Pese a su precocidad, y aunque cuenta ya con una larga trayectoria en Brasil, Francia y España (en nuestro país, sobre todo como ilustrador de prensa), no descubrimos la obra de Marcello Quintanilha hasta la publicación de Tungsteno: un thriller brasileiro de arrabal, descarnado y vibrante, que se apoyaba en un muy elaborado guión cargado de sutilezas. Un trabajo por el que su autor recibió numerosos halagos y merecidos galardones internacionales.
Quintanilha regresa este año con Talco de vídrio, una historia ambientada de nuevo en su Brasil natal, pero sostenida por el análisis psicológico de personajes, frente al predominio de la acción y el componente criminal que encontrábamos en Tungsteno.
Los dos cómics, sin embargo, comparten su apego por un realismo crudo que traspasa el costumbrismo para hundirnos en las miserias del hombre moderno: las de ese nuevo modelo de ciudadano impasible, codicioso e inmune al dolor ajeno, que habita nuestras ciudades. Ese individuo translucido que, con la cabeza baja, deambula por calles, boulevares, pasillos y oficinas, abrumado por el peso de unas obligaciones y expectativas que apenas le dejan vislumbrar más allá de su propia sombra. Un individuo que, de algún modo, somos todos los que empujamos la noria del insaciable capitalismo liberal.
Celia, la protagonista de Talco de vídrio, es también una de esas personas: el prototipo de triunfadora social, una dentista reconocida, con una familia aseada, segura de sí misma y cómodamente instalada en el holograma de perfección que ella misma se ha encargado de diseñar; en resumidas cuentas, una mujer profundamente infeliz y siempre insatisfecha. Como debe de ser.
El cómic disecciona el proceso vírico que conduce hacia la autodestrucción personal y la insensibilización final: una enfermedad estrechamente asociada a síntomas como la angustia, la competitividad o la envidia.
Tenemos la sensación de que a Marcello Quintanilha no le gusta tomar atajos para contar sus historias; no es de esos autores que se aseguran lectores complacientes a costa de tramas lineales o soluciones manidas. Quizás por eso, sus relatos parecen recorridos por una sombra de extrañeza, por un tono y un enfoque que, en un primer momento, resultan desconcertantes. Luego, nos damos cuenta de que esa falta de amarre tiene que ver, entre otras cosas, con el peculiar empleo que el autor hace del punto de vista y la voz narrativa. Tungsteno, por ejemplo, se apoyaba en un narrador omnisciente en tercera persona, que adoptaba el punto de vista interno (homodiegético) de los diferentes personajes (dando voz a sus pensamientos y emociones), y que establecía con ellos un dialogo retórico interpelándoles tanto en segunda como en tercera persona. Un recurso original, muy poco común.
De modo semejante, en Talco de vidrio descubrimos una voz narrativa también en tercera persona que, desde una omnisciencia matizada por la timidez y salpicada de dudas, se dirige al lector con un tono coloquial: como el de ese vecino cotilla que le cuenta a uno con falso desinterés la historia de un escándalo y las desgracias de aquel conocido mutuo que acabó tan mal.
Marcello Quintanilha es un autor con voz propia y también con un estilo gráfico muy personal y reconocible. Detrás de la sencillez de su trazo realista, suelto y ligero, se adivina una mano certera para el detalle y una capacidad gráfica notable para la plasmación de realidades complejas desde una aproximación sintética: dibuja como si toda la diversidad de la vida cupiera en el mínimo espacio de una viñeta poco mayor que un sello; tiene la habilidad especial de captar la esencia fotográfica de lo inmediato, despojándolo de todo trazo superfluo.
La combinancion de un guión certero y la habilidad de su autor como dibujante se concretan en un cómic que se sumerge en las alcantarillas de la psique humana. Una historia que invita a la reflexión y que escuece, aunque sólo sea porque podría estar hablando de todos y cada uno de nosotros.
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