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Desde aquellos comienzos influidos por el underground, primero, y por la línea clara francobelga estilizada de autores como Chaland, después, el trabajo de Max ha sufrido un proceso de depuración formal y conceptual que tiene mucho que ver con el magisterio Chris Ware que todo lo invade en los últimos tiempos. Pero estaríamos siendo injustos si equiparáramos a Max con otros discípulos de Ware; como éste, el barcelonés es un pionero de la forma, un verdadero vanguardista, que en paralelo al norteamericano ha rastreado en la tradición clásica para crear un lenguaje propio y un estilo que ya es marca registrada. Nos recuerda
su ejemplo y su evolución a la de otro autor fundamental del cómic español, aunque mucho más olvidado que Max: hablamos de Federico del Barrio, un creador que viró desde el asombroso virtuosismo gráfico de trabajos como El artefacto perverso o Lope de Aguirre (la conjura) a la estilización máxima de las dos obras que publicó bajo el pseudónimo de Silvestre, Relaciones y Simple; dos cómics en los que el autor
reflexionaba acerca de las posibilidades narrativas del cómic y la metaficción comicográfica.
Desde que creara al mítico Bardín, el superrealista en 1999, Max tampoco ha dejado de moverse hacia un cómic conceptual y postmoderno, anclado en recursos como la autorreferencialidad, la interdiscursividad y la ironía. Desde entonces
(podríamos incluso retrotraernos a publicación de El prolongado sueño del Sr. T), sus cómics se han vuelto mucho más intelectuales e introspectivos. Vapor, por ejemplo, funcionaba como ejercicio de indagación metafísica y reflexión existencial a través de su protagonista Nicodemo, un eremita impaciente en busca de respuestas acerca de su propia existencia y el mundo material que nos
rodea. A través de su alterego ficcional, Max despliega con humor e inteligencia su colección de reflexiones cruzadas por referencias filosóficas, históricas y artísticas (con una buena dosis de cultura pop en ellas).
El último cómic de Max, ¡Oh diabólica ficción!, continúa en esa misma línea de exploración formal y conceptual, para indagar, en este caso, en el sentido último del concepto artístico, abarcando nociones como las de creación, inspiración y valía cultural. En su búsqueda metaficcional, el Max-autor dialoga con sus personajes, con el lector y con sus diferentes alteregos (representados o simbólicos) repartidos por las páginas del tebeo.
La mayoría de las historias cortas que componen ¡Oh diabólica ficción! aparecieron publicadas en diferentes momentos en El País Semanal entre 2013 y 2015, aunque el volumen recoge también páginas inéditas y algunos dibujos e ilustraciones recogidos en otros medios. Paradójicamente, es ahora, después de las correspondientes fases de recopilación, ampliación y edición, cuando la obra alcanza una coherencia y una profundidad conceptual que se diluía parcialmente con la publicación fragmentaria periódica de los diferentes episodios. Leída como obra total, ¡Oh diabólica ficción! resulta
una reflexión lúcida y afilada acerca de los procesos comunicativos (creación, recepción, interpretación, metalenguaje…) que rodean a los textos literarios y comicográficos. Todo ello expuesto de forma simbólica gracias a la presencia de
una urraca-narrador (que ya aparecía en Vapor en una de sus múltiples representaciones), personaje de fábula que nos guiará con sus circunloquios, engaños y parábolas por entre los recovecos del relato.
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En última instancia, sus parlamentos, fábulas y parábolas
resultan tan engañosos y convencionales como lo es toda ficción, y es en esa autoconsciencia ficcional donde reside la magia de ¡Oh diabólica ficción!, porque en el fondo el éxito de su mensaje
sólo depende de que exista un lector dispuesto a traspasar la ficción y a participar en el diabólico juego de espejos de Max:
¿Les he hablado ya alguna vez de mi fascinante, compleja, intrincada e inabarcable personalidad? Ya saben que soy urraca y soy demonio… divina y
diabólica a un tiempo… femenina y masculina por igual. Pero no acaba aquí la cosa,
porque aún hay más… sí, mucho más…
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