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lunes, enero 09, 2012

Los hijos de octubre, de Nikolai Maslov. Paisajes nevados.

Acabamos de leer, con unos años de retraso (si es que tal cosa puede darse en el acceso al conocimiento), las historias de Nikolai Maslov en Los hijos de octubre. Nos han gustado. Hasta que José Alaniz y Fantagraphics publicaron hace un año Komiks. Comic Art in Russia, para algunos de nosotros las viñetas no parecían tener mayor presencia en el ex-país de los zares. En su obra, Alaniz le dedica todo un capítulo a Maslov, comenta la polémica y limitada difusión del autor en su propio país y lleg a decir que "el ejemplo de Maslov revela hasta que punto ha cambiado y ha saltado por los aires la percepción que los rusos tienen de sí mismos -lo que significa ser ruso- después de la caída del comunismo".
Porque las historias de Nikolai Maslov, en realidad, sólo hablan de fracasos, como suponemos que sucede en su autobiografía, que aún no hemos leído pero que estamos deseando conocer. Tampoco creemos que las historias cortas de Maslov sean otra cosa que eso, de hecho, retazos autobiográficos y fragmentos de un mundo que el autor conoce bien: el de la Rusia postcomunista atomizada y miserable, la gélida miseria siberiana y la devastación social de un mundo rural corroído por el alcohol y la pobreza.
La edición de Norma editorial, dentro de su colección Graphic Journal, cuenta además con tres textos de apoyo, casi tan interesantes como el propio trabajo de Maslev, a la hora de conocer la biografía del propio artista, su contexto político y económico, y el estado actual de la Rusia rural. La introducción al cómic, "Siempre rusos", de José A. Zorrilla, comienza así:
Asegura una leyenda urbana que el nacimiento del cómic ruso tuvo lugar cuando un guardia de noche de Moscú, Nikolai Maslov, entró en la librería Pangloss y le propuso a su dueño, el mítico Emmanuel Durand, Manu, escribir un libro, "Una jeunesse soviétique", primer acto del libro que tienes en las manos. Manu aceptó y durante tres años dio a Maslov los doscientos dolares al mes que necesitó para completar su obra.
Zorrilla nos ayuda a entender a ese guardian nocturno que deja su trabajo por una utopía necesaria, y nos ayuda a entender la rara iluminación de su gesto dentro de un universo cultural ruso que a lo largo de la historia ha estado jaspeado por otras personalidades iluminadas por la fuerza de una misión ulterior, como Tolstoi o Chéjov.
La presente edición completa el cuadro biográfico y social con dos artículos finales, "Nikolai Maslov, una experiencia biográfica", de Rafael Poch-de-Feliu (corresponsal de La Vanguardia en Rusia durante veinte años), y "El mapa de Petrovitch", de Emmanuel Carrère, que dibuja su recorrido personal por los subterráneos de la vanguardia artística moscovita contemporánea y cómo llegó a saber de un tal Maslov que ha vivido siempre de espaldas a cualquier panorama intelectual.
Sin duda, el trabajo de Nikolai Maslov sería siempre una rara avis dentro de cualquier escena cultural. Sus dibujos a carboncillo muestran la inocencia del aprendiz sin pretensiones, del amateur dotado para el paisaje, pero a veces torpe e irregular. Su mirada es silente e inocente como la de un niño. No hay cargas morales, ni doctrina en las historias del artista, sino contemplación resignada y paciente relato al ritmo de la vida. La mirada del hombre común con un lapiz en la mano.
En "El barine del bosque", un padre recuerda la fecha de cumpleaños de un hijo que ya no está y recorre física y mentalmente los escenarios compartidos, los momentos vividos y disfrutados entre ambos. El lector asiste a la escenificación de su tristeza, al recuerdo docil e intenso de sus paseos por el bosque; el lector se siente, por un instante, tan sólo como ese anciano al que sólo le resta la muerte, pero que se agarra con fuerza a la vida a través de su lúcida memoria. "Una noche" es la pesadilla alcohólica, probablemente vivida por el propio Maslov, de un vigilante nocturno que, atenazado por una vida solitaria y por un trabajo alienante, se refugia en el vodka; el único amigo fiel que han tenido generaciones enteras de rusos empobrecidos, desocupados y abrumados por recuerdos bélicos, el verdugo final de sus vidas. El mortífero destilado reaparece en el relato "La partida de mi colega", lleno de patetismo y trágicos presagios, o en "Un hijo", que hace una descripción cruel y desesperante de degradación etílica de la juventud rusa en los entornos rurales. "La hija" funciona como narración-espejo y nos ofrece la imagen paciente y sumisa de las mujeres jóvenes rusas en aquel mismo contexto.
El cómic de Maslov es, en definitiva, la historia del hijo pródigo que vuelve a su casa para constatar que ya no queda nada ("El espía"), que las casas de madera están caídas, que las gentes que las habitaban están muertas o han huido, y que lo único que permanece inmune al paso del tiempo y de los hombres son los paisajes nevados esteparios, los bosques solemnes de pinos y abedules, y los antiguos campos de cultivo conquistados ahora por la nieve: la naturaleza majestuosa e inaccesible que asiste al triste derrumbe del ser humano. Gracias a cómics como "Los hijos de octubre" podemos nosotros contemplar las ruinas del antiguo imperio bolchevique, desde el otro lado del mundo, y aprender del pasado.