El filme se mueve en un territorio tradicional del anime, el del ciberpunk, su mirada distópica tiene más que ver con una revisión simbólica del presente que con un futuro tecnológico. La gran ciudad crece con desmesura entregada a una voracidad urbanista que se alimenta de los más desfavorecidos. Vehículos, muchedumbres y letreros de neón conviven en un magma de ruido acústico y visual. En ese contexto, Ciudad Tesoro sobrevive como un resto arqueológico de otros tiempos en los que las personas intentaban convivir en comunidad. El distrito adolece de los mismos defectos que el resto de la ciudad, cierto, pero sus calles están limpias, sus gentes sonríen y la vida comercial y los centros de entretenimiento conservan cierta humanidad pretérita. La ambientación ciberpunk de Tekkonkinkreet no siempre es oscura y desasosegante: en sus cielos brilla el sol y vuelan las aves, su arquitectura combina el diseño steampunk con la impronta clásica de templos y monumentos orientales y occidentales (algunos de ellos reconocibles, como la réplica de Santa Sofía). Pero (y en esto sí que se ajusta al tópico del anime ciberpunk) el empuje de las macrocorporaciones y de las grandes empresas de la construcción amenaza con hacer desaparecer cualquier vestigio de humanidad.
En Ciudad Tesoro sobreviven los hermanos Kuro (Negro) y Shiro (Blanco), conocidos como los “Gatos”. Porque eso son, dos gatos callejeros que habitan en azoteas, saltan entre cornisas y cometen pequeñas fechorías alimenticias; dos gatos resabiados de ciudad que intentar proteger su territorio con uñas y colmillos afilados. Kuro, el mayor, es un joven arisco, sombrío y protector; su hermano Shiro es el niño inmaduro, inconsciente, eternamente feliz y resiliente ante un entorno que invita más a la supervivencia que al optimismo. Ambos representan una imagen de la juventud como dualidad simbólica: inocencia frente a rebeldía, fantasía frente a realidad, verano frente a invierno.
En Ciudad Tesoro sobreviven los hermanos Kuro (Negro) y Shiro (Blanco), conocidos como los “Gatos”. Porque eso son, dos gatos callejeros que habitan en azoteas, saltan entre cornisas y cometen pequeñas fechorías alimenticias; dos gatos resabiados de ciudad que intentar proteger su territorio con uñas y colmillos afilados. Kuro, el mayor, es un joven arisco, sombrío y protector; su hermano Shiro es el niño inmaduro, inconsciente, eternamente feliz y resiliente ante un entorno que invita más a la supervivencia que al optimismo. Ambos representan una imagen de la juventud como dualidad simbólica: inocencia frente a rebeldía, fantasía frente a realidad, verano frente a invierno.
Con estos mimbres futuristas, Arias construye una fábula vertiginosa y violenta, en la que conviven empresarios corruptos, yakuzas, policías desbordados, bandas callejeras y sanguinarios humanoides casi indestructibles, mientras en el cielo azul sigue brillando el sol. La reestructuración urbanística de Ciudad Tesoro movilizará a los Gatos en su defensa, pero, paradójicamente, también a sus habitantes menos recomendables; todos ellos reconocen que en su lucha no importa tanto preservar una geografía como una forma de vida que tiende a desaparecer bajo el peso del dinero, el combustible principal de la codicia humana. Al final, todo se reduce a esa lucha eterna entre la luz y la oscuridad.
En defensa de la Ciudad Tesoro no es una película sencilla; como tampoco suelen serlo los cómics de Matsumoto. Sus paisajes son tan intrincados como su línea narrativa, prolija en personajes, subtramas e insertos oníricos. La acción se alterna con la mirada nerviosa de una cámara que tan pronto se recrea con la descripción visual a vuelo de pájaro de los escenarios neobarrocos, como con los primeros planos contemplativos sobre detalles poéticos; un lirismo que también comparten ciertos diálogos y las reflexiones en voz alta de los protagonistas. Dicho lo cual, la cinta de Arias puede presumir de una energía visual y una personalidad estética que no dejará indiferente a ningún amante del anime exigente.
En defensa de la Ciudad Tesoro no es una película sencilla; como tampoco suelen serlo los cómics de Matsumoto. Sus paisajes son tan intrincados como su línea narrativa, prolija en personajes, subtramas e insertos oníricos. La acción se alterna con la mirada nerviosa de una cámara que tan pronto se recrea con la descripción visual a vuelo de pájaro de los escenarios neobarrocos, como con los primeros planos contemplativos sobre detalles poéticos; un lirismo que también comparten ciertos diálogos y las reflexiones en voz alta de los protagonistas. Dicho lo cual, la cinta de Arias puede presumir de una energía visual y una personalidad estética que no dejará indiferente a ningún amante del anime exigente.