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lunes, agosto 13, 2012

Barcazza, de Francesco Cattani. La claridad.

Nos encontramos por primera vez con Francesco Cattani en el excelente catálogo de Canicola, su editorial italiana. Y allí ojeamos también por vez primera las páginas luminosas y acuáticas de Barcazza, la premiada obra que acaba de publicar Sins Entido en nuestro país.
Abrimos la primera página y nos topamos con el título y dos planchas elaboradas con un trazo nervioso, semiabocetado (muy De Crecy o Sfar). Es una falsa impresión. El dibujo de Cattani se caracteriza por una línea clara (clarísima) firme y sin modulaciones. Uno de esos trabajos precisos y meticulosos que parecen obra de un delineante, como es el caso de los Anders Nilsen o Sammy Arkham. Cattani prescinde totalmente de tramas y sombreados, y fía toda la fuerza de su dibujo preciosista al poder de la línea desnuda. Son, en consecuencia, las páginas de Barcazza una fuente de luz, de luminosidad estival (la historia se desarrolla entre chapuzones veraniegos y villas situadas en calas rocosas), y escenario para espacios desnudos y atmósferas contemplativas.
Y es que Barcazza es uno de esos cómics donde, en realidad, no pasa nada, pero, como en la obra de otros creadores contemporáneos afines (escritores como Richard Yates o Raymond Carver -se puede ser contemporáneo y estar muerto-, y directores como Abbas Kiarostami o Atom Egoyan), se presiente todo. También lo hacen Tomine o el Porcellino en el mundo del cómic. El ejercicio narrativo consiste en seleccionar un instante preciso en la vida de un personaje, de un grupo de personajes en este caso, y desvelarnos a través de sus actos esos matices de la personalidad, esos secretos de la biografía, que permanecen ocultos al observador externo. Algo así como un extracto del día a día, un concentrado (significativo) del slice of life.
Comienza Barcazza, como hemos señalado, con una escena veraniega más o menos habitual: lo que parecen los miembros de una familia disfrutan de un día en alta mar en una lancha junto a un pequeño atolón de riscos, desde los que los niños saltan y se zambullen en el agua. Los adultos toman el sol y charlan en la barca, sin perder de vista las correrías acuáticas de los menores. Así de normal todo y, sin embargo, la escena y las conversaciones entre los personajes alumbran segundas lecturas y dejan entrever la estructura profunda de la realidad. Ya desde estas primeras secuencias, no hemos podido evitar acordarnos de esa magistral película de Michelangelo Antonioni que es La aventura, una historia llena de elipsis y misterios que también habla de paseos en yate, islotes rocosos y baños en altamar.
La segunda parte de la obra se desarrolla en el contexto de una preciosa casa costera de muros encalados, aislada del interior por acantilados y arrecifes de rocas. El escenario ideal para el aislamiento y para la paz interior, pero también para la cocción de inquinas y la ebullición sexual. Cattani recurre al silencio cargado de emotividad de los espacios vacíos, a las transiciones lentas, a los planos de detalle y a sigilosos zooms espaciales y "movimientos de cámara" subjetivos que sitúan al espectador en la posición del voyeur que espía por el ojo de buey de un camarote (o de un muro blanco en medio de la nada). Y sobre nuestras cabezas, un cielo como un mar que proyecta una luz blanquísima.