Hay libros que le revuelven a uno por dentro. Se nos agarran de las tripas y nos tienen varios días retorciéndonos de estupor y vergüenza por ser tan complacientes en nuestra forma de mirar al Otro. Una entre muchas, de Una, entra dentro de esa categoría. Como lo hizo en su día Luchadoras, de Peggy Adam.
Tenemos la sensación de que este cómic atípico nunca se hubiera publicado hace 10 ó 20 años. En esta era de la comunicación global y de la exhibición obscena de la privacidad, hay temas que aún escuecen y se silencian. Hace sólo unos pocos lustros esos mismos silencios apestaban, además, a complicidad.
La batalla contra la violencia machista apenas se ha empezado a librar: la conciencia popular sobre el tema está, por vez primera, asomando por encima de abusos enquistados y convenciones perversas. De otros asuntos turbios, no tenemos apenas noticias. ¿Por qué nadie parece hablar de los niños desaparecidos cada día en tantas partes del mundo? ¿Por qué cada vez que se desarticula una red de pederastia, la investigación parece embarrancarse en la orilla y nunca se llega a las instancias superiores? Volvemos a Luchadoras de Peggy Adam, por ejemplo, y nos preguntamos si sus estremecedoras asunciones acerca de los secuestros y asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, con la connivencia de ciertas clases dirigentes mexicanas (asunciones confirmadas por multitud de otras fuente), no deberían resonar una y otra vez con estruendo en noticieros, reportajes y programas de investigación. Es imposible no preguntarse a quién interesan tantos silencios.
Una entre muchas aporta luz sobre uno de esos casos de infamia colectiva: el del Destripador de Yorkshire, que entre 1972 y 1981 asesinó a trece mujeres e intentó matar a otras siete sin conseguirlo. La autora desafía la incredulidad del lector en un desglose continuado de despropósitos: la negligencia policial reforzada por patrones misóginos, las manipulaciones sensacionalistas de los medios de comunicación ingleses y la connivencia machista de una sociedad que tenía muy claras sus conservadoras prioridades morales como para que la realidad viniera a cuestionárselas.
Una entre muchas aporta luz sobre uno de esos casos de infamia colectiva: el del Destripador de Yorkshire, que entre 1972 y 1981 asesinó a trece mujeres e intentó matar a otras siete sin conseguirlo. La autora desafía la incredulidad del lector en un desglose continuado de despropósitos: la negligencia policial reforzada por patrones misóginos, las manipulaciones sensacionalistas de los medios de comunicación ingleses y la connivencia machista de una sociedad que tenía muy claras sus conservadoras prioridades morales como para que la realidad viniera a cuestionárselas.
Hablamos de la misma sociedad enferma, no lo olvidemos, que durante décadas se dedicó a aplaudir las ocurrencias y el desparpajo televisivo de un pederasta y violador en serie, sin que nadie se atreviera a denunciar lo obvio, por miedo a que la burbuja dorada del éxito catódico explotara y salpicara a unos u otros. El Destripador de Yorkshire también estuvo en el foco de atención policial en multitud de ocasiones, sin que llegaran a detenerle: los investigadores lo interrogaron numerosas veces, había descripciones detalladas de su modus operandi por parte de víctimas que habían sobrevivido a sus ataques, existía incluso un preciso retrato-robot del autor y, sin embargo, su detención costó más de diez asesinatos en diez años. ¿Por qué? Porque los testimonios y las declaraciones fueron realizados por mujeres, a quienes ni se prestó atención ni se otorgó la credibilidad necesaria. Eran tiempos en los que a un asesino de mujeres se le dedicaban cantos guerreros en un campo de fútbol, mientras que a sus víctimas se las “maquillaba” de prostitutas para que el asunto diera menos miedo y éstas se parecieran lo menos posible a la novia o la hermana de uno. Así de clarito habla este cómic.
Sólo con estos ingredientes la historia ya resultaría desarmante, pero si añadimos que la narración está expuesta desde el punto de vista traumático de una mujer víctima de abusos infantiles y varias violaciones, la lectura de Una entre muchas se convierte poco menos que en necesaria. Aunque fuera tan sólo porque da voz a quienes durante siglos han estado silenciados, porque busca rescatar a las víctimas de la vergüenza, del oprobio y de ese injusto sentimiento de culpa hacia el que les empuja una sociedad cómplice y cobarde instalada en un perenne escenario de perfección televisiva y corrección política, sólo por ello, insistimos, ya habría que leer y recomendar este cómic. Su autora se erige en voz autorizada del dolor sofocado y, al mismo tiempo, se diluye en el título de la obra entre tantas otras que nunca se han atrevido a hablar o han sido acalladas, como lo fue ella durante tanto tiempo:
En 2010, una niña de Rochdale dijo que algunas personas contactaron con servicios sociales acerca de su situación -su escuela, sus padres-, pero a sus padres les dijeron que era una prostituta y que como tenía casi 16 años, no se podía hacer nada.
Su situación -sufría abusos y era explotada por grupos de hombres mucho mayores- fue descrita por las autoridades que podrían haberla protegido como "una elección de estilo vida".
Nos referíamos el otro día a la expresión del dolor subjetivo a través de viñetas simbólicas, a propósito de La ternura de las piedras, de Marion Fayolle. Destacábamos que pocas veces habíamos contemplado un trasvase poético hacia el lenguaje comicográfico de esa naturaleza y con tanta variedad de recursos figurativos. Una entre muchas también recurre al simbolismo gráfico para trasladar su mensaje, pero sus intenciones y estilo son totalmente diferentes. Donde el cómic de Fayolle empleaba una metáfora lírica con intención catártica, el de Una se inclina por la asociación (a veces casi surrealista) de imágenes simbólicas profundamente subjetivas y tan oscuras como pueda serlo la plasmación visual del subconsciente. El estilo elegido por este cómic es deliberadamente simple, no así la organización de sus materiales: su dibujo responde a un minimalismo esquemático (cercano a la ilustración) apoyado por un selectivo uso simbólico del color (el rojo sangre, esencialmente); la secuenciación, muy libre, juega con las combinaciones espaciales de texto e imagen y recurre en algunos momentos a las soluciones del libro ilustrado y el collage (en sus páginas se mezclan noticias, cartas, anuncios, fotografías...); así mismo, Una entre muchas abunda en la repetición de motivos icónicos que terminan funcionando como leit motifs y argamasa para el relato central.
Y pese a ello, pese a ese cripticismo y la subjetividad de alguna de sus imágenes y textos, cualquier lector puede navegar entre los símbolos, las metáforas visuales y la narración fragmentada de un relato cuyas páginas nos estallan en la cara llenándonos de vergüenza y pudor culpable por no haber sabido mirar antes en algunas direcciones; o por decidir que ciertas ambivalencias le hacen a uno la vida más fácil.
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