En 2013 Hayao Miyazaki anunció su jubilación, dejándonos huérfanos de su talento infinito y de su capacidad para crear mundos terapéuticos. Ahora, la plataforma Netflix nos da la oprtunidad de repasar su producción y analizar algunos rasgos de su cine. Un buen remedio para sobrellevar los rigores de la cuarentena. Con esa idea, recuperamos y actualizamos el artículo que publicamos en 2015 en ABC Color.
Caja mágica
La llegada del director japonés a las pantallas
occidentales en 1997, con el estreno mundial de La Princesa Mononoke,
se vivió como un acontecimiento que los espectadores disfrutamos entre
la sorpresa entusiasta y la fascinación ante lo desconocido. ¿Se podía
hacer eso con dibujos animados? Casi inmediatamente, los grandes
festivales y eventos cinematográficos empezaron a hacerse eco de ese
nuevo cine de animación japonés que se acercaba a la fantasía con una
sensibilidad hasta entonces desconocida. El Studio Ghibli, que el director fundó junto a su amigo Isao Takahata en 1985, se convirtió en una caja mágica de la que regularmente salía una joya de anime
destinada a hacer historia y a hipnotizar a su cada vez más ingente legión de admiradores en el mundo entero.
Además de por su perfección y
pericia técnica, las películas del mago Miyazaki brillan por dos rasgos esenciales:
una imaginación desbordante que le permite crear asombrosos mundos de ficción y
un gusto por el detalle que garantiza la verosimilitud de dichos universos, no
importa cuán fantasiosos lleguen a parecer.
El detalle, el proceso o el gesto
son componentes básicos de las cintas del director japonés. Sus personajes no
se comportan como simples entes animados, sino que responden a pálpitos
humanos. La niña ensoñada que se aburre mientras reposta el hidroavión de Porco
Rosso, sopla a la mosca que se posa sobre el ala, ésta resbala hacia abajo
antes de reemprender el vuelo; el pequeño incidente (anecdótico, trivial y, por
eso mismo, absolutamente realista) saca a la muchacha de su ensoñación.
En la emocionante Mi vecino
Totoro (1988), la niña Mei, en su desesperación ante los negros presagios
comunicados por un telegrama, se aferra a una mazorca de maíz, convertida en
símbolo de su afecto y de sus esperanzas. Abrazada a la panocha, corre, llora y
se pierde en los mundos tenebrosos de sus miedos recién descubiertos. El
espectador asiste conmovido a ese gesto de humanidad, a su desamparo. Vida
animada.
Proceso y detalle
A Hayao Miyazaki siempre le ha
gustado recrearse en los procesos artesanos e industriales o, tan sólo, en las
faenas domésticas (muchas veces dentro de un contexto de fabulación steampunk). Las construcciones, máquinas e ingenios de sus películas
(sean éstos castillos andantes y flotantes, fábricas metalúrgicas, hidroaviones, bicis
voladoras o fortalezas defensivas) funcionan porque encierran un diseño y una ingeniería manual o mecánica minuciosos. Han sido creados por alguien. Sus
películas no se conforman con el resultado, nos muestran el proceso: en Nausicaä del Valle del Viento
(1984) descubrimos a los habitantes del valle reparando sus molinos de viento,
o revisando sus plantaciones en busca de hongos tóxicos; a los mineros de El castillo en el cielo (1986) extrayendo carbón; contemplamos a las
mujeres milanesas diseñando, construyendo y montando las piezas del avión que
pilotará el personaje principal de Porco Rosso (1992); al igual que son mujeres
quienes trabajan en la gigantesca forja de la Ciudad de Hierro en La Princesa
Mononoke; en Mi vecino Totoro, asistimos a la limpieza y restauración
exhaustiva de la casa de campo que va a ocupar la familia protagonista y en Nicky,
la aprendiz de bruja (1989), el pan y las empanadas de arenque se cocinan en
hornos de leña cuyas ascuas vemos preparar antes de la cocción. Y, como
colofón, en su última película, El viento se levanta (2013), Miyazaki ofrece un
recorrido diacrónico por la historia de la ingeniería aeronáutica japonesa con
un lujo de detalles mecánicos y una precisión tecnológica que apabullan al
espectador.
El gusto por el detalle ayuda a
dotar de verosimilitud a las construcciones ficcionales del maestro japonés:
sus texturas presentan una proximidad casi física. El agua de las cintas de
Miyazaki se puede beber, es fresca y apetecible, fluye cristalina por los
arroyos de Mi vecino Totoro o se agita amenazante y tempestuosa en El viaje de
Chihiro (2001). La madera cruje o crepita en El Castillo Ambulante (2004) en
cada vaivén de la ciclópea construcción; el metal rechina con cada martillazo en
las forjas de La Princesa Mononoke y con cada vuelta de tuerca de los mecánicos
que construyen los aviones en El viento se levanta; el polvo revolotea y
adquiere vida a base de escobazos en Mi vecino Totoro, como lo hace la
harina en la tahona de Nicky, la aprendiz de bruja.
Vida animada
El realismo del detalle al
servicio del relato. Miyazaki construye sus ficciones desde un entramado de
realidad en el que la ficción comienza siempre a partir de una chispa que
termina incinerando la historia. Una suerte de realismo mágico nipón. Todos
reconocemos el mundo (en ocasiones gracias a referencias literarias o a la
cuentística popular) que habitan los personajes de Miyazaki: sus ciudades, sus
escenas campestres, sus parajes naturales. Sin embargo, la imaginación del
creador enriquece esos escenarios realistas a base de fantasía: mediante la
recurrencia a criaturas y a fenómenos mágicos que se integran con absoluta
normalidad dentro de ese plano de realidad. Son en muchos casos elementos
deudores de la espiritualidad japonesa: el animismo sintoísta que dota de vida
a la multitud de dioses y espíritus que habitan los universos humanos y
divinos. Sólo el espectador vive instalado en la sorpresa. En los mundos de la
factoría Ghibli, las personas, los animales y los seres mágicos conviven con
absoluta naturalidad, como si habitaran en un melting pot de ensueño.
Esta cohabitación de mundos,
nunca enfrentados, unida a la sensibilidad exquisita de Miyazaki, facilita la
creación de momentos bellísimos: como esa estela de hidroaviones caídos en
combate que asciende hacia el cielo en Porco Rosso; la secuencia de la Princesa
Nausicäa hechizada por la lluvia de esporas tóxicas en la Jungla Tóxica; o las
escenas del Espíritu del Bosque sanando a Ashitaka en el corazón de la espesura
en La Princesa Mononoke. Detrás de la fantasía y la magia, las
cintas del
artista japonés encierran una carga simbólica, no siempre trasparente,
que
resguarda valores positivos como la amistad o la filantropía (subrayada
en las relaciones entre niños y ancianos), junto a códigos
entroncados con el imaginario espiritual nipón: la memoria de los
antepasados y
el culto a los espíritus, el respeto a la naturaleza (el agua, el viento
y la vegetación son
omnipresentes en sus películas) y a las criaturas animales frente a la
industrialización urbanita, la búsqueda interior y el ensueño como
factores de
superación, etc.
Donde se cocinan los sueños
Pero si hay un tema que
sobrevuela la filmografía de Miyazaki, ese es el de la infancia como espacio de
fantasía, como refugio secreto en el que se cocinan los sueños. Ese es el tema
vertebral de cintas como El viaje de Chihiro, pero se repite de forma más
o menos directa en casi todas sus películas. La infancia es el refugio que nos
salva de los errores de la edad y de la monotonía existencial que encuentra su
caldo de cultivo en las grandes ciudades y en las ocupaciones rutinarias que
realizan los adultos. Por eso, la infancia se asocia normalmente a contextos
rurales y al mundo de la naturaleza, unos escenarios que se cargan de valores
positivos y se refuerzan con el peso del folklore y de los oficios
tradicionales. En estos espacios, Miyazaki crea a su vez otros refugios
habitacionales (el refugio dentro del refugio) en los que sus personajes se
protegen de las amenazas exteriores, lugares que nos remiten a nuestros propios
espacios de cobijo ante el miedo: en ese sentido funcionan la casa en el bosque
de la pintora amiga de Nicky o la acogedora habitación abuhardillada de la
panadería en Nicky, la aprendiz de bruja; o el montón de heno dentro del vagón
en el que ésta se refugia a dormir durante una tormenta, en la misma película.
Los encontramos en todas sus películas, como encontramos en casi todas ellas a
personajes positivos y espirituales que se imponen a la mezquindad y bajezas
humanas, para salvar al mundo del destino que parecen escribir sus propios
habitantes.
Aunque
cualquier excusa es buena para repasar su filmografía, ahora que
sabemos que no va a volver a hacer más películas (no está aún claro si
el Studio Ghibli seguirá los pasos de su fundador), el cine de Hayao
Miyazaki se antoja más necesario que nunca: sus historias, cargadas de
valores positivos, tienen la extraña cualidad de hacernos sentir mejor
con nosotros mismos, las imágenes de sus películas encierran una calidez
analgésica y sus construcciones fantásticas son un refugio excelente
para esquivar, durante casi dos horas, los peligros de la edad. Ya le
echamos de menos.
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