefes y compañeros de sociedad gastronómica, vivían acojonados ante la certeza de que cada día podía ser el último ("Miren hacia otro lado como siempre"). La obra de Cava y Seguí se posiciona desde su mismo título, sin dobleces ni excusas. Hernández Cava no es sospechoso. Ni pertenece a la caverna, ni ha sido nunca intolerante o reaccionario, todo lo contrario. Sólo hay que leer sus cómics para darse cuenta de su rigor crítico, de su compromiso con las víctimas y los perdedores de la Historia. En este cómic Hernández Cava parece realmente enfadado. Tanto como para organizar una vendetta de ficción protagonizada por un asesino a sueldo contratado para matar a otro asesino. Toinou es un mafioso marsellés que sale de la cárcel y se dispone a cumplir con un antiguo encargo: vengar la muerte de un empresario asesinado por ETA. Un Philip Marlow manchado de sangre hasta el tuétano, lleno de convicciones y contradicciones: "Nunca he concebido el más irracional de los asesinatos: el que se ejecuta en nombre de una idea".
Lo mejor de Las oscuras manos del olvido es la construcción del relato a partir de una multiplicidad de puntos de vista, en el que predominan las víctimas, pero en el que también están presentes los verdugos (como el capo don Aurelio, el etarra Zuzunaga o Román, el expolicía y miembro de los GAL). Hace unos años, Julio Medem intentó ofrecer una visión poliédrica del problema vasco a partir de los testimonios de todos los implicados, en La pelota vasca. Pese a su tono neutro y documental, al director vasco le cayeron palos, pelotas y piedras. Seguí y Cava se andan con muchos menos remilgos a la hora de construir su historia.
Cada uno de los personajes tiene su propia voz (aunque en ocasiones nos da la sensación de estar oyendo la del autor detrás de ellas) y las que suenan con más fuerza son las de las víctimas del terrorismo, según el Cava (y su narrador Toinou), las voces silenciadas. Suena con fuerza la voz de la viuda Larramurdi, la mujer del empresario asesinado que tuvo que abandonar su tierra por miedo y decepción, pero que no encuentra odio en su interior ("Nunca fue una guerra. ¿Conoce alguna guerra en que unos pusieran los muertos y los otros los asesinos?"); o las voces de Ramón, el guardaespaldas que perdió sus penas en el atentado, y Amaia, la profesora que por miedo se exilió en París. Pero en Las oscuras manos del olvido también escuchamos a las hienas, el discurso obsesivo del expolicía y torturador Román, un hombre perdido en su execrable pasado y en el revanchismo, al que el protagonista usa sin escrúpulos, ni empatía, para llevar a cabo sus fines; o la artificiosa y fría demagogia de Zuzunaga, el etarra e ideólogo nacionalista, que teoriza hasta el asco acerca de la muerte y las cifras de asesinados desde su confortable chalet, rodeado de su familia feliz: "¿Quiere que le cuente a quién le preocupaban las víctimas cuando empezó todo esto, cuando únicamente caían policías y militares? A nadie. El estado aceptaba, aunque fuera a regañadientes, ese precio... Hasta que empezaron a caer políticos... Hasta que el sufrimiento empezó a ser verdaderamente socializado..."
Seguramente, lo peor del cómic sea un tono narrativo demasiado intelectualizado y discursivo, que en su intento de completar un recorrido diacrónico por la segunda mitad del S.XX, ofrece en ocasiones una visión un tanto tópica de la historia Europea reciente. En su intento abarcador, la voz narrativa del personaje principal resulta en ocasiones forzada en su conformación de una historia propia a partir de la reconstrucción de la Historia; explicativa en exceso. Las oscuras manos del olvido quiere hablar de demasiadas cosas en pocas páginas: de la mafia, de las barriadas francesas de inmigrantes, de mayo del 68 y el fracaso de la intelectualidad europea, de la dictadura española, del colonialismo y la matanza de Orán, del papel del ejército francés y el Ejército de Liberación Nacional Argelino en la misma, del nacionalismo, del GAL y de ETA, de los intentos de resolución del conflicto por parte de los diferentes gobiernos españoles, etc. Por eso, el cómic es a veces verboso y discursivo en exceso. Siempre interesante, eso sí.
Pero por encima del contenido socio-histórico, del marco terrorista que enciende la historia, se encuentra una trama detectivesca perfectamente hilvanada y llena de matices y sorpresas, una construcción ficcional con forma de thriller que engancha al lector y lo conduce entre el enjambre de mafiosos, criminales y víctimas. Una vez más, Bartolomé Seguí y Felipe Hernández Cava consiguen crear un artefacto perverso, un aparato narrativo que destila verosimilitud y vigor en la construcción de sus personajes. Las oscuras manos del olvido es un cómic deliberadamente polémico. Se puede compartir su tesis o no, pero nadie podrá discutir su valor y su valía.

jueves, noviembre 05, 2009

Las serpientes ciegas, de Hernández Cava y Seguí. Del color de los guiones o del thriller colorido.

De los últimos premios de la crítica seguramente el menos discutible sea que el que se ha concedido a Felipe Hernández Cava como mejor guionista nacional del 2009. Porque, con el permiso de Bartolomé Seguí y su brillante trabajo gráfico, Las serpientes ciegas es una obra de esas que se llaman de guión. Y la ganadora del Salón de Barcelona nos reafirma en algo de lo que teníamos pocas dudas: Hernández Cava es uno de los guionistas más inteligentes y hábiles que ha dado el medio.
Hábil porque siempre consigue "tejer" sus complejas tramas sin dejar un solo hilo suelto, midiendo cada puntada, cada dosis de información revelada, haciendo que el lector se adentre sin reparos en sus historias y laberintos argumentales. En Las serpientes ciegas lo hacemos en una peripecia de serie negra, a medio camino entre el thriller detectivesco, la novela policíaca y el enredo político. Es también hábil porque sabe esconder sus cartas (los giros de guión y las sorpresas argumentales) hasta el momento preciso, sin caer en esas tan habituales como fatigosas vueltas de tuerca (que se pasan de rosca) o soluciones de expectativas vía Deus ex-machina. El sorprendente desarrollo de Las serpientes ciegas y su aún más sorprendente desenlace se plantean con fluidez y naturalidad, sin ostentaciones de guionista estrella, sin que la maquinaria del conjunto llegue a chirriar ni en las situaciones más extremas, guardándose de explicaciones redundantes o superfluas y recurriendo a la elipsis como mecanismo de cohesión; confiando, en definitiva, en la inteligencia del lector.
También inteligente, señalábamos. Hernández Cava lo demuestra constantemente con su capacidad para hablar de muchas cosas con independencia de la historia que nos esté contando. Sus relatos son siempre poliédricos, complejos, ricos en matices, segundas lecturas y referencias cruzadas. En una única obra, como Las serpientes ciegas, nos habla del peso del pasado, de la amargura existencial, de la sed de venganza, del honor, de la vacuidad de algunos altos ideales, de la mezquindad, de la fe última en el ser humano y de la solidaridad entre iguales... y lo hace en un relato que se desarrolla en el Nueva York de las novelas de Hammett y Chandler, pero también en el que vio nacer el jazz, el movimiento obrero, el que temblaba con la guerra abierta entre la mafia y las autoridades policiales, el Nueva York de los estibadores portuarios, los herederos miserables del crack del 29 y el de los miedos que desembocarían en personajes funestos como el senador McCarthy. Nueva York y España, la de la Guerra Civil con sus trincheras y los bombardeos fascistas, la de la Barcelona trabajadora con las disputas internas entre comunistas y anarquistas, la de la Batalla del Ebro y los reservistas idealistas llegados de Francia, Irlanda, Inglaterra o Estados Unidos. Ahí se reconoce al Hernández Cava de siempre, el guionista político que siempre muestra un ojo abierto a la historia de España y que (a veces en detrimento de la claridad de la historia, como sucede en algún pasaje de este trabajo también, todo sea dicho) no duda a la hora de abrumarnos con detalles concretos, fechas, referencias históricas, citas o personajes reales que puedan aportar verosimilitud a sus tramas. Normalmente, no son las de Hernández Cava historias que tengan el brillo refulgente de la originalidad exclusiva (cuando terminamos de leer Las serpientes ciegas, de hecho, se nos vienen a la cabeza libros, cómics y películas que manejan términos argumentales semejantes), pero el lenguaje de sus guiones es totalmente reconocible; la riqueza de sus recursos narrativos, la armazón que recubre sus historias, están, en muchos ocasiones, por encima de la anécdota argumental originaria.
Hernández Cava es inteligente, también, porque siempre sabe rodearse de buenos dibujantes, los que en cada ocasión necesitan sus historias: Federico del Barrio, Ricardo Castells, Pablo Auladell o, en este caso, Bartolomé Seguí, que hace un gran trabajo, su mejor trabajo hasta la fecha. Su recreación pictórica de ambientes y personajes y su uso simbolista del color nos recuerdan a autores que admiramos, como al gran Rubén Pellejero en obras como Un poco de humo azul o El silencio de Malka. El dibujo de Las serpientes ciegas es oscuro cuando tiene que serlo, cuando recrea un Nueva York de serie negra, con sus habitaciones en pensiones deprimidas, sus muelles destartalados convertidos en escenarios de liquidaciones mafiosas o sus barrios paupérrimos, los guetos deprimidos de los desheredados. El dibujo de Seguí es gris, ceniciento, cuando ilustra las miserias del conflicto fratricida español, cuando describe las batallas urbanas en la Barcelona de las barricadas o las penurias de los combatientes republicanos en las trincheras, cuando retrata su muerte lenta tras noches infinitas y aguaceros de lluvia y bombas fascistas.
Pero en el trazo diestro de Seguí también hay luz entre tanta sombra, dosificada, eso sí: como la que dejan ver los paseos de nuestro misterioso hombre de rojo por los parques de Nueva York antes de su llegada a la pensión, o la que ilumina sus visitas al planetario y sus charlas con el viejo Fred; la hay en los recuerdos activistas de juventud de este último, en sus charlas con su huésped Ben sobre política e idealismo en el barco, bajo el puente de Queensboro donde vive o en las escasas y preciosas escenas de cama y complicidad silenciosa que Ben/Allan/Michel comparte en el piso de Barcelona con Eulalia, la joven anarquista... Escasas grietas de luz por las que se cuelan algunos rayos de optimismo en este relato duro y sombrío. No siempre de primavera están hechas las historias. Bien por Cava y Seguí.
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Entrevista a Hernández Cava a propósito de Las serpientes ciegas.

Vaya, esto sí que es tino, les prometemos que cuando programamos ayer la publicación del artículo no teníamos ni idea: Las serpientes ciegas gana el Premio Nacional de Cómic de este año.