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viernes, septiembre 18, 2009

El rey de las moscas, de Mezzo y Pirus. Radiografías del subsuelo.

Hacía mucho que no sabíamos nada de Victor Mezzo y Michel Pirus, en concreto desde ese cómic-book que publicó La Cúpula en su colección Brut Comix: Mundo extraño, se llamaba. Luego apareció también Negro oscuro, pero no cayó en nuestras manos. No olvidamos la impresión que nos causó aquel Mundo extraño. Los guiones de Pirus, serie negra como la antracita, una colección de historias cortas llenas de crueldad, cinismo (más que humor) cáustico y mucha, mucha miseria moral en los personajes protagonistas. Todo ello cocinado con un indiscutible rebozo yanqui (desierto, arena, cañones recortados), por lo que respecta a la recreación de espacios y al tono general de los relatos. Algo que no deja de tener gracia si consideramos que sus autores son franceses. El dibujo de Mezzo, afilado, anguloso, tan detallista como enfermizo, abigarrado, realizado en un blanco y negro brillante.
De mano de La Cúpula también nos llega el primer episodio (Hallorave) de El rey de las moscas:
Moscas a mediados de octubre, eso es lo primero que recuerdo. Moscas y un calor terrible. El verano no terminaba nunca. Sin duda para facilitarle el divorcio a mi madre, que no paraba de decir que el sol es el mejor antidepresivo. Su segundo divorcio. Nunca me había dejado tan tranquilo, y yo me aprovechaba. Era el rey. Su majestad el monarca de las moscas, decía mi madre haciendo alusión a un libro que había leído.
Además de título, esta obra comparte con la de William Golding buenas dosis de crueldad y desesperanza en la clase humana. Por lo demás, los referentes artísticos inmediatos que se nos vienen a la cabeza después de la lectura, no dibujan arrecifes de coral ni están habitados por jóvenes aprendices de calibán, sino por individuos autodestructivos, hombres y mujeres derrotados de antemano, que viven encerrados en prisiones invisibles. Nos acordamos inmediatamente del Todd Solondz de Happiness, de los personajes nihilistas de Chuck Palahniuk o de la violencia soterrada que larva las obras del escritor de moda, Cormac McCarthy. Con éste, El rey de las moscas comparte también (marca de fábrica de sus autores, ya lo hemos dicho) una personalidad marcadamente norteamericana. Las historias de Mezzo y Pirus no tendrían sentido en otra geografía que la estadounidense y sus personajes sólo resultan verosímiles dentro de la factoría de engendros sociales que puede llegar a ser aquella nueva tierra prometida de Occidente.
En un primer acercamiento, el lector tiene la sensación de estar ante un conjunto de relatos independientes: "Hallorave", "Jiminy y yo", "Crash", etc.; historias cortas como las que completaban los trabajos precedentes del tándem creativo. Sin embargo, a partir del cuarto episodio, "Abastecimiento", el conjunto empieza a definirse como una obra coral. Un trabajo más de eso que llaman vidas cruzadas; más cerca de Inárritu que de Altman, seguro.
La originalidad del conjunto estriba en que cada uno de los capítulos de la obra comienza (y se desarrolla) con una voz narrativa en primera persona dentro de unas insistentes didascalias en la parte superior de la viñeta. Cada vez desde el punto de vista de un personaje diferente, todos dirigiéndose al lector con un discurso subjetivo (en primera persona), que lógicamente los autores utilizan como instrumento de descripción psicológica: los personajes se definen a partir de sus pensamientos y sus palabras. De este modo, cada personaje adquiere una personalidad definida compleja a ojos del lector, que dispone de varios mecanismos para navegar entre la tupida red de relaciones que entrecruzan las páginas de El rey de las moscas. Tenemos por un lado la señalada autoconsciencia del personaje, expresada a partir de sus pensamientos y comentarios, los monólogos subjetivos de los cartuchos; pero para la correcta disección de caracteres tenemos que contar también con las acciones de los personajes (que en muchas ocasiones parecen contradecir sus intenciones y discursos) y con la perspectiva que cada protagonista tiene del resto de los participantes en la acción. Así, la narración se enriquece progresivamente con cada capítulo y cada nueva capa de "información subjetiva" añadida sobre el núcleo de los acontecimientos principales y será el lector el que tendrá que modelar el significado final del relato, intentando evitar las cortezas de "información viciada" con que cada personaje, lógicamente, modela su particular e interesada visión del mundo. El resultado es una obra poliédrica, un relato fraccionado en tantas miradas como las diferentes celdillas que forman los ojos compuestos de una mosca.
Lo complicado en este tipo de trabajos corales es dar una resolución a la trama acorde a las expectativas creadas e intentar lograr que las diferentes líneas narrativas lanzadas converjan en un único nudo final. El rey de las moscas funciona muy bien como relato de personajes, consigue mantener y hacer progresar el interés de la historia añadiendo nuevos ingredientes en cada capítulo y potenciando los existentes. Su mayor pecado reside, seguramente, en una resolución del conflicto un tanto alborotada. Casi todo el volumen (el primero de una serie, recordemos) respira desasosiego y un aire lynchiano evidente, la normalidad tal y como la entendemos aparece velada por una capa de oscura irrealidad, pero el lector, una vez dentro de la historia, acepta este hecho como parte del juego narrativo. En el episodio final, sin embargo, el elemento casual, el hecho surreal no resulta, en ciertos momentos, tan verosímil y revela parte de su artificiosidad literaria: el acto irracional (el azar como recurso estilístico-narrativo que justificará el encuentro final de todos los personajes en el mismo espacio) no resulta tan creíble. No obstante, no podemos olvidar, volvemos a repetir, que Hallorave es sólo el primer episodio de este El rey de las moscas; de Mezzo y Pirus se puede esperar cualquier cosa (buena) en futuras entregas.
Estilísticamente el trabajo de Mezzo tiene una conexión umbilical con Charles Burns y su Agujero negro. Señalaba Manuel Barrero en su día, "...tanto Pirus como Mezzo han superado ya esos débitos y han depurado un estilo propio. Algo denso, pero propio". Entre sus rasgos distintivos más apreciables tenemos que destacar, por ejemplo, el interesantísimo uso del color como elemento narrativo de primer orden, en la recreación de atmósferas y como vehículo significativo en la descripción psicológica de los personajes. Todo ello es cierto, pero también lo es que El rey de las moscas es la obra de los franceses más claramente emparentada con Charles Burns; algunas escenas y elementos del cómic (el modo en que se manejan las referencias constantes a fármacos y drogas, las representación de las escenas de carretera o las secuencias sexuales) parecen homenajes/guiños directos a Agujero negro. Pese a todo, como ya hemos comentado, frente a aquella, Mezzo y Pirus apuestan con más decisión por los personajes que por el desarrollo de acontecimientos o por la pintura social. Es en las relaciones cruzadas entre sus habitantes, en la mente de los protagonistas y en su percepción alterada de la realidad (algunos, como Robert Genero o Ringo, con perfiles cercanos a la esquizofrenia), donde se encierran las virtudes que hacen de El rey de las moscas una obra oscura, fascinante y extrañamente lynchiana (y vaga la redundancia).