En los años 60 David Hockney se convirtió en la cara elegante, británica y sofisticada del pop artístico, un movimiento que entre sus credenciales presentaba, precisamente, su adscripción al suelo firme y a la trivializción mundana y serial del objeto artístico.
Sin embargo, las lujosas piscinas californianas del creador inglés y sus retratos de millonarios gustaron mucho entre la intelligentsia estadounidense y, por ende, a la vanguardia crítico-artística del momento (que desde unos años antes seguía con obnubilación la inercia del stardom pictórico post-impresionista-abstracto). Pese a su detallismo y a lo identificables que eran los personajes de sus retratos, la pintura de Hockney nunca desentonó dentro del ideario pop: sus cuadros mostraban escenas convencionales de la clase alta, cuadros costumbristas de la jet set, pero al espectador se le aparecían tan fríos y seriados como una colección de botes de sopa Campbell; porque, en el fondo, el modo de vida que representaban, su exaltación aparentemente exitosa del cacareado triunfo del sueño americano, escondía el mismo fracaso de la insatisfación y la rutina que atenazaban al resto de la población, al ciudadano de a pie convencional. Las piscinas turquesas y los lujosos cuartos de estar que presidían el lienzo ofrecían, en principio, imágines idealizadas, realizaciones pecuniarias del deseo obrero, pero sus personajes resultaban tan fríos (gélidos) y carentes de atractivo, que el espectador terminaba compadeciéndose de ellos más que envidiándolos. El conjunto nos recordaba más a la soledad de Hopper que al festivo brochazo de Lichtenstein o a la realidad licuada y colorida de Rosenquist.
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Ahora, y hasta el 30 de septiembre de este año, tenemos la ocasión de acercarnos a otra faceta de la figura de David Hockney, gracias a la exposición "David Hockney: una visión más amplia", que ocupa varias salas de exposiciones del Museo Guggenheim de Bilbao. Se trata de un recorrido por la fecunda producción que ha ocupado al artista en sus últimos años: una vuelta a sus orígenes ingleses, a partir de la revisitación paisajista de la campiña de su Inglaterra natal. Parte de la exposición está compuesta por una prolija colección de óleos que, si bien demuestran que Hockney sigue conservando una mano excelente para la pintura, aportan más bien poco a su producción precedente. Cuadros con un aire nostálgico pastoril que demuestran su apego a la tierra y su amor por el condado de Yorkshire que le vio crecer.
Hay también abundantes muestras, sin embargo, de cierta evolución expresionista a partir de estos mismos motivos, que se ejemplifica a la perfección en obras como los excelentes Tala de invierno (2009) o La llegada de la primavera en Woldgate (2011); con una paleta de colores refulgentes que nos recuerdan a la brillantez impresionista de Van Gogh o al exacerbado cromatismo antinatural del fauvismo.
Son sorprendentes, asimismo, muchos de los cuadros de Hockney realizados mediante un iPad y ampliados a posteriori a tamaño de lienzo. Hockney es, y ha sido siempre, un autor "moderno", un hombre abierto a ese mismo empleo "tecnológico" y mecánico que, en El conocimiento secreto, él mismo alababa en los pintores del quattrocento. Por eso, a nadie que haya seguido su trayectoria (que comprende trabajos como diseñador, ilustrador o escenógrafo), puede sorprender su incursión en el mundo de la tecnología digital y el vídeo arte en alta definición que se puede contemplar en algunos de sus trabajos expuestos ahora en el Guggenheim. En sus "cuadros" ampliados sobre dibujos hechos con iPad se observa su capacidad como dibujante, la rapidez de su trazo, su certeza en la elección de efectos y paletas digitales, y se demuestra a las claras el talento artístico de uno de los pintores esenciales del S.XX y, ahora, del S.XXI.