Este octubre de 2023 ha sido, sin duda, el mes más prolífico que hemos vivido nunca en el plano editorial. A la publicación de La normalización postmoderna (1989-2021), tenemos que sumar una noticia que nos llena de ilusión. Cuando nuestro amigo José Manuel Trabado nos sugirió reeditar La arquitectura de las viñetas dentro de la colección Grafikalismos que él coordina para el servicio de publicaciones de la Universidad de León, aceptamos sin pestañear. No se nos ocurre mayor honor que compartir catálogo con tanto nombre ilustre de la crítica comicográfica, ya saben los Antonio Altarriba, Yexus, Viviane Alary, Enrique del Rey o el mismo José Manuel Trabado.
La reedición, además, es espectacular y mejora a su antecesora con una detallada revisión de erratas y una lujosa impresión a color en papel de alto gramaje. Cuando llegó el volumen a nuestras manos casi se nos cae una lagrimita: ¡Espectacular!
Por eso, y a modo de reencuentro con una obra que ha sido muy importante en nuestro recorrido dentro de la crítica de cómics, no se nos ocurre mejor celebración que recuperar el prólogo que en su día le dedicó el maestro Román Gubern. Se lo dejamos aquí abajo:
EL NOVENO ARTE A LA LUZ DE LA NARRATOLOGÍA
Lo primero que hay que agradecer a este libro de Rubén Varillas es su reivindicación de la llamada “literatura de kiosko”, una reivindicación cultural tardía entre nosotros, pero que hace casi un siglo ya habían efectuado Guillaume Apollinaire y los surrealistas franceses, fascinados por las aventuras de Fantomas, de Nick Carter y de Arsène Lupin, tanto como por los trepidantes seriales norteamericanos y franceses de aventuras que llegaban a las pantallas en las primeras décadas del pasado siglo. Percibieron, de modo pertinente, que las narraciones icónicas –que desde los años sesenta fueron englobadas en aquel país por Claude Moliterni en el ámbito de la “figuración narrativa” - proponían sueños libérrimos materializados sobre soportes físicos que se ofrecían a la contemplación y al placer del público. Y es esta oferta de imágenes, en su modalidad de tebeo o cómic, la que el autor ha elegido como corpus para su análisis narratológico. Es cierto que el autor de cómics, a diferencia del autor literario –cuyos textos constituyen el objeto de estudio privilegiado tradicionalmente por la narratología-, debe poseer dos habilidades distintas, las del dibujante y las del narrador, para satisfacer las exigencias de la mímesis (de las apariencias visibles) y de la diégesis (del flujo del relato). Aventurándose en un territorio poco explorado, y armado de los saberes de la tradición narratológica (Genette, Greimas, Propp, Barthes, Chatman), el autor se enfrenta a la morfología específica del cómic, en su condición de estructura secuencial de imágenes fijas consecutivas y discontinuas, para representar, a veces con apoyo de textos lingüísticos, una acción narrativa según un vector cronológico.
Llevando a cabo un meticuloso despiece de este medio de expresión desde el punto de vista narratológico, el autor cataloga y describe una sistematización de procedimientos formales utilizados por los creadores para construir el “efecto narración”. Y esto le lleva a un análisis pertinente de los personajes, del espacio narrativo, de las acciones, del punto de vista, etc.
Hace años Marshall McLuhan explicó con elocuencia la atracción que algunos artistas de vanguardia sintieron hacia los cómics, señalando que “Picasso ha sido por mucho tiempo aficionado a los cómics americanos. La cultura highbrow, de Joyce a Picasso, ha admirado desde hace tiempo el arte popular norteamericano porque encuentra en él una reacción auténticamente imaginativa a la cultura oficial”. No sólo Picasso admiró los cómics, sino que cultivó también tempranamente esta modalidad expresiva, como cuando dibujó seis viñetas para describir su viaje a París en compañía de Sebastià Sunyer en abril de 1904 , por no mencionar su narración seriada de Sueño y mentira de Franco (enero-junio de 1937), que precedió a su Guernica. Y lo mismo hizo el pintor expresionista germano-americano Lyonel Feininger, autor desde 1906 de dos magníficas series para el periódico The Chicago Tribune: The Kin-der-Kids y Wee Willie Winkie´s. Esta fructífera ósmosis o interacción entre la cultura highbrow y la masscult tuvo un esplendoroso despliegue didáctico en la soberbia exposición que exhibió el Museo de Arte Moderno de Nueva York (de octubre de 1990 a enero de 1991), con el sugestivo título High & Low. Modern Art, Popular Culture.
Dicho esto, hay que añadir que la calidad o la excelencia estética de un cómic tiene poco que ver con su respeto a las prescripciones del canon, pues existen tanto obras maestras “clásicas” (o tradicionales, como el Flash Gordon de Alex Raymond), como obras maestras “innovadoras” (o vanguardistas). En este segundo apartado descolló muy tempranamente Winsor McCay, primer autor que exploró, con una imaginación y un atrevimiento prodigiosos, las convenciones formales del medio. Gracias a McCay, que cultivó este género desde 1903, la experimentación vanguardista en este medio periodístico y masivo precedió a la que se expandió luego en la pintura (desde el cubismo, en 1907), en la escultura, en la fotografía y en el cine. Esta línea experimental se prolongaría gracias a artistas como George Herriman, Guido Crepax, Guy Pellaert o Jean Giraud. De modo que si es cierto que han existido cómics inventivos y cómics rutinarios, o cómics innovadores y cómics canónicos, han sido los segundos los que han proporcionado al mundo académico el corpus normativo para la mayor parte de estudios sistemáticos acerca de su lenguaje y sus convenciones.
Este libro no sólo reivindica la usualmente desatendida “literatura de kiosko”, sino que presta atención, y recupera con toda justicia, la demasiado olvidada producción española anterior a la Guerra Civil, con figuras tan brillantes y atrevidas como K-Hito (Ricardo García López), que en no pocas ocasiones bordeó la “poética del absurdo”, como en la serie protagonizada por su estrafalario Macaco. Se trata de un justo y sano ejercicio de recuperación de nuestra memoria histórica en este terreno estético, que tan frecuentemente se margina y orilla en el descampado de las subculturas. Como no podía ser de otro modo, abundan en este libro las observaciones acerca de las convergencias entre los cómics y la expresión cinematográfica, su pariente más próxima en la cultura icónica de masas, al punto de que a veces los cómics han sido calificados, de modo harto injusto, como “cine para pobres”. Algunos álbumes de cómics han desmentido con su lujoso look y su precio tal condición indigente. Y, claro está, el parentesco entre cómics y cine se extiende, no sólo al campo de las convenciones formales y narrativas, sino a sus trasvases arquetípicos y mitológicos y que hoy habría que prolongar todavía hacia el territorio de los videojuegos, nuevos y prósperos agentes en el abigarrado diálogo de la intermedialidad audiovisual contemporánea. A partir de ahora, esta documentada y pertinente incursión de Rubén Varillas en el análisis narratológico del universo del llamado Noveno Arte –de su anatomía y de su fisiología, podría decirse- se ha convertido en un trabajo de referencia insoslayable para los estudiosos de este medio
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