Se prodiga poco Rutu Modan. Después del éxitoso restallido de crítica y público que acompañó a Metralla, sólo habíamos tenido ocasión de leer Jamilti, una recopilación de relatos interesante, pero más irregular que aquel.
Se publica ahora en nuestro país La Propiedad, su última novela gráfica, un trabajo que mantiene algunas de las muchas virtudes que nos gustan de la autora israelí. Insiste, por ejemplo, en esa línea clara realista, cargada de detalles y subrayada por un uso muy limpio de colores planos, que aportan una cualidad casi "industrial" al dibujo de Modan. En alguna ocasión hemos señalado las afinidades entre su estilo y el de otros autores plásticos que han hecho una marca estilística del acabado perfecto y el diseño técnico (cercano al campo de la señalética); pensábamos en Julian Opie o Alex Katz, por ejemplo.
Su dibujo está al servicio del realismo, de la verosimilitud de sus historias, que se mueven entre lo ordinario y lo azaroso con la misma normalidad que lo hacen las historia de los hombres y la Historia de los pueblos. No hay elementos mágicos, ni extrañamiento, en los cómics de Rutu Modan, pero sus narraciones están cargadas de anécdotas, coincidencias y sucesos que, sin perder un ápice de credibilidad, consiguen casi siempre arrastrar al lector hacia el territorio del relato, captar su interés. En parte, el mérito es atribuible al exotismo, a la indagación en universos culturales que nos son ajenos: desconocíamos que los escolares en Israel hacen excursiones anuales a Polonia y a Alemania con el fin de "refrescar" las tragedias de su pasado colectivo; nos sorprende la secuencia en la que la protagonista, una productora de televisión, se refiere a sí misma como experta en artes marciales (un efecto secundario del servicio militar obligatorio y universal en Israel), después de haber noqueado a su interlocutor...
Detalles y más detalles, gráficos y narrativos, que funcionan como leitmotivs, como puentes entre la ficción y la historia real de tantos y tantos judíos que tuvieron que emigrar de Alemania, Polonia y el resto de territorios ocupados, antes y después del trágico conflicto europeo. Pero no nos equivoquemos, La propiedad no es una historia trágica, es más, la diáspora sólo se presiente en un segundo plano, como lejano elemento desencadenante de los acontecimientos que en verdad se desarrollarán en la historia.
Una abuela y su nieta viajan desde Israel a Polonia con el fin de poner al día ciertos asuntos inmobiliarios referentes a las propiedades que la familia dejó atrás en Varsovia cuando tuvieron que huir de los Nazis. Como suele suceder, lo más sencillo, la más fútil de las burocracias, puede terminar convirtiéndose en un ovillo de gestiones, molestias y dificultades imprevistas difícil de desenredar. Sobre todo, cuando detrás de todo, en la trastienda del viaje y la gestión inmobiliaria, se esconden secretos familiares de largo alcance. De este modo, lo que parece un viaje más, termina por convertirse en una travesía mucho más compleja, que implica una búsqueda interior y un reecuentro traumático con el pasado; y una historia, más o menos trivial, acaba por adquirir ciertas dosis de intriga y enriquece su trama con elementos más propios del suspense ficcional que del costumbrismo con trasfondo histórico que anunciaban las primeras páginas.
En el debe del cómic encontramos una recreación de personajes que, en bastantes ocasiones, nos los hace parecer verdaderamente antipáticos. No siempre le resulta fácil al lector empatizar con esa abuela, víctima en segunda instancia del avance Nazi (¿es necesario representar e los cómics a todos los ancianos judíos como personajes hoscos, caprichosos y agrios? ¿es una consecuencia del peso de la historia o del peso del Vladek, de Art Spiegelman?). Tampoco la nieta, ni los dermás personajes secundarios, se aparta de ese manto de amargura, aunque sus vivencias del éxodo no sean directas y vengan interpuestas por la tradición, la familia y la complicada situación sociopolítica de Oriente Próximo.
Quizás por todo ello, La propiedad adolece también de cierto victimismo histórico, transformado en algún momento en revanchismo hacia el pueblo polaco y los personajes polacos de la historia (descendientes de los verdaderos protagonistas de las afrentas pasadas, en realidad). Entendemos que, probablemente, así sean las cosas y así sea el estado de la cuestión en Israel, pero, de igual manera que la indagación multicultural y el costumbrismo de La propiedad funcionan como acicate narrativo, el perfil de sus personajes nos crea en ocasiones una barrera psicológica de incompresión. Un personaje no tiene que caerte bien para que aprecies las bondades de su naturaleza literaria o artística, es cierto, pero también lo es que sus actos tienen que resultarnos comprensibles, sus reacciones deben entrar dentro de cierta lógica interpersonal para que empaticemos con ellas. Quizás sea esa misma distancia cultural y geográfica, que señalábamos al comienzo, la responsable de este desafecto que venimos comentando, la causa de que nuestro poco aprecio por los personajes de Modan nos separe emocionalmente de sus enfados, suspicacias y desconfianzas.
Y a pesar de todo (cualquiera lo diría) admitimos sin dudarlo que La propiedad nos ha gustado mucho. Es una historia muy bien dibujada y optimamente construida: su guión funciona con precisión y consigue alternar lo cotidiano con lo extraordinario, el costumbrismo con el suspense o, lo que es aún más importante, la vida con la ficción. Es verdad, Rutu Modan ha hecho otro cómic excelente.
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